El amor en los tiempos del cólera (8 page)

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Authors: Grabriel García Márquez

BOOK: El amor en los tiempos del cólera
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Sólo dos actos suyos no parecían acordes con esta imagen. El primero fue la mudanza a una casa nueva en un barrio de ricos recientes, a cambio del antiguo palacio del Marqués de Casalduero, que había sido la mansión familiar durante más de un siglo. El otro fue el matrimonio con una belleza de pueblo, sin nombre ni fortuna, de la cual se burlaban en secreto las señoras de apellidos largos hasta que se convencieron a la fuerza de que les daba siete vueltas a todas por su distinción y su carácter. El doctor Urbino tuvo siempre muy en cuenta esos y muchos otros tropiezos de su imagen pública, y nadie era tan consciente como él mismo de ser el último protagonista de un apellido en extinción. Sus hijos eran dos cabos de raza sin ningun brillo. Marco Aurelio, el varón, médico como él y como todos los primogénitos de cada generación, no había hecho nada notable, ni siquiera un hijo, pasados los cincuenta años. Ofelia, la única hija, casada con un buen empleado de banco de Nueva Orleans, había llegado al climaterio con tres hijas y ningún varón. Sin embargo, a pesar de que le dolía la interrupción de su sangre en el manantial de la historia, lo que más le preocupaba de la muerte al doctor Urbino era la vida solitaria de Fermina Daza sin él.

En todo caso, la tragedia fue una conmoción no sólo entre su gente, sino que afectó por contagio al pueblo raso, que se asomó a las calles con la ilusión de conocer aunque fuera el resplandor de la leyenda. Se proclamaron tres días de duelo, se puso la bandera a media asta en los establecimientos públicos, y las campanas de todas las iglesias doblaron sin pausas hasta que fue sellada la cripta en el mausoleo familiar. Un grupo de la Escuela de Bellas Artes hizo una mascarilla del cadáver que sirviera de molde para un busto de tamaño natural, pero se desistió del proyecto porque a nadie le pareció digna la fidelidad con que quedó plasmado el pavor del último instante. Un artista de renombre que estaba aquí por casualidad de paso para Europa, pintó un lienzo gigantesco de un realismo patético, en el que se veía al doctor Urbino subido en la escalera y en el instante mortal en que extendió la mano para atrapar al loro. Lo único que contrariaba la cruda verdad de su historia era que no llevaba en el cuadro la camisa sin cuello y los tirantes de rayas verdes, sino el sombrero hongo y la levita de paño negro de un grabado de prensa de los años del cólera. Este cuadro se exhibió pocos meses después de la tragedia, para que nadie se quedara sin verlo, en la vasta galería de El Alambre de Oro, una tienda de artículos importados por donde desfilaba la ciudad entera. Luego estuvo en las paredes de cuantas instituciones públicas y privadas se creyeron en el deber de rendir tributo a la memoria del patricio insigne, y por último fue colgado con un segundo funeral en la Escuela de Bellas Artes, de donde lo sacaron muchos años después los propios estudiantes de pintura para quemarlo en la Plaza de la Universidad como símbolo de una estética y unos tiempos aborrecidos.

Desde su primer instante de viuda se vio que Fermina Daza no estaba tan desvalida como lo había temido el esposo. Fue inflexible en la determinación de no permitir que se utilizara el cadáver en beneficio de ninguna causa, y lo fue inclusive con el telegrama de honores del Presidente de la República, que ordenaba exponerlo en cámara ardiente en la sala de actos de la gobernación provincial. Con la misma serenidad se opuso a que fuera velado en la catedral, como se lo pidió el arzobispo en persona, y sólo admitió que estuviera allí durante la misa de cuerpo presente de los oficios fúnebres. Aun ante la mediación de su hijo, aturdido por tantas solicitudes diversas, Fermina Daza se mantuvo firme en su noción rural de que los muertos no pertenecen a nadie más que a la familia, y que sería velado en casa con café cerrero y almojábanas, y con la libertad de cada quien para llorarlo como quisiera. No habría el velorio tradicional de nueve noches: las puertas se cerraron después del entierro y no volvieron a abrirse sino para visitas íntimas.

La casa quedó bajo el régimen de la muerte. Todo objeto de valor se había puesto a buen recaudo, y en las paredes desnudas no quedaban sino las huellas de los cuadros descolgados. Las sillas propias y las prestadas por los vecinos estaban puestas contra las paredes desde la sala hasta los dormitorios, y los espacios vacíos parecían inmensos y las voces tenían una resonancia espectral, porque los muebles grandes habían sido apartados, salvo el piano de concierto que yacía en su rincón bajo una sábana blanca. En el centro de la biblioteca, sobre el escritorio de su padre, estaba tendido sin ataúd el que fuera Juvenal Urbino de la Calle, con el último espanto petrificado en el rostro, y con la capa negra y la espada de guerra de los caballeros del Santo Sepulcro. A su lado, de luto íntegro, trémula pero muy dueña de sí, Fermina Daza recibió las condolencias sin dramatismo, sin moverse apenas, hasta las once de la mañana del día siguiente, cuando despidió al esposo desde el pórtico diciéndole adiós con un pañuelo.

No le había sido fácil recobrar ese dominio desde que oyó el grito de Digna Pardo en el patio, y encontró al anciano de su vida agonizando en el lodazal. Su primera reacción fue de esperanza porque tenía los ojos abiertos y un brillo de luz radiante que no le había visto nunca en las pupilas. Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado. Pero tuvo que rendirse ante la intransigencia de la muerte. Su dolor se descompuso en una cólera ciega contra el mundo, y aun contra ella misma, y eso le infundió el dominio y el valor para enfrentarse sola a su soledad. Desde entonces no tuvo una tregua, pero se cuidó de cualquier gesto que pareciera un alarde de su dolor. El único momento de un cierto patetismo, por lo demás involuntario, fue a las once de la noche del domingo, cuando llevaron el ataúd episcopal todavía oloroso a sapolín de barco, con manijas de cobre y forros de seda acolchonada. El doctor Urbino Daza ordenó cerrarlo de inmediato, pues la casa estaba enrarecida por el vapor de tantas flores en el calor insoportable, y él creía haber percibido las primeras sombras moradas en el cuello de su padre. Una voz distraída se oyó en el silencio: “A esa edad ya uno está medio podrido en vida”. Antes que cerraran el ataúd, Fermina Daza se quitó el anillo matrimonial y se lo puso al marido muerto, y luego le cubrió la mano con la suya, como siempre lo hizo cuando lo sorprendía divagando en público.

—Nos veremos muy pronto —le dijo.

Florentino Ariza, invisible entre la muchedumbre de notables, sintió una lanza en el costado. Fermina Daza no lo había distinguido en el tumulto de los primeros pésames, aunque nadie iba a estar más presente ni había de ser más útil que él en las urgencias de aquella noche. Fue él quien puso orden en las cocinas desbordadas para que no faltara el café. Consiguió sillas suplementarias cuando no fueron suficientes las de los vecinos, y ordenó poner en el patio las coronas sobrantes cuando ya no cabía una más en la casa. Se ocupó de que no faltara el brandy para los invitados del doctor Lácides Olivella, que habían conocido la mala noticia en el apogeo de las bodas de plata, y se vinieron en es~ tampida a continuar la parranda sentados en círculo bajo el palo de mango. Fue el único que supo reaccionar a tiempo cuando el loro fugitivo apareció a media noche en el comedor con la cabeza alzada y las alas extendidas, lo que causó un escalofrío de estupor en la casa, pues parecía una manda de penitencia. Florentino Ariza lo agarró por el cuello sin darle tiempo de gritar alguna de sus consignas insensatas, y lo llevó a la caballeriza en la jaula cubierta. Así hizo todo, con tanta discreción y tal eficacia, que a nadie se le ocurrió pensar que fuera una intromisión en los asuntos ajenos, sino al contrario, una ayuda impagable en la mala hora de la casa.

Era lo que parecía: un anciano servicial y serio. Tenía el cuerpo óseo y derecho, la piel parda y lampiña, los ojos ávidos detrás de los espejuelos redondos con monturas de metal blanco, y un bigote romántico de punteras engomadas, un poco tardío para la época. Tenía los últimos mechones de los aladares peinados hacia arriba y pegados con gomina en el centro del cráneo reluciente como solución final a una calvicie absoluta. Su gentileza natural y sus maneras lánguidas cautivaban de inmediato, pero también se tenían como dos virtudes sospechosas en un soltero empedernido. Había gastado mucho dinero, mucho ingenio y mucha fuerza de voluntad para que no se le notaran los setenta y seis años que había cumplido el último marzo, y estaba convencido en la soledad de su alma de haber amado en silencio mucho más que nadie jamás en este mundo.

La noche de la muerte del doctor Urbino estaba vestido como lo sorprendió la noticia, que era como estaba siempre a pesar de los calores infernales de junio: de paño oscuro con chaleco, un lazo de cinta de seda en el cuello de celuloide, un sombrero de fieltro, y un paraguas de raso negro que además le servía de bastón. Pero cuando empezó a clarear desapareció del velorio por dos horas, y regresó fresco con los primeros soles, bien afeitado y oloroso a lociones de tocador. Se había puesto una levita de paño negro de las que ya no se usaban sino para los entierros y los oficios de Semana Santa, un cuello de pajarita con la cinta de artista en lugar de la corbata, y un sombrero hongo. También llevaba el paraguas, y entonces no sólo por costumbre, pues estaba seguro de que iba a llover antes de las doce, y se lo hizo saber al doctor Urbino Daza por si le era posible anticipar el entierro. Lo intentaron, en efecto, porque Florentino Ariza pertenecía a una familia de navieros y él mismo era presidente de la Compañía Fluvial del Caribe, y esto permitía suponer que entendía de pronósticos atmosféricos. Pero no pudieron concertar a tiempo a las autoridades civiles y militares, las corporaciones públicas y privadas, la banda de guerra y la de Bellas Artes, y las escuelas y congregaciones religiosas que ya estaban de acuerdo para las once, de modo que el entierro previsto como un acontecimiento histórico terminó en desbandada por el aguacero arrasador. Fueron muy pocos los que llegaron chapaleando en el lodo hasta el mausoleo de la familia, protegido por una ceiba colonial cuya fronda continuaba por encima. del muro del cementerio. Bajo esa misma fronda, pero en la parcela exterior destinada a los suicidas, los refugiados del Caribe habían sepultado la tarde anterior a Jeremiah de Saint–Amour, y a su perro junto a él, de acuerdo con su voluntad.

Florentino Ariza fue uno de los pocos que llegaron hasta el final del entierro. Quedó ensopado hasta la ropa interior, y llegó despavorido a su casa por el temor de contraer una pulmonía al cabo de tantos años de cuidados minuciosos y precauciones excesivas. Se hizo preparar una limonada caliente con un chorro de brandy, se la tomó en la cama con dos tabletas de fenaspirina y sudó a mares envuelto en una manta de lana hasta que recobró el buen clima del cuerpo. Cuando volvió al velorio se sentía con el ánimo entero. Fermina Daza había asumido de nuevo el mando de la casa, que estaba barrida y en estado de recibir, y había puesto en el altar de la biblioteca un retrato del esposo muerto pintado al pastel, con una banda de luto en el marco. A las ocho había tanta gente y el calor era tan intenso como la noche anterior, pero después del rosario alguien hizo circular la súplica de retirarse temprano para que la viuda descansara por primera vez desde la tarde del domingo.

Fermina Daza despidió a la mayoría junto al altar, pero acompañó al último grupo de amigos íntimos hasta la puerta de la calle, para cerrarla ella misma, como lo había hecho siempre. Se disponía a hacerlo con el último aliento, cuando vio a Florentino Ariza vestido de luto en el centro de la sala desierta. Se alegró, porque hacía muchos años que lo había borrado de su vida, y era la primera vez que lo veía a conciencia depurado por el olvido. Pero antes de que pudiera agradecerle la visita, él se puso el sombrero en el sitio del corazón, trémulo y digno, y reventó el absceso que había sido el sustento de su vida.

—Fermina —le dijo—: he esperado esta ocasión durante más de medio siglo, para repetirle una vez más el juramento de mi fidelidad eterna y mi amor para siempre.

Fermina Daza se habría creído frente a un loco, si no hubiera tenido motivos para pensar que Florentino Ariza estaba en aquel instante inspirado por la gracia del Espíritu Santo. Su impulso inmediato fue maldecirlo por la profanación de la casa cuando aún estaba caliente en la tumba el cadáver de su esposo. Pero se lo impidió la dignidad de la rabia. “Lárgate —le dijo—. Y no te dejes ver nunca más en los años que te queden de vida.” Volvió a abrir por completo la puerta de la calle que había empezado a cerrar, y concluyó:

—espero sean muy pocos.

Cuando oyó apagarse los pasos en la calle solitaria, cerró la puerta muy despacio, con la tranca y los cerrojos, y se enfrentó sola a su destino. Nunca, hasta este momento, había tenido una conciencia plena del peso y el tamaño del drama que ella misma había provocado cuando apenas tenía dieciocho años, y que había de perseguirla hasta la muerte. Lloró por primera vez desde la tarde del desastre, sin testigos, que era su único modo de llorar. Lloró por la muerte del marido, por su soledad y su rabia, y cuando entró en el dormitorio vacío lloró por ella misma, porque muy pocas veces había dormido sola en esa cama desde que dejó de ser virgen. Todo lo que fue del esposo le atizaba el llanto: las pantuflas de borlas, la piyama debajo de la almohada, el espacio sin él en la luna del tocador, su olor personal en su propia piel. La estremeció un pensamiento vago: “La gente que uno quiere debería morirse con todas sus cosas”. No quiso ayuda de nadie para acostarse, no quiso comer nada antes de dormir. Abrumada por la pesadumbre, le rogó a Dios que le mandara la muerte esta noche durante el sueño, y con esa ilusión se acostó, descalza pero vestida, y se durmió al instante. Durmió sin saberlo, pero sabiendo que continuaba viva en el sueño, que le sobraba la mitad de la cama, y que yacía de costado en la orilla izquierda, como siempre, pero que le hacía falta el contrapeso del otro cuerpo en la otra orilla. Pensando dormida pensó que nunca más podría dormir así, y empezó a sollozar dormida, y durmió sollozando sin cambiar de posición en su orilla, hasta mucho después de que acabaron de cantar los gallos y la despertó el sol indeseable de la mañana sin él. Sólo entonces se dio cuenta de que había dormido mucho sin morir, sollozando en el sueño, y que mientras dormía sollozando pensaba más en Florentino Ariza que en el esposo muerto.

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