El bokor (37 page)

Read El bokor Online

Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

BOOK: El bokor
8.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No pero puedo conseguir una.

—Bien, llámame cuando la tengas y hablaremos de esta señorita…

—Amanda Strout.

De paso, ¿Puedo molestarte con la información de los exorcistas? Me gustaría estar más enterado de con quiénes estoy tratando.

—Bien, decías que eran Casas y Barragán.

—Así es, y de paso incluye a Rulfo, es el sacerdote que murió en el exorcismo de Jazmín.

—Bien, conseguir esa información no será tan difícil.

—Ángelo, si quisiera practicar un rito de exorcismo…

—No te sería fácil lograr la autorización, sobre todo tratándose de que no tienes experiencia. Además Adam, te recomiendo que no te alejes de tus percepciones como psiquiatra.

—Solo hablaba de un caso extremo.

—¿Para qué quieres hacer un rito en el que tu mismo no crees?

—Solo quería saber que tan complicado es lograr la autorización.

—Tendrías que hablar con el obispo de la diócesis donde se celebrará el rito y ceñirte al ritual.

—Deja, era solo una pregunta suelta.

—Cuídate Adam.

—Cuídate también tú.

Adam colgó la bocina con una sonrisa en los labios, Pietri tenía ese don para hacerlo sentir en paz y por el camino correcto y aunque en esta oportunidad no pudo evacuarle sus dudas, el simple hecho de compartir sus preocupaciones ya lo hacía sentirse liberado de un peso.

Pensó en la posibilidad de que Amanda fuera un súcubo y rió estruendosamente ¿Cómo había sido capaz de siquiera considerarlo? De seguro Pietri estaría riéndose y la anécdota sería motivo de burlas en el futuro. La joven era hermosa sin duda, pero pensar que podría tener cuernos tras esa cabellera esplendida o que en el bien formado trasero tuviese una cola era ridículo. Estaba acabando de reír cuando la casa se vio ligeramente iluminada por los faroles de un coche. No era habitual tener visitas a esa hora, comenzaba a caer la tarde y Jean aun se encontraría molesto. Fuera de él, solo una persona se acercaría en coche a su casa. Un cosquilleo lo sacudió de solo pensar que quien llegaba era precisamente Amanda. Las luces del coche se apagaron y se escuchó el sonido de la puerta al cerrarse, unos segundos después tocaban a su puerta.

—Buenas tardes, padre —dijo la voz cargada de miel de Amanda Strout cuando Adam le abrió la puerta de par en par.

—Señorita Strout, no la esperaba…

—Me gusta ser sorpresiva, odio a las personas predecibles.

—Si, pero de haber sabido que venía, me hubiera esmerado en limpiar.

—No veo que se avergüence del estado de su casa.

—¿Por qué dice eso?

—Ha abierto usted las puertas por completo, de sentir vergüenza o no querer que yo entre, se habría interpuesto entre la puerta y yo.

—No había pensado en eso.

—¿No me va a invitar a pasar? Comienza a incomodarme hablar en la puerta de su casa. Si considera que es inapropiado el que yo esté aquí…

—No tiene por qué ser inapropiado, solo es una visita social y dudo que la gente murmure.

—La gente murmura por todo, no debe hacer usted caso a lo que oye en Haití.

—Pase por favor señorita Strout —dijo haciéndose a un lado, quizá cediendo demasiado espacio.

—Es confortable y fresco.

—Estoy satisfecho con la casa.

Pero dígame señorita Strout…

—Amanda.

—Dígame Amanda, ¿qué la trae por acá?

—Pasaba por los alrededores y decidí venir a visitarlo.

—Por los alrededores, no hay mucho que visitar.

—Está bien, confieso, he venido expresamente a hablar con usted.

Adam no dijo nada a la espera de una explicación. Amanda se limitó a recorrer con la vista las paredes de aquel sitio.

—¿Desea tomar algo, Amanda?

—¿Tiene vodka?

—No. Pero tengo un ron que me dicen que está genial.

—Solo si usted toma conmigo.

—Bien, serviré dos cubas libre.

—Padre Kennedy…

—Llámeme Adam.

—Bien, Adam, ¿se siente a gusto en la isla?

Adam la miró con detalle, Amanda era sin duda una mujer atractiva, sus enormes ojos con pestañas rizadas la hacían verse como una loba que acecha a su presa. Recordó la posibilidad de que fuera un súcubo y se estremeció visiblemente.

—¿Le pasa algo? —dijo Amanda sin poder evitar dejar patente que se había dado cuenta del estremecimiento de aquel hombre.

—Adam pasó su lengua por los labios y luego miró al suelo.

—Padre, ¿Sabía que su lenguaje corporal es más que evidente para mí?

Adam bajó la mirada de nuevo.

—Adam, ¿Acaso lo intimido?

—Por supuesto que no —dijo poniendo sus dedos sobre los labios.

Amanda lanzó una carcajada deliciosa a los odios del sacerdote.

—Es increíble que un psiquiatra no pueda controlar su lenguaje no verbal, acaba usted de mentir y como lo haría un niño, se ha llevado los dedos a cubrir su boca.

—Claro que no.

—Lo ha vuelto a hacer.

Dígame una cosa, padre ¿Tan atractiva le resulto?

—¿Qué le hace pensar que estoy interesado de esa manera en usted?

—La posición de su cuerpo, sus dedos apuntándome, sus pies dirigidos hacia mí.

—No sabía que tuviera conocimientos en neurolingüística.

—Hay muchas cosas que no sabe de mí.

—Ya lo supongo es apenas la tercera vez que la veo, contando con que ayer de casualidad nos encontramos en el camino.

—¿Casualidad o causalidad?

—Dígamelo usted.

—Confieso. Me tiene usted atrapada, desde que lo vi no he podido dejar de pensar en usted.

Amanda volvió a reír y Adam tuvo que admitir que estaba indefenso ante esta mujer.

—Si viera la cara que ha puesto. No me dirá que es la primera vez que una mujer le dice tal cosa.

—No han sido muchas.

—Lo sabía es usted un padre ladino.

—Por supuesto que no, pero no puedo evitar que las chicas…

—Se desmayen a sus pies.

—No exagere ni se burle así de mí.

—Bueno, no me sorprende, es usted un hombre atractivo y además es cura.

—¿Y que hay con que lo sea? —dijo Adam recordando las pruebas para descubrir si una mujer era un súcubo.

—No me negará que lo prohibido tiene ese particular atractivo.

—No me había puesto a pensar en eso.

—Será porque para usted todas las mujeres son prohibidas.

—No toda la vida he sido sacerdote.

—¿Tuvo novias antes de ordenarse?

—Algunas amigas.

—¿Alguna en especial?

Adam miró hacia su derecha y arriba.

—No hace falta que me lo diga, ya sus ojos lo hicieron.

—De verdad me siento en desventaja.

—Sé bien que no es así, usted debe haberme analizado bastante desde ayer.

—No de la manera que usted lo hace.

—¿Recuerda cuando Baby Doc dijo algo respecto al tesoro entre mis piernas?

—Lamento que ese imbécil haya dicho tal cosa.

—Usted lo ha dicho, es un imbécil y tiene apenas diecinueve años, ahora con el poder no sabe que hacer con el.

—Malas noticias para Haití.

—Supongo que sí.

—Seño… Amanda. ¿Qué relación existe entre usted y Baby Doc?

—No se anda usted con rodeos. Déjeme decirle, no es cierto lo que dicen en el pueblo. Supongo que ya lo habrá oído.

—Escuché que ustedes dos…

—Éramos amantes.

—No quería decirlo tan descarnadamente.

—No me ofende que lo diga tal como es.

—¿Entonces es verdad?

—Por supuesto que no. No podría estar con un hombre al que no respete por su inteligencia y bondad.

—Entonces…

—Baby Doc no me interesa en lo más mínimo, pero luego de lo que le pasó a mi padre, me veo en la obligación de trabajar y en Haití no hay muchas fuentes de trabajo como ya habrá podido notar.

—Pero usted los hace responsables de la muerte de su padre.

—Por supuesto, a los amigos hay que tenerlos cerca y a los enemigos mucho más.

—No estará usted buscando pruebas acerca de su crimen…

—No las hallaría en la mansión, tendría que buscarlas en un sitio que ya no me es grato.

—¿Se refiere a la casa donde vivió?

—Y que ahora la mano tiene bajo su control.

—Amanda. Dígame que usted no busca enfrentarse a estos hombres.

—¿No es lo que piensa hacer usted?

—Eso es otra cosa.

—Creo que le conviene a usted tener aliados. Sé que buscó a los exorcistas, a Barragán y a Casas.

—¿Los conoce?

—Por supuesto, desde tiempos de mi padre.

—¿Y qué opinión le merecen?

—Están chiflados. Tendría que contarle algunas historias de este par y de otro sacerdote del que se me olvida el nombre.

—¿Rulfo?

—Eso es, Rulfo. Los tres dejaron una huella en Haití y en Cuba, pero no podría precisar si esa huella es buena o mala.

—Lamento que los sacerdotes le den tan mala espina.

—No tengo nada contra la iglesia, pero esos hombres me generan desconfianza.

—La iglesia los excomulgó.

—Lo sé. Desde entonces no practican exorcismos como lo hacían antes, es una lástima, dicen que los espectáculos eran formidables.

—Yo no llamaría espectáculo a semejante evento.

—Quizá porque usted cree en el ritual.

—¿Sabe del Ritual Romano?

—Sé muchas cosas al respecto.

—¿De dónde le viene a usted ese interés en estas cosas de la iglesia?

—Mi padre tenía cierta afinidad por los temas de ocultismo.

—¿Ah si? —dijo Adam alcanzándole el trago.

Amanda le dio un pequeño sorbo y sonrió satisfecha.

—Me alegra que le guste, no soy un buen preparador de cocteles.

—Lo ha hecho usted muy bien.

¿Qué es lo que recuerda de su padre y el ocultismo?

—Es una historia larga de contar.

—¿Tiene prisa?

—Ahora soy yo la preocupada por el que dirán.

—Si le es molesto estar aquí, podemos ir a un sitio donde podamos hablar tranquilamente.

—Bien, pero iremos andando.

Capítulo XXIV

Barragán y Casas se quedaron mirando a Adam Kennedy que se alejaba confundido por lo que ambos le habían dicho respecto a Amanda Strout y la posibilidad de que fuera un súcubo. Ver al joven sacerdote dudar de aquella mujer le recordaba a Barragán lo que había enfrentado por aquel tiempo en Cuba, cuando Jazmín había requerido de su trabajo como exorcista. Obtener el permiso no había sido tan difícil como había pensado, pero debía admitir que los hermanos Castro posiblemente habían hablado con el Obispo y que la influencia de los políticos había allanado el camino.

Jazmín era una mujer voluptuosa como debía ser siendo un súcubo y su actitud para con las cosas sagradas era de desdén e incluso irreverencia, muchas veces se encontraron profanaciones en la iglesia que no dejaban lugar a dudas de que un ser demoniaco había tomado control de aquel sitio. Cruces invertidas, excrementos en cálices, imágenes alteradas añadiéndoles sexos expuestos eran solo una parte de aquellos actos que hacían espantar a los lugareños que dejaron de ir a misa por los domingos, pues decían que el sitio había sido tomado por Satanás o por un babalao poderoso, capaz de enfrentar al mismo hijo de Dios. La nota final la había puesto el que comenzara a hablar en lenguas que no tenía por qué conocer, Barragán pudo reconocer en sus charlas con la mujer, el alemán, el francés y el ruso, pero quizá aquellas frases en esos idiomas no eran determinantes, al fin y al cabo Jazmín estaba relacionada con tipos que comulgaban con los socialistas y de allí pudo haber escuchado algunas palabras en ruso, del francés de seguro habría oído mucho en sus estancias en Haití, del alemán no había explicación de cómo podía tener un conocimiento tal que le permitiera conversar en dicho idioma, pero al menos era un idioma vigente. Lo que no dejó lugar a dudas fue que empezara a hablar en idiomas dejados de utilizar hacía muchísimos años en Mesopotamia. Su condición de lingüista apenas le permitía distinguirlo, sin embargo aquella mujer lo hablaba fluidamente y pronto comenzó a mezclar idiomas de la zona, el acadio, el asirio y el babilonio, incluso, era capaz de traducir a estos idiomas textos bíblicos para mortificar a los sacerdotes que tenían una relación homosexual que pretendían no era del conocimiento de nadie cercano, mucho menos de aquella mujer a la que tan solo habían visto gracias al interés que mostraron los militares en que le expulsaran el demonio que llevaba dentro.

Jazmín fue llevada a una vieja casona por los militares de Castro. Se necesitaron cuatro hombres jóvenes y fuertes para contener la furia de aquella mujer que se revolcaba mientras escupía y decía improperios a los soldados. Todos ellos salieron espantados una vez dejaron a la mujer atada de pies y manos a una cama de tamaño matrimonial. Las cuerdas salían de sus muñecas y tobillos e iban hacia los pilares de la cama. Cuando iban saliendo uno de los soldados pidió a los sacerdotes la bendición y rompió a llorar como un niño cuando Barragán puso su mano sobre su cabeza. Apenas los soldados se fueron, Barragán y Rulfo comenzaron el rito.

Ángel Barragán rezó un padre nuestro, mientras Rulfo ungía a la mujer en la frente, haciendo la señal de la cruz. Jazmín se retorcía ante el contacto del aceite consagrado y un chorro de orina se escapó de entre sus piernas, mojando la cama. Barragán reprendió al demonio con una serie de oraciones dichas en nombre de Jesucristo y la mujer rió sonoramente.

Ambos padres vestían de púrpura y oro y llevaban colgado un crucifijo sujeto con una gruesa cadena a sus cuellos. Al decir las oraciones besaban el cristo y lo acercaban a la mujer que ladraba en un tono ronco, como si se tratara de un pastor alemán que mostraba los dientes de manera fiera y luego reía estridentemente como una hiena. Rulfo era el más joven y débil de los dos y al escuchar esos sonidos salidos de la garganta de una mujer, sintió un dolor en el pecho. Jazmín se retorcía, mientras maldecía en acadio y babilónico a ambos padres, luego, apretaba fuerte las manos y las piernas y así lograba suspenderse en el aire, al punto que los hombres pensaban que podía llegar a luxar sus hombros y caderas. Las muñecas y los tobillos sangraban y mostraban la piel desgarrada, mientras la mujer seguía ofendiendo a los sacerdotes, llamándoles maricones en muchas lenguas.

Barragán que era un hombre alto y fuerte, usando toda su fuerza lograba devolver a la mujer a la cama. Jazmín lo miraba con lascivia y una baba espesa le corría por las comisuras de la boca —cógeme desgraciado, fornica con una mujer y no con este curita de mierda— le increpaba Jazmín en español. Barragán volvía a orar y le ponía la cruz sobre la frente. Las venas del cuello y la frente de Jazmín lucían apunto de reventar mientras la mujer vociferaba con una voz que no podía ser la suya —vamos Fernando, anima a tu compañero, dile que me coja como se debe. Rulfo sentía el palpitar de su corazón en la boca y le pedía callar en nombre de Jesucristo.

Other books

Notorious by Nicola Cornick
Upon a Mystic Tide by Vicki Hinze
Silver Wings by Grace Livingston Hill
Ted & Me by Dan Gutman
Rumours by Freya North
Without a Trace by Lesley Pearse