Read El caballero inexistente Online
Authors: Italo Calvino
—Mi padre no es un hombre.
—¿Y quién es, pues? ¿Belcebú?
—No, sire —dijo tranquilamente Torrismundo.
—¿Quién, entonces?
Torrismundo avanzó hasta el centro de la sala, hincó la rodilla, alzó los ojos al cielo y dijo:
—Es la Sagrada Orden de los Caballeros del Santo Grial.
Un murmullo corrió por el banquete. Alguno de los paladines se santiguó.
—Mi madre era una niña valiente —explicó Torrismundo—, y corría siempre por lo más profundo de los bosques que rodeaban el castillo. Un día, en la espesura del bosque, topó con los Caballeros del Santo Grial, acampados allí para fortificar su espíritu en el aislamiento del mundo. La niña se puso a jugar con aquellos guerreros y desde aquel día cada vez que podía eludir la vigilancia familiar se acercaba al campamento. Pero al cabo de poco tiempo de aquellos juegos pueriles, regresó encinta.
Carlomagno permaneció por un momento pensativo, luego dijo:
—Los Caballeros del Santo Grial han hecho todos voto de castidad y ninguno de ellos podrá nunca reconocerte como hijo.
—Ni yo, por otra parte, lo querría —dijo Torrismundo—. Mi madre nunca me habló de un caballero en particular, sino que me educó para que respetara como padre a la Sagrada Orden en su conjunto.
—Entonces —agregó Carlomagno—, la Orden en su conjunto no está sujeta a ningún voto de esa clase. Nada prohibe, pues, que se reconozca padre de una criatura. Si tú consigues dar con los Caballeros del Santo Grial y hacerte reconocer como hijo de toda su Orden considerada colectivamente, tus derechos militares, dadas las prerrogativas de la Orden, no serían distintos de los que tenías como hijo de una familia noble.
—Partiré —dijo Torrismundo.
Velada de partidas, aquella noche, en el campo de los francos. Agilulfo preparó meticulosamente su equipaje y su caballo, y el escudero Gurdulú agarró a bulto mantas, almohadas, ollas, hizo con todo ello un montón que le impedía ver adónde iba, tomó por el lado opuesto a su amo, y se alejó al galope, perdiéndolo todo por el camino.
Nadie había venido a saludar a Agilulfo que partía, salvo pobres palafreneros, mozos de cuadra y herreros, los cuales no hacían demasiadas distinciones entre unos y otros y habían comprendido que éste era un oficial más enojoso, pero también más infeliz que los otros. Los paladines, con la excusa de que no los habían avisado de la hora de su marcha, no acudieron; y por otra parte no era una excusa: Agilulfo, desde que había salido del banquete, no le había dirigido la palabra a nadie. Su partida no fue comentada: una vez distribuidas las tareas de modo que ninguno de sus cometidos quedase sin cubrir, la ausencia del caballero inexistente fue considerada merecedora de silencio como por un acuerdo general.
La única en quedar conmovida, y hasta trastornada, fue Bradamente. Corrió a su tienda: «¡Rápido!», llamó a amas de llaves, fregonas, criadas: «¡Rápido!», y tiraba al aire ropas y corazas y lanzas y arreos: «¡Rápido!», y lo hacía no como solía al desnudarse o en un estallido de ira, sino para poner en orden, para hacer un inventario de las cosas que había, y partir.
—Preparádmelo todo, me voy, me voy, no me quedo aquí ni un minuto más, él se ha ido, el único por el cual este ejército tenía un sentido, el único que podía dar un sentido a mi vida y a mi guerra, y ahora no queda más que un tropel de borrachos y violentos, incluida yo misma, y la vida es un revolcarse entre camas y féretros, y sólo él sabía su geometría secreta, el orden, la regla para comprender su principio y su fin…
Y al hablar así se ponía pieza por pieza la armadura de campaña, el sayo de color azul, y pronto estuvo preparada en la silla, masculina en todo salvo en la altiva forma que tienen de ser viriles ciertas mujeres verdaderamente mujeres, y espoleó el caballo al galope arrastrando consigo empalizadas y cuerdas de tiendas y puestos de tocineros, y pronto desapareció entre una gran polvareda.
La polvareda que vio Rambaldo que corría a pie buscándola; le gritó:
—¿Adónde vas, adónde vas, Bradamante?
¡Aquí estoy yo, por ti, y tú te vas! —con esa obstinada indignación de quien está enamorado y quiere decir: «Estoy aquí, joven, cargado de amor, ¿cómo puede mi amor no gustarle, qué quiere ésta que no me toma, que no me ama, qué más puede querer que lo que yo siento que puedo y debo darle?», y así se enfurece y no atiende a razones y al llegar a cierto punto el enamoramiento de ella es también enamoramiento de sí, de sí mismo enamorado de ella, es enamoramiento de lo que podrían ser ellos dos juntos, y no son. Y con esta furia Rambaldo corría a su tienda, preparaba caballo, armas, alforjas, partía también él, porque en la guerra sólo combates bien cuando entre las puntas de las lanzas entrevés una boca de mujer, y todo, las heridas, la polvareda, el olor de los caballos, no tiene más sabor que de esa sonrisa.
También Torrismundo partía aquella noche, triste también él, también él lleno de esperanza. Era el bosque que quería volver a encontrar, el húmedo y oscuro bosque de la infancia, la madre, los días de la cueva, y más al fondo la pura confraternidad de los padres, armados y en vela en torno a los fuegos de un escondido vivac, vestidos de blanco, silenciosos, en lo más espeso del bosque, donde las ramas bajas casi rozan los helechos y de la tierra rica nacen setas que nunca ven el sol.
Carlomagno, tras levantarse del banquete tambaleándose un poco y oír todas aquellas nuevas de imprevistas partidas, se encaminaba al pabellón real y pensaba en los tiempos en que quienes marchaban eran Astulfo, Reinaldo, Guidón el Salvaje, Orlando, para unas hazañas que acababan luego en los cantares de los poetas, mientras que ahora no había manera de hacerlos mover de aquí hasta allí, a aquellos veteranos, salvo para las estrictas obligaciones del servicio. «Que vayan, son jóvenes, que hagan», decía Carlomagno, con el hábito, propio de los hombres de acción, de pensar que el movimiento es siempre un bien, pero ya con la amargura de los viejos que sufren con el perderse de las cosas de antaño más de lo que disfrutan con el advenimiento de las nuevas.
Libro, ha llegado la noche, me he puesto a escribir más deprisa, del río no llega más que el estruendo de la cascada, allá abajo, ante la ventana vuelan mudos los murciélagos, ladra algún perro, alguna voz resuena desde los heniles. Quizá no la ha escogido tan mal esta penitencia mía, la madre abadesa: de vez en cuando me doy cuenta de que la pluma ha empezado a correr por la hoja como sola, y yo le corro detrás. Es hacia la verdad que corremos, la pluma y yo, la verdad que espero siempre que me salga al encuentro, desde el fondo de una página blanca, y que podré alcanzar solamente cuando a fuerza de emborronar papel haya conseguido enterrar todas las desidias, las insatisfacciones, el rencor que estoy expiando aquí encerrada.
Luego basta el ruido de un ratón (el desván del convento está lleno de ellos), una ráfaga de viento repentina que hace batir la ventana (proclive siempre a distraerme, me apresuro a ir a abrirla de nuevo), basta el final de un episodio de esta historia y el comienzo de otro o sólo el acabar una línea y ya la pluma se ha vuelto pesada como una viga y la carrera hacia la verdad se ha hecho incierta.
Ahora tengo que representar las tierras atravesadas por Agilulfo y su escudero durante su viaje: a todo, aquí en esta página, hay que dar cabida, al camino real polvoriento, al río, al puente, aquí tenemos a Agilulfo que pasa con su caballo de casco ligero, pesa poco ese caballero sin cuerpo, el caballo puede andar millas y millas sin cansarse, y el amo desde luego es incansable. Ahora por el puente pasa un galope pesado: es Gurdulú que avanza agarrado al cuello de su caballo, las dos cabezas tan próximas que no se sabe si el caballo piensa con la cabeza del escudero o el escudero con la del caballo. Trazo sobre el papel una línea recta, de cuando en cuando rota por ángulos, y es el recorrido de Agilulfo. Esta otra línea toda ringorrangos y vaivenes es el camino de Gurdulú. Cuando ve revolotear una mariposa, en seguida Gurdulú le va detrás con el caballo, ya cree estar en la silla no del caballo sino de la mariposa, y sale del camino y vaga por los prados. Mientras tanto Agilulfo sigue avanzando, recto, según su ruta. De cuando en cuando los itinerarios al margen del camino de Gurdulú coinciden con invisibles atajos (o es el caballo que se pone a seguir un sendero escogido por él, puesto que su palafrenero no lo guía), y después de vueltas y más vueltas el vagabundo vuelve a estar al lado de su amo en el camino real.
Aquí, a la orilla del río, marcaré un molino. Agilulfo se detiene para preguntar el camino. Le responde amable la molinera y le ofrece pan y vino, pero él los rehúsa. Acepta sólo cebada para el caballo. El camino es polvoriento y soleado; los buenos molineros se maravillan de que el caballero no tenga sed.
Cuando ya se ha marchado, llega, con el ruido de un regimiento al galope, Gurdulú.
—¿Lo habéis visto a mi amo?
—¿Y quién es tu amo?
—Un caballero… no: un caballo…
—¿Estás al servicio de un caballo?
—No… es mi caballo que está al servicio de un caballo…
—¿Y quién cabalga en ese caballo?
—Pues… no se sabe.
—Y sobre tu caballo, ¿quién cabalga?
—¡Ah! ¡Preguntádselo a él!
—¿Y tampoco tú quieres comer ni beber?
—¡Sí, sí! ¡Comer! ¡Beber! —y se atraganta.
Esta que ahora dibujo es una ciudad ceñida por murallas. Agilulfo debe atravesarla. Los guardias de la puerta quieren que descubra el rostro; tienen orden de no dejar pasar a nadie con el rostro tapado, porque podría tratarse del feroz bandido que hace estragos por los alrededores. Agilulfo se niega, llega a las armas con los guardias, fuerza el paso, escapa. Más allá de la ciudad, esto que voy trazando es un bosque. Agilulfo lo recorre de arriba abajo hasta que descubre al terrible bandido. Lo desarma y encadena y lo arrastra ante aquellos esbirros que no querían dejarlo pasar.
—¡Aquí tenéis con cepos a quien tanto temíais!
—¡Oh, bendito seas, blanco caballero! Pero dinos quién eres, y por qué mantienes cerrada la celada del yelmo.
—Mi nombre está al término de mi viaje —dice Agilulfo, y huye.
En la ciudad hay quien dice que es un arcángel y quien un alma del purgatorio.
—El caballo corría de prisa —dice uno—, como si no llevara a nadie en la silla.
Aquí, donde acaba el bosque, pasa otro camino, que llega también él a la ciudad. Es el camino que recorre Bradamante. Dice a los de la ciudad:
—Busco a un caballero con la armadura blanca. Sé que está aquí.
—No. No está —le responden.
—Si no está es justamente él.
—Entonces ve a buscarlo donde esté. De aquí ya se ha ido.
—¿Lo habéis visto de verdad? Una armadura blanca que parece que haya un hombre dentro…
—¿Y quién hay sino un hombre?
—¡Uno que es más que cualquier otro hombre!
—Me parecen muchos encantamientos los vuestros —dice un viejo—, incluso los tuyos, oh, caballero de voz tan dulce.
Bradamante pica espuelas.
Al cabo de un rato, en la plaza de la ciudad es Rambaldo quien frena su caballo.
—¿Habéis visto pasar un caballero?
—¿Cuál? Ya han pasado dos y tú eres el tercero.
—El que corría detrás del otro.
—¿Es cierto que uno no es un hombre?
—El segundo es una mujer.
—¿Y el primero?
—Nada.
—¿Y tú?
——¿Yo? Yo… soy un hombre.
—¡Válgame Dios!
Agilulfo cabalgaba seguido por Gurdulú. Una doncella corrió al camino, con la cabellera suelta, las ropas desgarradas y se hincó de rodillas. Agilulfo detuvo el caballo.
—Socorro, noble caballero —imploraba—, a media milla de aquí una feroz manada de osos tiene asediado el castillo de mi señora, la noble viuda Priscila. Habitamos el castillo sólo unas pocas mujeres indefensas. Ya nadie puede entrar ni salir. Yo me he podido bajar con una cuerda de las almenas y he escapado de las uñas de esas fieras de milagro. ¡Ah, caballero, ven a liberarnos!
—Mi espada está siempre al servicio de las viudas y de las criaturas indefensas —dijo Agilulfo—. Gurdulú, sube a tu silla a esta jovencita que nos guiará al castillo de su ama.
Iban por un sendero abrupto. El escudero avanzaba, pero no miraba siquiera el camino; el pecho de la mujer sentada entre sus brazos aparecía rosado y abundante por entre los desgarrones del vestido, y Gurdulú se sentía desvanecer.
La doncella estaba vuelta mirando a Agilulfo.
—¡Qué noble porte tiene tu amo! —dijo.
—¡Huy, huy! —respondió Gurdulú, y alargaba una mano hacia aquel tibio seno.
—Es tan seguro y altivo en cada palabra y cada gesto… —decía aquélla, siempre con los ojos en Agilulfo.
—¡Huy! —decía Gurdulú, y con las dos manos, aguantando las riendas con las muñecas, trató de percatarse de cómo una persona podía ser tan firme y tan mórbida al mismo tiempo.
—Y la voz —decía ella—, cortante, metálica…
De la boca de Gurdulú salía sólo un oscuro gañido, ya que la había hundido entre el cuello y la espalda de la joven y se perdía en aquel perfume.
—Quién sabe lo feliz que será mi ama al verse liberada de los osos precisamente por él… Oh, cómo la envidio… Pero dime: ¡nos estamos saliendo del camino! ¿Qué pasa, escudero, estás distraído?
En un recodo del sendero, un ermitaño tendía la escudilla de las limosnas. Agilulfo, que a cada mendigo que encontraba le daba normalmente una caridad en la medida fija de tres sueldos, detuvo el caballo y hurgó en la bolsa.
—Bendito seáis, caballero —dijo el ermitaño embolsándose las monedas, y le hizo señas de que se inclinase para hablarle al oído—, os recompensaré en seguida diciéndoos: ¡guardaos de la viuda Priscila! Eso de los osos no es más que una trampa: es ella misma la que los cría, para hacerse liberar por los más valientes caballeros que pasan por el camino real, atraerlos al castillo y alimentar así su insaciable lascivia.
—Será como decís, hermano —respondió Agilulfo—, pero yo soy caballero y sería descortesía sustraerme a la solicitud formal de socorro de una mujer en lágrimas.
—¿No teméis las llamas de la lujuria? Agilulfo estaba un poco apurado.
—Pues, ya lo veremos…
—¿Sabéis qué queda de un caballero tras una estancia en ese castillo?
—¿Qué?
—Lo tenéis delante de vuestros ojos. También yo fui caballero, también yo salvé a Priscila de los osos, y ahora heme aquí. —Verdaderamente, tenía más bien mal aspecto.