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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (16 page)

BOOK: El arqueólogo
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—Da igual, hermano Theoktistos, no siga, por favor. Ya nos hacemos una idea, ¿verdad, padre Vandervorst? —lo interrumpió Ubach.

—Desde luego, una idea muy clara —se apresuró a responder el belga.

—Es una costumbre… —Y Ubach hizo una pausa para buscar una palabra respetuosa. Habría dicho «macabra», pero corría el peligro de ofender al griego. Se le ocurría calificarla de «siniestra», pero le parecía una palabra demasiado grave. Finalmente, Theoktistos le dedicó una sonrisa cómplice.

—Acompáñenme. —Y les indicó un pequeño pasillo que conducía a otra sala.

Era tan fría como la otra y no tan lúgubre. Las baldas de la pared estaban llenas de unas cajas pequeñas. Antes de que sus invitados pudiesen elucubrar qué contenían, el griego los sacó de dudas.

—Los restos venerables de los obispos están guardados dentro de estos cofres de madera, con una estola morada sobre los huesos. Y como pueden ver, hay bastantes.

La palidez del rostro de Vandervorst no había desaparecido, pero el brillo volvió a los ojos de Ubach, y todavía más cuando se dio cuenta de que uno de los cofres era diferente a los demás. Y con su ánimo de indagar y averiguar todo lo que le proporcionase datos para contrastar las Sagradas Escrituras, preguntó:

—Y en ese cofre… —dijo señalando aquella caja con acabados y adornos diferentes. No eran los típicos motivos arabescos o griegos que llevaban estampados el resto de cofres—. ¿Quién descansa? —quiso saber Ubach.

—Puede comprobarlo usted mismo. ¿Quiere abrirlo? —lo invitó Theoktistos.

—Estaré encantado de hacerlo. —No tuvo que decírselo dos veces. Ubach se acercó al cofre. Levantó el pequeño cerrojo y miró en el interior. Vio los huesos de dos esqueletos desordenados y mezclados con un candado corto y grueso—. ¿Qué significa eso? ¿Qué representa esa cadena? —preguntó Ubach.

—Estos huesos tienen una historia que merece la pena conocer. Son los huesos de dos príncipes de la India, unos antiguos solitarios de la montaña, que habitaban en sendas cuevas, cerca de la capilla de San Pantaleón. Para mortificarse, se ataron los dos a cada uno de los extremos de esta cadena, y tanto uno como el otro estiraban de ella de vez en cuando, para no dejarse vencer por el sueño durante el tiempo de oración. Cuando les llegó la muerte, los enterraron juntos y los exhumaron juntos, para que sus huesos reposasen unidos durante toda la eternidad.

—Tengo una curiosidad que quizá le parezca morbosa —observó Ubach.

—¿Qué quiere saber?

—¿Murieron el mismo día? Quiero decir, ¿murieron los dos a la vez?

—No, pero transcurrieron muy pocos días entre la muerte de uno y otro: se necesitaban para vivir, no concebían su vida el uno sin el otro. Es una bonita historia de amor fraternal.

—Ciertamente —respondió Ubach—, pero ¿no habría sido un amor más puro si hubiesen sido libres, sin ninguna atadura ni candado, sólo con la confianza mutua?

—Visto así, tiene razón —concedió Theoktistos.

—Es que, precisamente, este caso de los dos príncipes me recuerda a una vieja leyenda, de una pareja, india igual que ellos, que leí durante mis estudios en la Escuela de Jerusalén.

—Me gustaría escucharla —pidió el griego.

—Con mucho gusto —respondió Ubach—. Resulta que una pareja se presentó cogida de la mano en casa de un brujo, que era también el hombre más sabio del pueblo. Él era uno de los jóvenes más valientes y osados de la región; ella, una de las muchachas más bellas y simpáticas del lugar. Cuando los vio, les preguntó qué querían y la pareja le dijo que se amaban mucho, que se querían casar, pero como se amaban tanto tenían miedo de que algo los separase. Así que pidieron al brujo algún conjuro, algún hechizo que garantizase que podrían estar juntos hasta que la muerte los llevase ante el Creador. Ante aquella gran declaración de amor de los dos jóvenes, el brujo les dijo que sí, que había una opción, pero que era muy difícil, exigía mucho sacrificio y entrañaba un gran peligro. Les daba igual, se amaban tanto que estaban dispuestos a hacer lo que hiciese falta. El hombre sabio ordenó a la chica que subiera a la montaña más alta y que allí, sólo con la ayuda de sus manos y de una red, atrapara al halcón más espléndido y fuerte que encontrase. Después, debía llevarlo a casa del brujo tres días después de que hubiera luna llena. La chica aceptó. Y al chico le encomendó la misión de subir a una de las cumbres más nevadas que había al norte del pueblo y le pidió que le llevase el ejemplar más hermoso y esbelto de águila que encontrase. Para conseguirlo, sólo podría contar con sus manos y una red, igual que la chica. Llegó el día de llevar ante el brujo las dos aves que les había pedido que atraparan, sin herirlas. Tanto la chica como el chico esperaban con su ejemplar en las manos que aquel hombre tan sabio les proporcionase un conjuro para que su amor perdurase. El brujo comprobó el buen estado del águila y después del halcón y los felicitó porque daba gusto verlos, estaban espléndidos y lozanos, igual que la pareja. El sabio les preguntó si volaban bastante alto y si les había costado mucho atraparlos. Tanto el chico como la chica reconocieron que sí, pero que por amor se hacía todo lo necesario. Estaban impacientes y anhelantes por saber qué debían hacer y el chico preguntó al brujo si era necesario sacrificarlos y beberse la sangre, o cocinarlos y comerse la carne. El viejo sonrió y les dijo que no hacía falta. En cambio, les ordenó que cogieran las aves y las atasen juntas por las patas con una cinta de cuero, y que, una vez estuviesen bien atadas, las dejasen volar. La pareja obedeció al brujo, y cuando las soltaron, no podían volar. Sólo podían arrastrarse por el suelo, daban saltitos y pasos vacilantes de aquí para allá, sin rumbo fijo, y cuando el águila se levantaba, el halcón caía. Al cabo de unos momentos, como no podían hacer nada más, empezaron a pelearse a picotazos.

La pareja observaba atónita la reacción de ambas aves. Para evitar que se agrediesen hasta hacerse daño, el brujo les cortó la cinta de cuero para que pudiesen volar. Mientras las aves se difuminaban en el horizonte, el hombre sabio les dijo que aquél era el conjuro que buscaban. Les dijo que ellos eran el águila y el halcón, que si se ataban, aunque fuese por amor, tendrían que vivir arrastrándose y que, más tarde o más temprano, acabarían haciéndose daño. Antes de bendecir a la pareja y dejarlos ir, los despidió con una recomendación: «Si queréis que vuestro amor perdure para siempre, volad juntos, pero no atados».

El sacrificio

—¿A qué se debe ese enjambre de beduinos? —preguntó Ubach sorprendido al ver a las cinco de la mañana una gran marea humana que subía al Paso de los Vientos en dirección a la Montaña Sagrada.

—¿No lo sabe, abuna? —le preguntó extrañado Saleh—. Hoy es el plenilunio de Tammuz, su mes de julio —precisó su camellero—. Hoy es el día más importante del año, la gran fiesta de los beduinos de la península del Sinaí en honor del profeta Aarón. Esta tarde se realizará el gran sacrificio.

—¿El sacrificio de la camella?

—Eso mismo —concedió Saleh.

—¿Y podremos participar? ¿O, como mínimo, asistir y tomar fotografías? —preguntó Ubach, emocionado sólo de pensarlo.

—Sí, supongo que sí. No veo nada que lo impida. Es una fiesta y todo el mundo está invitado.

Ubach era consciente de la inmensa suerte que había tenido. Podría ser testigo de un sacrificio cuyo ritual no había cambiado ni un ápice con el paso del tiempo. Quería ver con sus ojos e inmortalizar con su Kodak cómo los beduinos sacrificaban una camella en honor del hermano de Moisés, Aarón. Una ceremonia que se realizaba al aire libre, cerca de la capilla que habían erigido a Aarón en la montaña, no demasiado lejos del monasterio de Santa Catalina. Estaba seguro de que asistiría a los mismos rituales que sus antepasados bíblicos. Aquellos ritos se mantenían fieles a la tradición, habían pasado de padres a hijos, de generación en generación.

A la hora acordada, las dos de la tarde, Bonaventura Ubach, acompañado de Saleh, se dirigió hacia la explanada que hay delante de Santa Catalina. Allí pudo ser testigo de excepción de una festividad antiquísima. Vestidos con los thawbs de algodón blanco, los beduinos esperaban.

—¿Qué hace toda esta gente tan bien ataviada con esas túnicas? ¿Qué o a quién esperan?

—Esperan que se les reparta el pan del convento. Se lo bajan dentro de unas cestas de esparto o de palma. Y una vez repartida esa ofrenda, volverán en procesión al campamento que han levantado esta mañana en un vertiente resguardada de la Montaña del Viento, en la montaña de Aarón. ¿Recuerda que los hemos visto pasar?

El monje asintió con la cabeza.

Mientras tanto, Ubach se fijó en una pareja de beduinos que tiraban de un camello que se había separado del grupo.

—¿Y aquellos que llevan ese camello? ¿Por qué se marchan en sentido contrario?

—No es un camello —puntualizó Saleh—. Esos hombres, abuna, tienen el placer y el privilegio de llevar la camella que se va a sacrificar. —Ubach levantó las cejas en señal de admiración—. Mire… —Saleh empezó a ilustrar a Ubach siguiéndolos con el dedo desde lejos—. ¿Ve que van vestidos con una túnica gris y que, encima de la túnica, llevan unos mantos de seda o chaquetas de algodón, kibrs, atados con cinturones de cuero? Así deben vestirse los beduinos elegidos para esa tarea.

—¿Y dónde se la llevan? Todavía falta mucho para el sacrificio, ¿no?

—Sí, abuna, no se puede hacer el sacrificio antes de que se ponga el sol. Una vez elegida la camella, se la lleva a dar una vuelta alrededor del monasterio para que reciba los efluvios sagrados que emanan de este lugar santo.

Bonaventura no sabía adónde mirar; no quería perderse ni un detalle de todo lo que ocurría a su alrededor. De repente, unos gritos reclamaron su atención por otro lado, y se giró hacia otro rincón de aquella soleada explanada. Oyó gritos y sonoras ovaciones que iban dirigidas a los corredores más valientes y atrevidos, que mientras esperaban el gran momento, hacían carreras de camellos en un lado de la explanada. Otros se retiraban a sus tiendas a hablar y a beber café para matar el tiempo.

Antes de que los últimos rayos de sol manchasen de bronce aquellas montañas sagradas, la multitud empezó a arremolinarse alrededor del santuario de Aarón. Ubach no podía dejar de mirar a la camella. Su cabeza sobresalía entre la muchedumbre y basculaba en un movimiento oscilatorio de su cuello. Se daba cuenta de que algo ocurría a su alrededor. Difícilmente podía imaginarse qué le esperaba. Los susurros y rumores que hasta entonces habían rodeado la escena se cortaron en seco cuando la voz de uno de los beduinos empezó la sencilla y, al mismo tiempo, solemne y austera ceremonia. Se trataba de una letanía con un ritmo ancestral pero en la que, curiosamente, no había ni cánticos ni música. Ubach tenía la piel de gallina; todo aquello que veía le imponía y debía contener la respiración.

Otro beduino se encargó de tumbar a la camella sobre el suelo, y un tercero se acercó al animal con una daga. Con una maña y una habilidad innatas le hizo un corte preciso y rápido en el cuello que la desangró, la degolló, y el mugido de súplica de la camella casi ni se percibió. Como si estuviese resignada y aceptase que ella, la ofrenda, debía correr el mismo destino que, a lo largo de tiempos inmemoriales, habían tenido centenares y miles de camellas.

Aquélla era la costumbre de los beduinos y lo que siempre habían hecho, después de la plegaria en la que se pedía a Dios que aceptase el sacrificio de quienes se lo ofrecían para dar gracias a la divinidad por haberlos llevado sanos y salvos hasta aquel lugar, a ellos y a las generaciones que los habían precedido.

—¿Qué le ha parecido, abuna? —le preguntó Saleh.

—Ahora mismo me resulta difícil hallar las palabras adecuadas, pero por un momento he tenido la impresión de vivir una escena bíblica —contestó entusiasmado Ubach.

Una vez sacrificada la camella, empezó la desolladura y el despiece. Las mujeres habían encendido fuegos y preparaban grandes peroles para asar la carne, y, una vez asada, se servían los trozos en unas grandes bandejas y se repartían por las tiendas. Una chica cargada con una fuente llena de aquellas viandas se detuvo delante de Saleh y Ubach y les ofreció. Cogieron dos trozos y Ubach les hincó el diente mientras una algazara, una gran alegría, se iba contagiando por todos los rincones de aquel campamento. Después de la comida, llegaron los cantos y las danzas, que parecían una especie de baile hipnótico que se alargó hasta el amanecer. En medio de aquel ambiente, Saleh aprovechó para sincerarse con el padre Ubach y explicarle qué había pasado con Mahmud.

Desengaño

Antes de la excursión a la cima de la montaña, el archimandrita Macarios quiso enseñarles la basílica del monasterio y la biblioteca.

Las expectativas de ambas visitas eran altas, demasiado incluso, pero las sorpresas tardarían más en llegar.

—«¡He aquí la puerta del Señor, sólo los justos entrarán!». —El archimandrita pronunció estas palabras señalando que estaban esculpidas en una vieja inscripción que podían leer en el umbral de la puerta de la iglesia, si simplemente levantaban la cabeza.

De repente, Ubach se sintió transportado a los primeros siglos de las edades cristianas.

—Estas palabras eran típicas en las entradas de las iglesias que en aquellos tiempos se edificaban en Palestina —apuntó el monje.

—Así es —corroboró el griego, que volvía a señalarles otra inscripción, también en griego antiguo, grabada en la piedra, encima de la puerta de entrada. Una leyenda que recordaba el motivo principal de la construcción—. «Y, en este sitio, el Señor le dijo a Moisés: "Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob; Yo soy el que soy"».

Aquella bienvenida y una decoración y distribución de la basílica diferentes de las que estaba acostumbrado a ver le produjeron sensaciones extrañas. Al ver tantas lámparas, tantas lucernas de vidrio, cuadros de todo tipo, huevos de avestruz, mezclados con colores vivos y chillones, Ubach pensó en las iglesias griegas y rusas que había visto en Jerusalén.

—¿Qué hacen estos huevos de avestruz aquí? —preguntó Vandervorst a Ubach.

—Los huevos de avestruz eran el exvoto que usaban los fenicios. Siempre han sido un símbolo de vida y de esperanza.

—Los cristianos de la Iglesia primitiva asimilaron este simbolismo. En las catacumbas se han descubierto huevos de mármol e, incluso, cáscaras de huevos naturales, porque constituyen un símbolo de regeneración y de resurrección del cuerpo. ¡De aquí vienen nuestros huevos de Pascua! —dijo el monje al belga.

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