El abanico de seda (27 page)

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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

BOOK: El abanico de seda
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Los abortos eran muy frecuentes en nuestro condado, y las mujeres no solían preocuparse demasiado si sufrían uno, sobre todo si el bebé era una niña. Los partos de niños muertos sólo se consideraban espantosos si el bebé era un varón. Si la criatura que nacía muerta era una niña, los padres solían agradecerlo. Nadie necesitaba más bocas inútiles que alimentar. En mi caso, pese a que durante el embarazo me había aterrado pensar que pudiera pasarle algo malo a mi bebé, la verdad es que no sabía cómo me habría sentido si hubiera resultado una niña y hubiera muerto antes de respirar el aire de este mundo. Lo que intento decir es que me había dejado perpleja que Flor de Nieve tuviera semejantes sentimientos.

Yo le había suplicado que me contara la verdad, pero, ahora que ella se sinceraba conmigo, no sabía qué decir.

Quería responder con compasión. Quería ofrecerle consuelo y solaz, pero temía por ella y no sabía qué escribir. No alcanzaba a comprender nada de lo que le había pasado en la vida: su infancia, su pésima boda y ahora esto. Yo acababa de cumplir veintiún años; no sabía qué era la verdadera pobreza, vivía bien, y eso reducía mi empatía.

Busqué con ahínco las palabras que podía escribir a la mujer que amaba y, muy a mi pesar, dejé que las convenciones con que me había criado envolvieran mi corazón, como había hecho aquel día en el palanquín.

Cuando cogí el pincel, me refugié en los versos formales apropiados para una mujer casada, con la esperanza de que eso recordara a Flor de Nieve que la única protección real que teníamos las mujeres era la apariencia plácida que ofrecíamos, incluso en los momentos de mayor angustia. Lo que tenía que hacer era procurar quedarse embarazada otra vez, y pronto, porque el deber de toda mujer era seguir pariendo hijos varones.

Flor de Nieve:

Estoy sentada en la habitación de arriba, reflexionando.

Escribo para consolarte.

Por favor, escúchame.

Querida amiga, calma tu corazón.

Piensa que estoy a tu lado, mi mano sobre la tuya.

Imagina que lloro a tu lado.

Nuestras lágrimas forman cuatro arroyos que fluyen eternamente.

No lo olvides.

Tu pena es profunda, pero no estás sola. No sufras.

Todo está escrito, la riqueza y la pobreza.

Muchos bebés mueren.

Esa es la gran congoja de toda mujer.

No podemos controlar estas cosas.

Sólo podemos intentarlo de nuevo.

La próxima vez, un hijo varón...

Lirio Blanco

Pasaron dos años, y nuestros hijos aprendieron a caminar y hablar. El de Flor de Nieve lo hizo primero, como es lógico. Era seis semanas mayor que el mío, pero sus piernas no eran dos robustos troncos, como las de mi hijo. Siguió siendo delgado, y su delgadez también afectaba a su personalidad. No quiero decir que no fuera listo. Era muy inteligente, pero no tanto como mi hijo. A los tres años, mi hijo ya quería coger el pincel de caligrafía. Era adorable, y se convirtió en el niño mimado de la habitación de arriba. Hasta las concubinas lo colmaban de atenciones y se peleaban por él como se peleaban por las piezas de tela nuevas.

Tres años después del nacimiento de mi primer hijo, llegó el segundo. Flor de Nieve no tuvo la misma suerte. Quizá ella disfrutara teniendo trato carnal con su esposo, pero eso no dio ningún fruto, salvo una segunda hija que nació muerta. Tras esa pérdida, le aconsejé que visitara al herborista del pueblo para pedirle que le diera hierbas que la ayudaran a concebir un hijo y aumentaran su fuerza y su frecuencia en el bajo vientre. Poco después me informó que, gracias a mis consejos, su esposo y ella habían encontrado grandes satisfacciones.

Penas y alegrías

Cuando mi hijo mayor cumplió cinco años, mi esposo me propuso buscar a un profesor para iniciar su educación formal. Como vivíamos en la casa de mis suegros y carecíamos de recursos propios, tuvimos que pedirles que pagaran los gastos. Yo debería haberme avergonzado de las aspiraciones de mi esposo, pero lo cierto es que nunca me arrepentí de que no hubiera sido así. Mis suegros, por su parte, se alegraron infinitamente el día que el profesor se instaló en la casa y nuestro hijo abandonó la habitación de arriba. Lloré al verlo marchar, pero al mismo tiempo aquél fue uno de los momentos más felices de mi vida. Nunca me había sentido tan orgullosa. Abrigaba la secreta esperanza de que quizá algún día mi hijo hiciera los exámenes imperiales. No era más que una mujer, pero hasta yo sabía que esos exámenes significaban un peldaño en el camino hacia el éxito incluso para los funcionarios más pobres. Con todo, su ausencia en la habitación de arriba dejó en mí un vacío que no lograban llenar las divertidas payasadas de mi segundo hijo, las quejas de las concubinas, las discusiones de mis cuñadas ni mis periódicas visitas a Flor de Nieve. Por fortuna, el primer mes del nuevo año lunar volvía a estar embarazada.

Por esa época la habitación de arriba estaba abarrotada. Cuñada Tercera se había instalado en la casa y había tenido una hija. La siguió Cuñada Cuarta, cuyas quejas nos crispaban a todos. Ella también dio a luz una hija. Mi suegra era particularmente cruel con Cuñada Cuarta, que después parió dos varones muertos. Así pues, no miento si digo que las otras mujeres de la casa recibieron la noticia de mi embarazo con envidia. Nada causaba mayor consternación en la habitación de arriba que la llegada, todos los meses, de la menstruación de alguna de las esposas. Todas se enteraban y hablaban de ello. La señora Lu anotaba la fecha y maldecía en voz alta a la joven en cuestión para que todas se enteraran. «Una esposa que no tiene un hijo varón siempre puede ser sustituida», decía, aunque odiaba con toda su alma a las concubinas de su esposo. Cuando yo miraba a las otras mujeres, veía celos y ardiente resentimiento en su semblante, pero ¿qué podían hacer ellas, salvo esperar y ver si yo daba a luz otro varón? Sin embargo, ya no pensaba como antes. Quería tener una hija por razones puramente prácticas. Mi segundo hijo pronto me dejaría para entrar en el mundo de los hombres, mientras que las hijas no abandonaban a sus madres hasta que se casaban. Mi secreta ambición aumentó con la noticia de que Flor de Nieve volvía a estar encinta. Yo deseaba que ella también tuviera una hija.

La primera oportunidad que tuvimos para compartir nuestras aspiraciones y esperanzas llegó con la Fiesta de la Cata, el sexto día del sexto mes. Después de vivir cinco años con los Lu yo sabía que mi suegra no había cambiado de opinión respecto a Flor de Nieve. Sospechaba que ella sabía que nos veíamos en las celebraciones, pero, mientras yo no alardeara de mi relación y cumpliera con mis deberes domésticos, mi suegra me dejaría tranquila.

Como siempre, disfrutamos de nuestros momentos de intimidad en la habitación de arriba de mi casa paterna, aunque no podíamos expresarnos como antes, porque teníamos a nuestros hijos en la cama o acostados en su cuna. Sin embargo, nos hablamos al oído. Yo le confié que deseaba tener una hija que me hiciera compañía. Flor de Nieve se acarició el vientre y en voz baja me recordó que las niñas no eran más que ramas inútiles que no podían perpetuar el linaje de los padres.

—Para nosotras no serán inútiles —repuse—. ¿No podríamos unirlas como
laotong
antes de que nazcan?

—Lirio Blanco, nosotras somos inútiles. —Se incorporó y vi su rostro iluminado por la luz de la luna—. Lo sabes, ¿verdad?

—Las mujeres somos madres de hijos varones —la corregí. Eso me había asegurado un lugar en la casa de mi esposo. Y sin duda el hijo de Flor de Nieve también le había asegurado un lugar en la suya.

—Ya lo sé. Madres de hijos varones, pero...

—Y nuestras hijas serán nuestras compañeras.

—Yo ya he perdido a dos...

—¿No quieres que nuestras hijas sean almas gemelas, Flor de Nieve? —De pronto la idea de que pudiera rechazar mi proposición me produjo pánico.

Me miró y esbozó una sonrisa triste.

—Claro que sí. Si tenemos hijas. Ellas podrían prolongar nuestro amor incluso después del más allá.

—Estupendo. Así será. Ahora, túmbate a mi lado. No arrugues la frente. Éste es un momento feliz. Seamos felices juntas.

La primavera siguiente, volvimos a Puwei con nuestras hijas recién nacidas. Sus fechas de nacimiento no concordaban. Sus meses de nacimiento no concordaban. Les quitamos los pañales y juntamos sus pies, cuyo tamaño tampoco concordaba. Quizá hasta entonces había mirado a mi hija, Jade, con ojos de madre, pero incluso yo me daba cuenta de que la de Flor de Nieve, Luna de Primavera, era mucho más hermosa que la mía. Jade tenía la piel demasiado oscura comparada con la de la familia Lu, mientras que el cutis de Luna de Primavera era como la pulpa de un blanco melocotón. Yo esperaba que Jade fuera tan fuerte como la piedra que le daba nombre y deseaba que Luna de Primavera fuera más robusta que mi prima, a quien Flor de Nieve había rendido homenaje con el nombre de su hija. Ninguno de los ocho caracteres concordaba, pero eso no nos importó. Nuestras hijas serían almas gemelas.

Abrimos nuestro abanico y repasamos la vida que habíamos compartido. En sus pliegues habíamos registrado muchos momentos felices. Nuestra unión. Nuestras respectivas bodas. El nacimiento de nuestros hijos. El nacimiento de nuestras hijas. Su futura unión. «Algún día, dos niñas se conocerán y se harán
laotong
—escribí yo—. Serán como dos patos mandarines. Otra pareja feliz se sentará en un puente y las verá volar.» En la guirnalda del borde superior, Flor de Nieve pintó dos pequeños pares de alas volando hacia la luna. Otros dos pájaros, posados uno junto a otro, las contemplaban. Cuando hubimos terminado, nos quedamos sentadas con nuestras hijas en brazos. Yo sentía una gran dicha, pero no dejaba de pensar en que al quebrantar las normas que gobernaban la unión de dos niñas estábamos rompiendo un tabú.

Dos años más tarde, Flor de Nieve me envió una carta para anunciarme que por fin había dado a luz a su segundo hijo varón. Estaba radiante de felicidad, y yo también, pues creía que mejoraría su estatus en la casa de su esposo.

Sin embargo, apenas tuvimos tiempo para celebrarlo, porque sólo tres días después nuestro condado recibió una triste noticia: el emperador Daoguang se había ido al más allá. Nuestro condado todavía estaba de luto cuando el hijo del emperador, Xianfeng, sucedió a su padre.

A través de la amarga experiencia de la familia de Flor de Nieve yo había aprendido que, cuando muere un emperador, su corte cae en desgracia, de modo que con cada transición imperial llegan el desorden y la discordia no sólo al palacio, sino a todo el país. En la cena, cuando mi suegro, mi esposo y sus hermanos hablaron de lo que ocurría fuera de Tongkou, yo sólo asimilé lo que no podía ignorar. Los rebeldes estaban causando problemas en algún lugar y los terratenientes exigían rentas más elevadas a sus arrendatarios. Me angustiaba pensar que mucha gente, incluida mi familia natal, iba a sufrir, pero en realidad todo eso parecía muy alejado de las comodidades de la casa de los Lu.

Entonces tío Lu perdió su cargo y regresó a Tongkou. Cuando bajó del palanquín, todos lo saludamos con una reverencia, tocando el suelo con la frente. Cuando ordenó que nos levantáramos, vi a un anciano ataviado con una túnica de seda. Tenía dos lunares en la cara. Todo el mundo valora el pelo de sus lunares, pero los de tío Lu eran espléndidos. Tenía al menos diez pelos —ásperos, blancos y de más de tres centímetros de largo— en cada lunar. Cuando empecé a conocerlo mejor, vi que le encantaba jugar con esos pelos; tiraba suavemente de ellos para que le crecieran aún más.

Nos miró a todos con sus brillantes ojos antes de fijarse en mi primer hijo, que ya había cumplido ocho años. Tío Lu, que debería haber saludado primero a su hermano, estiró un brazo y puso una mano surcada de venas sobre el hombro de mi hijo.

—Lee mil libros —dijo con tono afable, si bien su voz delataba los muchos años que había vivido en la capital—, y tus palabras fluirán como un río. Y ahora, pequeño, muéstrame el camino de tu casa. —Dicho esto, el hombre más estimado de la familia dio la mano a mi hijo y juntos traspusieron las puertas de Tongkou.

Pasaron dos años más. Yo acababa de tener un tercer varón, y todos trabajábamos mucho para que todo siguiera como siempre, pero era evidente que con la caída en desgracia de tío Lu y la rebelión contra el aumento de las rentas la situación había cambiado. Mi suegro empezó a reducir su consumo de tabaco; mi esposo pasaba más horas en los campos, e incluso a veces cogía un apero y ayudaba a nuestros campesinos en sus tareas. El profesor se marchó y tío Lu se encargó personalmente de las lecciones de mi hijo mayor. En la habitación de arriba, las discusiones entre las esposas y las concubinas arreciaban a medida que disminuían los regalos de seda e hilo de bordar. Ese año, cuando Flor de Nieve y yo nos encontramos en mi casa natal, apenas estuve con mi familia. Sí, comíamos juntos y por la noche nos sentábamos fuera, como hacíamos cuando yo era pequeña, pero no había ido a Puwei para ver a mis padres. Lo que quería era ver a Flor de Nieve y estar con ella. Habíamos cumplido treinta años y hacía veintitrés que éramos
laotong.
Costaba creer que hubiera pasado tanto tiempo, y costaba más aún creer que antaño habíamos sido como una sola persona. Yo le profesaba un gran cariño, pero mis hijos y mis tareas cotidianas ocupaban todo mi tiempo. Tenía tres hijos y una hija, y ella tenía dos hijos y una hija. Compartíamos una relación emocional más profunda que los vínculos que nos unían a nuestros esposos y creíamos que nunca se rompería, pero la pasión de nuestro amor había disminuido. Eso no nos preocupaba, pues la monotonía de los años de arroz y sal hace mella en todas las relaciones profundas. Sabíamos que cuando nos llegaran los años de recogimiento volveríamos a estar tan unidas como en el pasado. De momento lo único que podíamos hacer era compartir al máximo nuestra vida cotidiana.

En casa de Flor de Nieve las últimas cuñadas se habían casado y marchado, de modo que ya no tenía que trabajar para ellas. Su suegro había muerto. Estaba matando un cerdo y en el último momento el animal se agitó bruscamente; el cuchillo se le escapó de las manos y le hizo un profundo corte en un brazo; se desangró en el umbral del hogar familiar, como habían hecho tantos cerdos. Desde entonces el marido de Flor de Nieve era el amo de la casa, aunque él —y todos los que vivían bajo aquel techo— todavía estaba en gran medida controlado por su madre. Consciente de que Flor de Nieve no tenía nada ni a nadie, su suegra redobló sus críticas y sus quejas, al tiempo que su esposo dejaba de protegerla. Sin embargo, ella se consolaba con su segundo hijo, un niño robusto y risueño. Todo el mundo lo adoraba, mientras que nadie creía que su primer hijo llegara a cumplir veinte años, quizá ni siquiera los diez.

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