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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (36 page)

BOOK: El arqueólogo
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En aquel punto del recorrido, les salió a recibir el hermano Cirilo.

—Dios los guarde, sean bienvenidos —dijo el fraile abriendo los brazos en señal de bienvenida—. Y tú, sé bien retornado a tu casa —añadió volviéndose hacia Saleh.

—Abuna Cirilo, ¡gracias, muchas gracias! —Y el beduino asintió haciendo un gesto con la cabeza—. He vuelto, tal como le prometí, con la persona adecuada. Le pedí que me guardase el fardo hasta que pudiera encontrar a alguien a quien poder confiárselo y ya lo he hecho… —Hizo una pausa mirando al monje de Montserrat—. Él es el escogido.

—De acuerdo, Saleh, ya sabes que apreciamos tu gesto.

—Por eso he venido con abuna Ubach, porque creo que a él le interesará no sólo ver las túnicas, sino que estoy seguro de que les sabrá dar otro uso mucho más digno que el que les habrían dado aquellos que vinieron al café de mi tío.

—Abuna Ubach —comenzó a hablar el padre Cirilo—, Saleh nos ha hablado de usted, de su monasterio y de su voluntad de reunir conocimientos y objetos para explicar y ayudar a entender mejor las Sagradas Escrituras. Es una tarea que le honra y nos enorgullece enormemente poder contribuir. Ha de saber que después de que Saleh nos devolviera las túnicas que su tío había robado para…, bueno, para cosas que ahora no vienen al caso —dijo el padre Cirilo con un gesto que rizó el aire con la mano—, es evidente que el sobrino no ha salido en nada a su tío, por suerte. Bien, lo que quería decirle es que con mucho gusto le entregaremos las túnicas. ¡Qué Dios nos libre de comerciar con unas telas tan sagradas! —exclamó el padre Cirilo—. Pero le querríamos pedir a cambio un donativo para ayudar a esta comunidad de hermanos tan… —y volvió a abrir los brazos para abrazar y así incluir todo el interior de la iglesia; quería dar a entender al padre Ubach que Abu Serga también estaba necesitada de liquidez—, tan olvidada y dejada de la mano de Dios.

—Cuente con ello, abuna Cirilo —le respondió Ubach—. Mucho me temo, sin embargo, que no será una aportación muy importante, pero aparte de estas libras sí que le puedo prometer que las túnicas tendrán el lugar que se merecen.

—Está bien, está bien —concedió el padre Cirilo—. Bajemos a la cripta. —Y el copto indicó en dirección a un rincón del templo que estaba en cierto modo custodiado por unas vallas de madera.

Cuando estuvieron cerca, vieron que la disposición de aquellas maderas respondía a un objetivo: cercaban un agujero del que subían o bajaban, depende de cómo se mirase, unos escalones de piedra que los llevarían bajo tierra: los esperaban las entrañas de Abu Serga.

La cripta contenía los restos de la iglesia original donde la tradición decía que la Sagrada Familia había vivido, pero ahora en aquel espacio reducido a más de diez metros de profundidad y de tres metros y medio de anchura se ocultaba otra parte de la historia muy poco conocida.

Ubach temblaba de emoción mientras bajaba detrás del padre Cirilo hacia aquella construcción subterránea.

—Cuando el nivel del agua del río sube, la cripta se nos inunda —explicaba el copto mientras señalaba una marca en la pared que servía para dejar constancia de la altura hasta donde habían llegado las aguas del Nilo en la última crecida—. Hoy, sin embargo, no es el caso. De hecho, por eso la cripta es el lugar ideal para tener guardados tesoros como éstos —aseguró el padre Cirilo.

—¿Seguro que no hay peligro de que la humedad los estropee? —preguntó Ubach.

—Desde luego que no, ¡lo tenemos bien protegido!

Una vez llegados al centro de la capillita soterrada, Ubach se fijó en las paredes. Gracias a la luz que el padre Cirilo paseaba por aquel espacio diminuto, repasó con una ojeada rápida las cuatro paredes, donde vio unas pequeñas concavidades excavadas en el muro: albergaban unos pequeños nichos.

—Hasta el siglo pasado, la cripta había sido el lugar que servía como sepultura a los habitantes más distinguidos del santuario —explicó Cirilo.

Ubach ardía de impaciencia por saber dónde guardaba el fardo con las túnicas que le había confiado Saleh. Continuaba pensando que aquél era un lugar muy poco adecuado para conservar en buen estado un material tan valioso. Después de apartar unos candiles y de arrinconar unas jarras, el padre Cirilo alargó el brazo y la mano desapareció dentro de uno de los nichos. Mientras miraba hacia otro sitio, con las cejas y la frente arrugadas, en señal de preocupación, Cirilo palpaba las paredes húmedas con cautela. Las puntas de los dedos avanzaron hasta el fondo de la cavidad, donde accionó una pieza metálica con que fue capaz de hacer girar un bloque de piedra que se movió ligeramente. A continuación, el padre Cirilo dio un golpe de gracia al bloque, que acabó de separarse.

—¡Ya está! —dijo casi susurrando y esbozando una sonrisa en la cara, a la que las sombras que proyectaba la llama de la luz todavía le daban más misterio.

Dejó la luz en el rellano del nicho de al lado y, con las dos manos libres, de detrás de la piedra el hermano Cirilo sacó el fardo. Sin que le temblara en ningún momento el pulso, lo entregó al monje. El padre Ubach, que seguía aquellos movimientos con los ojos bien abiertos, notaba cómo la excitación le recorría el espinazo.

En el momento de recibir el paquete de manos de fray Cirilo, Ubach sintió una sacudida, una sensación que no sabía explicar, pero que ya había experimentado en alguna otra ocasión. El monje se retiró de la pared y se situó cerca de la luz.

—¿Lo puedo desplegar? —preguntó Ubach al hermano Cirilo.

—Adelante, hermano. Saleh le confía el contenido, por tanto es suyo —le dijo el monje copto animándolo a abrir el paquete para poder disfrutar de unas piezas únicas.

No hubo que repetírselo dos veces. Mientras Ubach desataba los cordones que ataban con cuatro vueltas el paquete, Saleh tuvo un extraña sensación. Revivía la escena de aquel día funesto en que su tío murió mientras mostraba aquellas túnicas. Pero no era tanto por eso como por las maneras, el trato que tenía Ubach hacia aquellas telas. Procedía con un mezcla de delicadeza, sensibilidad, reverencia, solemnidad, veneración.

Casi una experiencia mística. A Saleh le vinieron a la cabeza las imágenes de aquel hombre que había sacado las túnicas del fardo y las había examinado con devoción, tal como lo hacía Ubach. Ahora, el monje de Montserrat levantaba la de color azul. Una tela vieja de lino trabajada con ornamentos de motivos florales dorados cuyo brillo original había apagado el paso del tiempo. La fascinación al acariciar las otras dos túnicas fue muy reveladora. La de color rojo con las cenefas bordadas en las mangas y un tafetán de color dorado que ribeteaba el cuello y la otra, la más pequeña de talla, la que era de niño, de un color terroso y decorada de manera muy sencilla con dos franjas, paralelas a las mangas, que presentaban una secuencia de lazos enroscados.

—Son… son excepcionales —decía Ubach con voz temblorosa, rota por la emoción—. Son las túnicas que llevaron José, María y su hijo Jesús —certificaba el religioso, que solamente en una ocasión, mientras estudiaba en la Escuela de Jerusalén, había oído hablar de la posibilidad de que aquellas túnicas existiesen. Ahora lo sabía con seguridad y las tenía en las manos. Y lo más extraordinario, se las podía llevar a Montserrat.

Cuando salió de la cripta y volvieron a la superficie, en la nave central de la iglesia de Abu Serga, con el fardo bajo el brazo, Ubach se despidió efusivamente del padre Cirilo.

Dejaban atrás la iglesia y el barrio copto y a Ubach le bailaban en la cabeza unas preguntas, unas dudas que quiso que Saleh le aclarase:

—Saleh, lo que no entiendo de todo esto es ¿cómo fueron a parar a manos de tu tío estas túnicas? ¿Cómo es que sabía que existían?, ¿y por qué iba a querer venderlas?

—El tío Abdul había nacido en una de las casas que hay en el barrio detrás de Abu Serga. No sólo iba a menudo a la iglesia, sino que, de pequeño, junto a otros niños, jugaban y se escondían por la iglesia; se la conocían palmo a palmo. Aparte de que, a menudo, ya de mayor, ayudaba en la iglesia en celebraciones, rituales y misas. Abuna Cirilo concluyó que, de un modo u otro, el tío Abdul se debió de enterar de la existencia del fardo con las túnicas y algún día que tenía que venir para asistir a alguna celebración se lo debía de haber organizado para bajar a la cripta sin que nadie lo viera y se las llevó para venderlas. Sabía que eran unas túnicas valiosas y que las podía vender a muy buen precio, un dinero que habrían solucionado alguno de los problemas económicos que el tío tenía en el café —reconoció con la boca pequeña Saleh.

Ubach no le hizo ningún comentario porque veía claramente que la actitud de Saleh era justamente otra; el beduino trataba de reparar la fechoría de su tío. Por eso, Ubach se interesó por otra cuestión.

—¿Y quién debía de estar interesado en comprárselas a tu tío? —se preguntaba en voz alta Ubach al mismo tiempo que Saleh torcía los labios y se encogía de hombros en señal de desconocimiento. El monje no se lo podía ni imaginar pero estaba más cerca que nunca de saberlo—. Por cierto, Saleh… —le dijo Ubach—, ahora que lo pienso, ¿por qué no me acompañas?

—Con mucho gusto, abuna. ¿Dónde?

—Hasta un pequeño monasterio de unos hermanos benedictinos que tienen unas ilustraciones bíblicas para mí.

—¡Vamos!

—Según la dirección que se indicaba en la carta que recibí, no debe de estar muy lejos de aquí. Creo que podríamos matar dos pájaros de un tiro.

El padre Ubach y Saleh enfilaron el camino que llevaba fuera del barrio copto y los adentraba en un barrio a los pies de la colina donde se levantaba imponente la Gran Mezquita Blanca rodeada de la ciudadela amurallada de Saladino. Cuando llegaron a la dirección, les extrañó ver que aquello que tenía que ser el monasterio estaba medio derruido. No había señales de vida, excepto un perro desmedrado y hambriento que olfateaba entre las piedras y que, al sentir la prisa de los pasos de los dos hombres que se le acercaban, huyó con la cola entre las piernas, temiendo quién sabe qué.

—¿Está seguro, abuna, de que es aquí donde tenía que pasar a recoger esos objetos? —preguntó extrañado Saleh.

No quiso decirlo en voz alta, pero aquel lugar le dio mala espina.

—He preguntado a los padres jesuitas y me han mandado aquí —respondió Ubach mientras con la mirada examinaba la estructura despanzurrada del monasterio—. Pero dudo mucho de que no supieran que ya no queda casi nada del antiguo monasterio, y que es evidente que ya ha llovido mucho desde que aquí —dijo el padre Ubach señalando lo que había sido aquella institución— había actividad.

Dio cuatro zancadas y, saltando una montañita de piedras apiladas, accedió a lo que había sido el monasterio.

—¡Tenga cuidado, abuna, no vaya a hacerse daño! —le avisó Saleh, que ya casi lo perdía de vista.

—No te preocupes, Saleh… Sólo quiero dar una vuelta por estas ruinas… —le dijo el monje mientras se adentraba en aquel laberinto de piedras y maleza.

Con una mano sostenía el fardo con las túnicas, de las que no se quería desprender por nada del mundo, mientras que con la otra iba subiéndose el hábito para que los matorrales no se lo rasgaran. No obstante, provocaba que, en cambio, las espinas le arañaran las piernas. Dio unos saltitos más para evitar arbustos mayoritariamente espinosos, como zarzas, espinos y ortigas y, trepando a lo alto de un pedrusco que se había desprendido del campanario y yacía en mitad del patio, Ubach paseó la mirada, triste y melancólica, por todos aquellos rincones por donde corrían lagartijas y alguna rata, sin poder ni querer imaginarse qué le había pasado al monasterio y a su comunidad para llegar a aquel deplorable estado de dejadez. El viento agitó un poco los faldones de su hábito, levantó otro poco de polvo y durante un rato hizo bailar caprichosas danzas en un rincón a unas hojas de papel. Había tres hojas. Movido por la curiosidad, el padre Ubach se acercó para coger una. Le llamaban la atención, quería saber qué eran aquellos papeles que revoloteaban sin rumbo. Uno trepó arrastrado por una espiral repentina que hizo el aire, hacia arriba; otro planeó hacia un lado inaccesible por el estado ruinoso del edificio, y el tercero acabó acariciando casi la punta de las sandalias del monje.

Cuando se agachó para cogerlo, notó que una sombra tapaba el sol. Volvió la cabeza para ver qué era lo que atenuaba la luz del sol y lo único que notó fue un fuerte golpe en la cabeza que, primero, le hizo perder el equilibrio y, después, la conciencia. Ubach cayó al suelo y el fardo con las túnicas también.

Volver a nacer

Podríamos haberlo dejado fuera con el peligro de que le mordiera una rata o de que le picara un escorpión».

Aquella voz amenazante fue lo primero que oyó el padre Ubach cuando abrió los ojos y recuperó la consciencia. La voz había resonado dentro de un espacio cavernoso. A pesar de tener la cabeza aturdida y agitada, era consciente de que estaba echado encima de una gran losa de piedra porque sentía el frío de la roca bajo las palmas de las manos, que tenía atadas. Aquello no le permitía explorar la parte posterior de la cabeza donde había recibido el impacto de un objeto contundente que lo había dejado sin sentido. A pesar de ello, el monje notaba un dolor intenso en la base del cráneo, allí donde comienza la nuca, donde se unen el espinazo y la cabeza.

Ubach también se iba dando cuenta de que se encontraba en un espacio sin mucha luz. Sólo llegaba a percibir por el rabillo del ojo una película de claridad muy tenue, justo detrás de él, y era penetrante el excesivo olor a humedad que producía aquel lugar. ¿Dónde estaba? ¿Debajo del monasterio derribado? Y, sobre todo, ¿quién era el dueño de aquella voz? Las preguntas que le martilleaban insistentemente la cabeza quedaron interrumpidas por el sonido de unos pasos que se le acercaban. Hizo el gesto, doloroso, de estirar ligeramente el cuello para mover la cabeza en la dirección en que oía el roce de las suelas de unos zapatos que se acercaban.

—Lo siento, abuna, no era mi intención hacerle mal, pero era la única manera de traerle aquí —le dijo el dueño de la voz susurrante, a quien ahora también podía poner cara.

De color verde oliva, estrecha y alargada; el bigotito pulcramente recortado bajo la nariz pasaba casi desapercibido por culpa de unas grandes napias en forma de candil en medio del rostro que hacían que cualquiera le clavara la mirada en ellas.

Tenía dos hoyuelos en cada mejilla que en otra cara hubieran sido encantadores, pero en aquella provocaban justo la sensación contraria. Al sentirse observado por el padre Ubach, le dirigió una sonrisa maliciosa que, lejos de tranquilizarlo, todavía lo inquietó más. Dejó ver unos dientes blancos y ordenados al mismo tiempo que los ojitos azules se hundían en los pliegues de las mejillas después de hacer aquel simple movimiento de los labios. Llevaba los cabellos cortos, ligeramente rizados, pero pegados al cráneo. Vestía una túnica azul que le llegaba hasta los pies. Era una mezcla realmente extraña, pero la imagen que le vino a la cabeza al padre Ubach era la de los antiguos sacerdotes, aquella que se había formado después de leer y estudiar los textos bíblicos.

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