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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (61 page)

BOOK: El Aliento de los Dioses
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Un joven retrocedió, apretujado contra la pared del pasillo, y los dejó pasar. Cerró la puerta tras ellos.

Vivenna pensó que debería estar asustada, o al menos furiosa, por aquel tratamiento. Sin embargo, después de todo por lo que había pasado, aquello no era nada. Vasher la soltó y se dirigió hacia una escalera descendente. Ella lo siguió con cuidado, pues el oscuro hueco le recordaba el sótano del escondite de Denth. Se estremeció. Abajo, por fortuna, las similitudes entre los sótanos se terminaban. Éste tenía el suelo y las paredes de madera. Había una alfombra en el centro de la estancia, y un grupo de hombres sentados en ella. Un par se levantaron cuando Vasher llegó al pie de los peldaños.

—¡Vasher! —dijo uno—. Bienvenido. ¿Quieres beber algo?

—No.

Los hombres se miraron incómodos mientras Vasher arrojaba la espada a un lado. El arma golpeó el suelo con estrépito y se deslizó sobre la madera. Entonces se volvió hacia Vivenna y la empujó hacia delante.

—El pelo —dijo.

Ella vaciló. La estaba utilizando igual que había hecho Denth. Pero en vez de llevarle la contraria, obedeció y cambió el color de su cabello. Los hombres la miraron con asombro; y varios de ellos inclinaron la cabeza.

—Princesa —susurró uno.

—Diles que no quieres que vayan a la guerra —dijo Vasher.

Ella se sinceró.

—No, nunca he querido que mi pueblo luche contra Hallandren. Sería derrotado, casi con toda seguridad.

Los hombres miraron a Vasher.

—Pero ha estado trabajando con los señores de los suburbios. ¿Por qué ha cambiado de opinión?

Vasher la miró.

—¿Y bien?

¿Por qué había cambiado de opinión? ¿Lo había hecho? Todo era demasiado rápido.

—Yo… —dijo—. Lo siento. Yo… no me di cuenta. Nunca he querido la guerra. Creía que era inevitable, y por eso intenté planearla. Puede que me hayan manipulado.

Vasher asintió y luego la apartó. Se unió a los hombres sentados en la alfombra. Vivenna se quedó inmóvil. Se abrazó el cuerpo, notando el tejido desconocido de la túnica y el chaleco.

«Estos hombres son idrianos —advirtió al escuchar su acento—. Y ahora me han visto, a su princesa, vestida de hombre… Pero ¿cómo es que aun me preocupan esas cosas, después de todo lo que está pasando?»

—Muy bien —dijo Vasher, sentándose—. ¿Qué vais a hacer para detener esto?

—Un momento —respondió uno de los hombres—. ¿Esperas qué cambiemos de opinión? Unas pocas palabras de la princesa, y ¿se supone que tenemos que creerla a pies juntillas?

—Si Hallandren va a la guerra, consideraos hombres muertos —replicó Vasher—. ¿Es que no lo veis? ¿Qué creéis que le sucederá a los idrianos de estos suburbios? ¿Creéis que las cosas son malas ahora? Esperad a ver lo que les ocurre a los simpatizantes del enemigo.

—Ya lo sabemos, Vasher —contestó otro—. Pero ¿qué esperas que hagamos? ¿Someternos a cómo nos tratan los hallandrenses? ¿Ceder y adorar a sus dioses indolentes?

—No me importa lo que hagáis, mientras no implique amenazar la seguridad del gobierno de Hallandren.

—Tal vez; deberíamos admitir que la guerra se avecina, y luchar —dijo otro—. Tal vez los señores de los suburbios tienen razón. Tal vez lo mejor sea esperar que Idris se alce con la victoria.

—Nos odian —intervino otro, un joven de unos veinte años y ojos llenos de ira—. ¡Nos tratan peor que a las estatuas de sus calles! Para ellos somos menos que los sinvida.

«Conozco esa ira —pensó Vivenna—. La he percibido antes. Ira hacia Hallandren.»

Sin embargo, ahora las palabras del joven le sonaron huecas. La verdad era que no había percibido realmente ninguna ira por parte de la gente de Hallandren. Si acaso, había percibido indiferencia. Para ellos no era más que otro cuerpo en las calles.

Tal vez por eso los odiaba. Había trabajado toda su vida para convertirse en alguien importante para ellos: en su imaginación, había sido dominada por el monstruo que era Hallandren y su rey-dios. Y luego, al final, la ciudad y sus habitantes simplemente la habían ignorado. No les importaba. Y eso la había enfurecido.

Uno de los hombres, un tipo mayor que llevaba una gorra marrón oscura, sacudió pensativo la cabeza.

—La gente está inquieta, Vasher, La mitad de los hombres habla de asaltar la Corte de los Dioses. Las mujeres almacenan alimentos, esperando lo inevitable. Nuestros jóvenes salen en grupos secretos, buscando en las junglas el legendario ejército de Kalad.

—¿Creen en ese viejo mito? —preguntó Vasher.

El hombre se encogió de hombros.

—Ofrece esperanza. Un ejército escondido, tan poderoso que casi acabó con la Multiguerra.

—Creer en mitos no es lo que me asusta —dijo otro hombre—. Es que nuestros jóvenes ni siquiera piensan en usar a los sinvida como soldados. Fantasmas de Kalad. ¡Bah! —escupió a un lado.

—Lo que significa es que estamos desesperados —repuso uno de los hombres mayores—. La gente está furiosa. No podemos detener los tumultos. No después de esa matanza de hace unas semanas.

Vasher golpeó el suelo con el puño.

—¡Eso es lo que quieren! ¿Acaso no podéis ver, idiotas, que estáis dando a vuestros enemigos una excusa perfecta? Esos sinvida qué atacaron los suburbios no habían recibido órdenes del gobierno. Alguien coló en el grupo a unos cuantos sinvida manipulados con órdenes de matar, ¡para que así las cosas se pusieran feas!

«¿Qué?», se asombró Vivenna.

—La teocracia de Hallandren es una estructura complicada y repleta de tonterías e inercias burocráticas —prosiguió Vasher—. ¡Nunca se mueve a menos que alguien la empuje! Si tenemos tumultos en las calles, será justo lo que la fracción a favor de la guerra necesite.

«Yo podría ayudarle», pensó Vivenna, observando las reacciones de los idrianos. Los conocía instintivamente de un modo que Vasher no alcanzaba, estaba claro. Sus argumentos eran buenos, pero los abordaba de forma equivocada. Necesitaba credibilidad.

Ella podría ayudar. Pero ¿debía hacerlo?

Ya no sabía qué pensar. Si Vasher tenía razón, Denth la había manejado como a una marioneta. Sabía que eso era verdad, pero ¿cómo podía estar segura de que Vasher no estaba haciendo lo mismo?

¿Quería una guerra? No, por supuesto que no. Sobre todo no una guerra ante la cual a Idris le costaría sobrevivir, mucho menos vencer. Vivenna había trabajado mucho para socavar la capacidad de Hallandren de librar la guerra. ¿Por qué no había considerado impedirla?

«Bueno, en realidad sí lo consideré —recordó—. Ése era mi plan original cuando estaba en Idris. Una vez convertida en esposa del rey-dios, me proponía convencerlo para que no hiciera la guerra.»

Había renunciado a ese plan. No; había sido manipulada para que renunciara. Bien por el sentido de lo inevitable de su padre o por la sutileza de Denth, o por ambas cosas: ya no importaba. Su instinto inicial había sido impedir el conflicto. Era la mejor manera de proteger a Idris; y era, se daba cuenta ahora, también la mejor manera de proteger a Siri. Prácticamente había renunciado a salvar a su hermana, concentrándose en cambio en su propio odio y su arrogancia.

Detener la guerra no protegería a Siri de los abusos del rey-dios. Pero probablemente impediría que fuera utilizada como peón o rehén. Podría salvarle la vida.

Eso era suficiente para Vivenna.

—Es demasiado tarde —dijo uno de los hombres.

—No —intervino la princesa—. Por favor.

Los hombres del círculo se volvieron a mirarla. Ella se acercó y se arrodilló ante ellos.

—Por favor, no digáis esas cosas.

—Pero, princesa —repuso uno—, ¿qué podemos hacer? Los señores de los suburbios agitan a la gente. No tenemos ningún poder comparados con ellos.

—Debéis tener alguna influencia. Parecéis hombres sabios.

—Somos padres de familia y trabajadores —dijo otro—. No tenemos riquezas.

—Pero la gente os escucha, ¿no?

—Algunos.

—Entonces decidles que hay más opciones —insistió Vivenna, ladeando la cabeza—. Decidles que sean más fuertes de lo que yo fui. Los idrianos de los suburbios… he visto su fuerza. Si les decís que han sido utilizados, tal vez puedan evitar seguir siendo manipulados.

Los hombres guardaron silencio.

—No sé si todo lo que dice este hombre es cierto —añadió ella, señalando a Vasher—. Pero sé que Idris no ganará esta guerra. Debemos hacer todo lo posible para impedir el conflicto, no para animarlo.

Notó una lágrima en su mejilla, y que el pelo se le volvía blanco.

—Ya veis. Yo… ya no tengo el control que debería tener una princesa devota de Austre. Soy una desgracia para vosotros, pero, por favor, no dejéis que mi fracaso os condene. Los hallandrenses no nos odian. Apenas reparan en nosotros. Sé que eso es frustrante, pero si hacéis que se fijen en vosotros con algaradas y destrozos, sólo se llenarán de odio hacia nuestra patria.

—¿Entonces debemos bajar los brazos? —preguntó el joven—. ¿Dejar que nos pisoteen? ¿Qué importa si lo hacen intencionadamente o no? Seguirán oprimiéndonos.

—No —dijo Vivenna—. Tiene que haber un modo mejor. Una idriana es su reina ahora. Tal vez, si les damos tiempo, superen sus prejuicios. ¡Debemos concentrar nuestras energías en impedir que nos ataquen!

—Tus palabras tienen sentido, princesa —dijo el hombre mayor, el que llevaba la gorra—. Pero a los que vivimos en Hallandren nos cuesta mucho seguir preocupándonos por Idris. Nos falló incluso antes de que nos marcháramos, y ahora no podemos volver.

—Somos idrianos —terció otro hombre—. Pero… bueno, nuestras familias aquí son más importantes.

Un mes antes, Vivenna se habría sentido ofendida. Su experiencia en las calles, sin embargo, le había enseñado un poco lo que podía hacerle la desesperación a una persona. ¿Qué era Idris para ellos si sus familias pasaban hambre? No podía recriminarles su actitud.

—¿Crees que les irá mejor si Idris es conquistada? —intervino Vasher—. Si hay guerra, os tratarán aún peor que ahora.

—Hay otras opciones —dijo Vivenna—. Conozco vuestra situación. Si vuelvo con mi padre y se lo explico, tal vez podamos encontrar un modo de que regreséis a Idris.

—¿Regresar? ¡Mi familia lleva ya cincuenta años en Hallandren!

—Sí, pero mientras el rey de Idris viva, tienes un aliado —dijo Vivenna—. Podemos trabajar con diplomacia para que mejoren las cosas para vosotros.

—El rey no se preocupa por nosotros —dijo otro tristemente.

—Yo sí —respondió Vivenna.

Y era cierto. Le parecía extraño, pero una parte de ella sentía más relación con los idrianos de la ciudad que con los que había dejado en su país. Ahora comprendía.

—Debemos encontrar un modo de llamar la atención sobre vuestro sufrimiento sin provocar también el odio. Lo encontraremos. Como decía, mi hermana está casada con el rey-dios. Tal vez, por medio de ella, se le pueda convencer para que mejore los suburbios. No porque tenga miedo de la violencia que pueda causar nuestra gente, sino por la piedad que sienta por su situación.

Continuó arrodillada, avergonzada ante aquellos hombres. Avergonzada de estar llorando, de ser vista con esta ropa y con el pelo corto y trasquilado. Avergonzada de haberles fallado por completo.

«¿Cómo pude equivocarme tanto? —pensó—. Yo, que se suponía que estaba tan preparada, tan al control. ¿Cómo pude estar tan furiosa que ignoré las necesidades de mi pueblo sólo porque quería hacérselo pagar a los hallandrenses?»

—Es sincera —dijo por fin uno de los hombres—. Eso se lo concedo.

—No sé —contestó otro—. Sigo pensando que es demasiado tarde.

—Si ése es el caso —dijo Vivenna, mirando al suelo—, ¿qué tenéis que perder? Pensad en las vidas que podéis salvar. Lo prometo. Idris no os volverá a olvidar. Si hacéis la paz con Hallandren, me aseguraré de que seáis considerados héroes en nuestra patria.

—Héroes, ¿eh? —dijo uno de ellos—. Sería bonito ser considerados héroes, y no los que dejaron las Tierras Altas para vivir en la desvergonzada Hallandren.

—Por favor —susurró Vivenna.

—Veré qué puedo hacer —contestó uno de los hombres, poniéndose en pie.

Otros expresaron su acuerdo. Se levantaron también, y le estrecharon la mano a Vasher. Vivenna se quedó de rodillas cuando se marcharon.

Vasher se sentó frente a ella.

—Gracias —dijo.

—No lo hice por ti —susurró ella.

—Levántate. Vámonos. He de reunirme con alguien más.

—Pero yo… —Se sentó en la alfombra, tratando de comprender—. ¿Por qué tengo que hacer lo que me dices? ¿Cómo sé que no me estás utilizando, mintiéndome, como hizo Denth?

—No lo sabes —admitió Vasher, recuperando la espada del rincón—. Tendrás que hacer lo que yo digo.

—¿Soy tu prisionera, pues?

Él la miró. Entonces se acercó y se agachó.

—Mira, los dos estamos de acuerdo en que la guerra es mala para Idris. No voy a llevarte a redadas ni hacerte conocer a los señores de los suburbios. Todo lo que tienes que hacer es decirle a la gente que no quieres una guerra.

—¿Y si no quiero hacer eso? ¿Me obligarás?

Él la observó un momento, luego maldijo entre dientes y se puso en pie. Sacó una bolsa de algo y se la arrojó. Tintineó cuando le golpeó el pecho y luego cayó al suelo.

—Vete —dijo él—. Vuelve a Idris. Me las apañaré sin ti.

Ella continuó sentada, mirándolo. Vasher empezó a marcharse.

—Denth me utilizó —susurró ella, casi sin darse cuenta—. Y lo peor es que aún pienso que debió tratarse de alguna clase de malentendido. Siento que es de verdad mi amigo, y que debo acudir a él y averiguar por qué hizo lo que hizo. Tal vez todos estamos confundidos. —Cerró los ojos y apoyó la cabeza en las rodillas—. Pero entonces recuerdo las cosas que le vi hacer. Mi amigo Parlin está muerto. Y también los soldados enviados por mi padre. Estoy muy confundida.

La habitación quedó en silencio.

—No eres la primera a la que engaña, princesa —dijo Vasher finalmente—. Denth es un tipo sutil. Un hombre como él puede ser malo hasta la médula, pero si es carismático y divertido, la gente lo escucha. Incluso lo aprecia.

Ella alzó la cabeza, despejando las lágrimas con un parpadeo.

—Yo no soy así —siguió él—. Tengo problemas para expresarme. Me frustro y le grito a la gente. Eso no me vuelve muy popular. Pero te prometo que no te mentiré. —La miró a los ojos—. Quiero detener esta guerra. Es todo lo que me importa ahora mismo. Puedes creerme.

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