El amor en los tiempos del cólera (22 page)

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Authors: Grabriel García Márquez

BOOK: El amor en los tiempos del cólera
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El buque, uno de los tres iguales de la Compañía Fluvial del Caribe, había sido rebautizado en homenaje al fundador: Pío Quinto Loayza. Era una casa flotante de dos pisos de madera sobre un casco de hierro, ancho y plano, con un calado máximo de cinco pies que le permitía sortear mejor los fondos variables del río. Los buques más antiguos habían sido fabricados en Cincinnati a mediados del siglo, con el modelo legendario de los que hacían el tráfico del Ohio y el Mississippi, y tenían a cada lado una rueda de propulsión movida por una caldera de leña. Como éstos, los buques de la Compañía Fluvial del Caribe tenían en la cubierta inferior, casi a ras del agua, las máquinas de vapor y las cocinas, y los grandes corrales de gallinero donde las tripulaciones colgaban las hamacas, entrecruzadas a distintos niveles. Tenían en el piso superior la cabina de mando, los camarotes del capitán y sus oficiales, y una sala de recreo y un comedor, donde los pasajeros notables eran invitados por lo menos una vez a cenar y a jugar barajas. En el piso intermedio tenían seis camarotes de primera clase a ambos lados de un pasadizo que servía de comedor común, y en la proa una sala de estar abierta sobre el río con barandales de madera bordada y pilares de hierro, donde colgaban de noche sus hamacas los pasajeros del montón. Pero a diferencia de los más antiguos, estos buques no tenían las paletas de propulsión a los lados, sino una enorme rueda en la popa con paletas horizontales debajo de los excusados sofocantes de la cubierta de pasajeros. Florentino Ariza no se había tomado la molestia de explorar el buque tan pronto como subió a bordo, un domingo de julio a las siete de la mañana, como lo hacían casi por instinto los que viajaban por primera vez. Sólo tomó conciencia de su nueva realidad al atardecer, navegando frente al caserío de Calamar, cuando fue a orinar en la popa y vio por el hueco del excusado la gigantesca rueda de tablones girando bajo sus pies con un estruendo volcánico de espumas y vapores ardientes.

No había viajado nunca. Llevaba un baúl de hojalata con la ropa del páramo, las novelas ilustradas que compraba en folletines mensuales y que él mismo cosía con tapas de cartón, y los libros de versos de amor que recitaba de memoria y estaban a punto de convertirse en polvo de tanto ser releídos. Había dejado el violín, que se identificaba demasiado con su desgracia, pero su madre lo había obligado a llevar el petate, que era un recado de dormir muy popular y práctico: una almohada, una sábana, una bacinilla de peltre y un toldo de punto para los mosquitos, y todo eso envuelto en una estera amarrada con dos cabuyas para colgar una hamaca en caso de urgencia. Florentino Ariza no quería llevarlo, pues pensaba que sería inútil en un camarote donde había servicio de camas tendidas, pero desde la primera noche tuvo que agradecer una vez más el buen sentido de su madre. En efecto, a última hora subió a bordo un pasajero vestido de etiqueta que había llegado en un barco de Europa aquella madrugada, y estaba acompañado por el gobernador de la provincia en persona. Quería proseguir el viaje de inmediato con su esposa y su hija, y con el criado de librea y los siete baúles con ribetes dorados que cupieron a duras penas por las escaleras. El capitán, un gigante de Curazao, logró conmover el sentido patriótico de los criollos para acomodar a los viajeros imprevistos. A Florentino Ariza le explicó en una tortilla de castellano y papiamento que el hombre de etiqueta era el nuevo ministro plenipotenciario de Inglaterra en viaje hacia la capital de la república, le recordó que aquel reino había aportado recursos decisivos para nuestra independencia del dominio español, y en consecuencia cualquier sacrificio era poco para que una familia de tan alta dignidad se sintiera en nuestra casa mejor que en la propia. Florentino Ariza, por supuesto, renunció al camarote.

Al principio no lo lamentó, pues el caudal del río era abundante en aquella época del año, y el buque navegó sin tropiezos las primeras dos noches. Después de la cena, a las cinco de la tarde, la tripulación repartía entre los pasajeros unos catres plegadizos con fondos de lona, y cada quien abría el suyo donde podía, lo arreglaba con los trapos de su petate y armaba encima el mosquitero de punto. Los que tenían hamacas las colgaban en el salón, y los que no tenían nada dormían sobre las mesas del comedor arropados con los manteles que no cambiaban más de dos veces durante el viaje. Florentino Ariza permanecía en vela la mayor parte de la noche, creyendo oír la voz de Fermina Daza en la brisa fresca del río, pastoreando la soledad con su recuerdo, oyéndola cantar en la respiración del buque que avanzaba con pasos de animal grande en las tinieblas, hasta que aparecían las primeras franjas rosadas en el horizonte y el nuevo día reventaba de pronto sobre pastizales desiertos y ciénagas de brumas. El viaje le parecía entonces una prueba más de la sabiduría de su madre, y se sintió con ánimos para sobrevivir al olvido.

Al cabo de tres días de buenas aguas, sin embargo, la navegación fue más difícil entre bancos de arena intempestivos y turbulencias engañosas. El río se volvió turbio y fue haciéndose cada vez más estrecho en una selva enmarañada de árboles colosales, donde sólo se encontraba de vez en cuando una choza de paja junto a las pilas de leña para la caldera de los buques. La algarabía de los loros y el escándalo de los micos invisibles parecían aumentar el bochorno del mediodía. Pero de noche había que amarrar el buque para dormir, y entonces se volvía insoportable hasta el hecho simple de estar vivo. Al calor y los zancudos se agregaba el tufo de las pencas de carne salada puestas a secar en los barandales. La mayoría de los pasajeros, sobre todo los europeos, abandonaban el pudridero de los camarotes y se pasaban la noche caminando por las cubiertas, espantando toda clase de alimañas con la misma toalla con que se secaban el sudor incesante, y amanecían exhaustos e hinchados por las picaduras.

Además, aquel año había estallado un episodio más de la guerra civil intermitente entre liberales y conservadores, y el capitán había tomado precauciones muy severas para el orden interno y la seguridad de los pasajeros. Tratando de evitar equívocos y provocaciones, prohibió la distracción favorita de los viajes de esos tiempos, que era disparar contra los caimanes que se asoleaban en los playones. Más adelante, cuando algunos pasajeros se dividieron en dos bandos enemigos en el curso de una discusión, hizo decomisar las armas de todos con el compromiso bajo palabra de devolverlas al término del viaje. Fue inflexible inclusive con el ministro británico, que desde el día siguiente de la partida amaneció vestido de cazador, con una carabina de precisión y una escopeta de dos cañones para matar tigres. Las restricciones se hicieron aún más drásticas arriba del puerto de Tenerife, donde se cruzaron con un buque que llevaba enarbolada la bandera amarilla de la peste. El capitán no pudo obtener ninguna información sobre aquel signo alarmante, porque el otro buque no respondió a sus señales. Pero ese mismo día encontraron otro que estaba cargando ganado para Jamaica, y éste informó que el buque con la bandera de la peste llevaba dos enfermos de cólera, y que la epidemia estaba haciendo estragos en el trayecto del río que aún les faltaba por navegar. Entonces se prohibió a los pasajeros abandonar el buque no sólo en los puertos siguientes, sino aun en los lugares despoblados donde arrimaba a cargar leña. De modo que el resto del viaje hasta el puerto final, que duró otros seis días, los pasajeros contrajeron hábitos carcelarios. Entre éstos, la contemplación perniciosa de un paquete de postales pornográficas holandesas que circuló de mano en mano sin que nadie supiera de dónde habían salido, aunque ningún veterano del río ignoraba que eran apenas un muestrario de la colección legendaria del capitán. Pero hasta esa distracción sin porvenir terminó por aumentar el hastío.

Florentino Ariza soportó los rigores del viaje con la paciencia mineral que desconsolaba a su madre y exasperaba a sus amigos. No alternó con nadie. Los días se le hacían fáciles sentado frente al barandal, viendo a los caimanes inmóviles asoleándose en los playones con las fauces abiertas para atrapar mariposas, viendo las bandadas de garzas asustadas que se alzaban de pronto en los pantanos, los manatíes que amamantaban sus crías con sus grandes tetas maternales y sorprendían a los pasajeros con sus llantos de mujer. En un mismo día vio pasar flotando tres cuerpos humanos, hinchados y verdes, con varios gallinazos encima. Pasaron primero los cuerpos de dos hombres, uno de ellos sin cabeza, y después el de una niña de pocos años cuyos cabellos de medusa se fueron ondulando en la estela del buque. Nunca supo, porque nunca se sabía, si eran víctimas del cólera o de la guerra, pero la tufarada nauseabunda contaminó en su memoria el recuerdo de Fermina Daza.

Siempre era así: cualquier acontecimiento, bueno o malo, tenía alguna relación con ella. De noche, cuando amarraban el buque y la mayoría de los pasajeros caminaban sin consuelo por las cubiertas, él repasaba casi de memoria los folletines ilustrados bajo la lámpara de carburo del comedor, que era la única encendida hasta el amanecer, y los dramas tantas veces releídos recobraban su magia original cuando él sustituía a los protagonistas imaginarios por conocidos suyos de la vida real, y se reservaba para sí y para Fermina Daza los papeles de amores imposibles. Otras noches le escribía cartas de zozobra, cuyos fragmentos esparcía después en las aguas que corrían sin cesar hacia ella. Así se le iban las horas más duras, encarnado a veces en un príncipe tímido o en un paladín del amor, y otras veces en su propio pellejo escaldado de amante en el olvido, hasta que se alzaban las primeras brisas y se iba a dormitar sentado en las poltronas del barandal.

Una noche que interrumpió la lectura más temprano que de costumbre, se dirigía distraído a los retretes cuando una puerta se abrió a su paso en el comedor desierto, y una mano de halcón lo agarró por la manga de la camisa y lo encerró en un camarote. Apenas si alcanzó a sentir el cuerpo sin edad de una mujer desnuda en las tinieblas, empapada en un sudor caliente y con la respiración desaforada, que lo empujó boca arriba en la litera, le abrió la hebilla del cinturón, le soltó los botones y se descuartizó a sí misma acaballada encima de él, y lo despojó sin gloria de la virginidad, Ambos cayeron agonizando en el vacío de un abismo sin fondo oloroso a marisma de camarones. Ella yació después un instante sobre él, resollando sin aire, y dejó de existir en la oscuridad.

—Ahora, váyase y olvídelo —le dijo—. Esto no sucedió nunca.

El asalto había sido tan rápido y triunfal que no podía entenderse como una locura súbita del tedio, sino como el fruto de un plan elaborado con todo su tiempo y hasta en sus pormenores minuciosos. Esta certidumbre halagadora aumentó la ansiedad de Florentino Ariza, que en la cúspide del gozo había sentido una revelación que no podía creer, que inclusive se negaba a admitir, y era que el amor ilusorio de Fermina Daza podía ser sustituido por una pasión terrenal. Fue así como se empeñó en descubrir la identidad de la violadora maestra en cuyo instinto de pantera encontraría quizás el remedio para su desventura. Pero no lo consiguió. Al contrario, cuanto más profundizaba en el escrutinio más lejos se sentía de la verdad.

El asalto había sido en el último camarote, pero éste estaba comunicado con el penúltimo por una puerta intermedia, de modo que los dos se convertían en un dormitorio familiar con cuatro literas. Allí viajaban dos mujeres jóvenes, otra bastante mayor pero de muy buen ver, y un niño de pocos meses. Se habían embarcado en Barranco de Loba, el puerto donde se recogía la carga y el pasaje de la ciudad de Mompox desde que ésta quedó al margen de los itinerarios de vapores por las veleidades del río, y Florentino Ariza se había fijado en ellas sólo porque llevaban al niño dormido dentro de una gran jaula de pájaros.

Viajaban vestidas como en los transatlánticos de moda, con polisones bajo las faldas de seda, con golas de encaje y sombreros de alas grandes adornadas con flores de crinolina, y las dos menores se cambiaban el atuendo completo varias veces al día, de modo que parecían llevar consigo su propio ámbito primaveral, mientras los otros pasajeros se ahogaban de calor. Las tres eran diestras en el manejo de las sombrillas y los abanicos de plumas, pero con los propósitos indescifrables de las momposinas de la época. Florentino Ariza no logró precisar siquiera la relación entre ellas, aunque sin duda eran de una misma familia. Al principio pensó que la mayor podía ser la madre de las otras, pero luego cayó en la cuenta de que no tenía bastante edad para serlo, y además guardaba un medio luto que las otras no compartían. No concebía que una de ellas se hubiera atrevido a hacer lo que hizo mientras las otras durmieran en las literas contiguas, y la única suposición razonable era que aprovechara un momento casual, o quizás concertado, en que se quedó sola en el camarote. Comprobó que a veces salían dos a tomar el fresco hasta muy tarde mientras la tercera se quedaba cuidando al niño, pero una noche de más calor salieron las tres juntas con el niño dormido en la jaula de mimbre cubierta con un toldo de gasa.

A pesar de aquel embrollo de indicios, Florentino Ariza se apresuró a descartar la posibilidad de que la mayor de las tres fuera la autora del asalto, y en seguida absolvió también a la menor, que era la más bella y atrevida. Lo hizo sin razones válidas, sólo porque la vigilancia ansiosa de las tres lo había inducido a dar por cierto su deseo entrañable de que la amante instantánea fuera la madre del niño enjaulado. Tanto lo sedujo esa suposición, que empezó a pensar en ella con más intensidad que en Fermina Daza, sin importarle la evidencia de que aquella madre reciente sólo vivía para el niño. No tenía más de veinticinco años, y era esbelta y dorada, con unos párpados portugueses que la hacían más distante, y a cualquier hombre le hubiera bastado con sólo las migajas de la ternura que ella le prodigaba al hijo. Desde el desayuno hasta la hora de acostarse se ocupaba de él en el salón, mientras las otras jugaban damas chinas, y cuando lograba dormirlo colgaba del techo la jaula de mimbre en el lado más fresco del barandal. Pero ni aun cuando estaba dormido se desentendía de él, sino que mecía la jaula cantando entre dientes canciones de novia, mientras sus pensamientos volaban por encima de las penurias del viaje. Florentino Ariza se aferró a la ilusión de que tarde o temprano sería delatada aunque fuera por un gesto. Vigilaba hasta los cambios de su respiración en el ritmo del relicario que llevaba colgado sobre la blusa de batista, mirándola sin disimulos por encima del libro que fingía leer, e incurrió en la impertinencia calculada de cambiar de sitio en el comedor para quedar frente a ella. Pero no consiguió ni un indicio ínfimo de que fuera en realidad la depositaria de la otra mitad de su secreto. Lo único que le quedó de ella, porque su compañera menor la llamó, fue el nombre sin apellido: Rosalba.

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