Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
En 1935, Alemania, quebrantando las cláusulas del Tratado de Versalles, implantó el servicio militar obligatorio, y anunció públicamente sus planes de rearme, entre los que se contaba la formación de una nueva armada y ejército del aire. También en este año, Alemania, tras haber abandonado la Sociedad de Naciones, en 1933, comenzó a preparar, sin hacer de ello ningún secreto, la ocupación de la zona desmilitarizada del Rin. Corrían los días de los discursos pacifistas de Hitler («Alemania desea y necesita la paz», «Reconocemos a Polonia como la tierra de un gran pueblo animado por el patriotismo», «Alemania no pretende ni desea inmiscuirse en los asuntos internos de Austria, ni anexionarse Austria, ni tampoco concluir un
Anschluss
») y, sobre todo, en este año, el Partido Nazi ganó las generales y, por desgracia, sinceras simpatías en Alemania y en el extranjero, e Hitler era admirado por considerársele un gran estadista. En la propia Alemania, fue un año de transición. Debido al formidable programa de rearme, se superó la situación de desempleo y se venció la inicial resistencia de la clase obrera. La hostilidad del régimen, que al principio se había centrado en los «antifascistas» ―comunistas, socialistas intelectuales de izquierdas y judíos que ocupasen puestos relevantes―, todavía no se había dirigido exclusivamente hacia los judíos en cuanto judíos.
Cierto es que una de las primeras medidas adoptadas por el régimen nazi en 1933 fue excluir a los judíos de los cuerpos de funcionarios del Estado (entre los funcionarios del Estado, en Alemania, se contaban todos los cargos de enseñanza, desde los de las escuelas elementales hasta las facultades universitarias, y también los de muchas ramas de la industria del espectáculo, radio, teatro, ópera y conciertos) y, en general, de todo cargo de carácter público. Pero las actividades privadas fueron respetadas hasta 1938, e incluso en las profesiones médica y jurídica hubo cierta tolerancia, ya que los judíos fueron excluidos de ellas de modo gradual, aun cuando se impidió a los estudiantes judíos asistir a la mayoría de las universidades, y se les prohibió en todas ellas obtener las correspondientes licenciaturas. En estos años, la emigración de los judíos se produjo con calma y buen orden, y en cuanto se refiere a las restricciones de sacar dinero del país, debemos reconocer que, si bien dificultaban la emigración, no la hacían imposible, ya que los judíos podían transferir buena parte de su fortuna a países extranjeros, y, por otra parte, tales restricciones afectaban a todos los alemanes, judíos o no; también es de consignar que fueron decretadas en los tiempos de la República de Weimar. En aquel entonces ocurrían algunos casos de
Einzelaktionen
, es decir, actos individualmente realizados para coaccionar a los judíos a fin de que vendieran sus propiedades por precios irrisorios, pero se daban, por lo general, en pequeñas ciudades y, verdaderamente, tenían su origen en la iniciativa espontánea e «individual» de algunos ambiciosos miembros de las fuerzas de asalto, las llamadas SA, que, salvo la oficialidad, estaban formadas por individuos de las clases bajas. También es cierto que la policía jamás impidió la comisión de estos «excesos», pero las autoridades nazis se mostraban contrarias a ellos por cuanto influían desfavorablemente en los precios de la propiedad inmobiliaria en todo el país. Los emigrantes, salvo aquellos a los que se podía considerar como políticos en busca de refugio o asilo, eran hombres jóvenes que comprendían que Alemania no les ofrecía posibilidades para labrarse un porvenir. Tan pronto descubrieron que en los demás países europeos tampoco tenían porvenir, muchos emigrantes judíos regresaron a Alemania, durante el período a que nos referimos. Cuando se preguntó a Eichmann cómo había podido armonizar sus opiniones y sentimientos personales acerca de los judíos con el violento antisemitismo del partido en el que había ingresado, contestó con el refrán: «Una cosa es torear y otra ver los toros desde la barrera». Refrán que, en los días del juicio, estaba también muy a menudo en labios de muchos judíos. En aquellos años, los judíos vivían en un paraíso artificial, e incluso Streicher hablaba de una posible «solución jurídica» del problema judío. Para que los judíos alemanes dejaran de creer en estas maravillas, fue preciso que se organizaran y ejecutasen los programas de noviembre de 1938, la llamada
Kristallnacht
, o noche de los cristales rotos, en la que se hicieron añicos siete mil quinientos escaparates de tiendas judías, se incendiaron todas las sinagogas y veinte mil judíos fueron conducidos a campos de concentración.
Un punto de esta cuestión, que a menudo se ha olvidado, es que las famosas leyes de Nuremberg, promulgadas en otoño de 1935, no lograron provocar la emigración de los judíos. Las declaraciones de tres testigos procedentes de Alemania, los tres altos dirigentes del movimiento sionista, que abandonaron Alemania poco antes del estallido de la guerra, solo sirvió para iluminar tenuemente la mente de los asistentes con respecto al verdadero estado de cosas durante los primeros cinco años de régimen nazi. Las leyes de Nuremberg habían privado a los judíos de sus derechos políticos, pero no de sus derechos civiles; habían dejado de ser «ciudadanos» (
Reichsbürger
), pero seguían sometidos al Estado alemán, en el sentido de formar parte de su población (
Staatsangehörige
). Incluso en el caso de emigrar, no por ello perdían su vinculación con el Estado alemán. La relación carnal entre judíos y alemanes, así como los matrimonios mixtos, estaba estrictamente prohibida. Asimismo, también estaba prohibido que las mujeres alemanas menores de cuarenta y cinco años trabajaran en hogares judíos. Entre todas estas disposiciones legales, únicamente la última tuvo importancia práctica; las otras no eran más que formulaciones jurídicas que reflejaban una situación de facto. En consecuencia, se consideraba que las leyes de Nuremberg produjeron el efecto de estabilizar la nueva situación de los judíos en el Reich. Desde el 30 de enero de 1933, los judíos habían sido ciudadanos de segunda categoría, dicho sea en términos eufemísticos; su casi completa separación del resto de la población alemana se había logrado en pocas semanas, o quizá meses, mediante el terror, pero también merced a la casi unánime actitud adoptada por quienes les rodeaban. El doctor Benno Cohn, de Berlín, declaró: «Entre los judíos y los gentiles se había levantado un muro infranqueable... No recuerdo haber hablado con un gentil, en el curso de cuantos viajes hice a través de Alemania». Al proclamarse las normas de Nuremberg, los judíos creyeron que al fin tenían unas leyes a las que atenerse, y que, por ende, ya no eran personas fuera de la ley, y que si no se salían de los límites establecidos, tal como ya anteriormente habían sido obligados a hacer, podrían vivir en paz. Según el Reichsvertretung de los judíos alemanes (organización de alcance nacional de todas las comunidades y organizaciones, fundada en septiembre de 1933, a iniciativa de la comunidad judía de Berlín, y en modo alguno organizada por las autoridades nazis), el propósito de las leyes de Nuremberg era «establecer una cierta zona en la que fuera posible la existencia de unas tolerables relaciones entre los alemanes y los judíos», a lo cual un miembro de la comunidad de Berlín, sionista radical, añadió: «La vida es siempre posible bajo el imperio de las leyes, cualquiera que sea su contenido. Sin embargo, no se puede vivir cuando se da la total ignorancia de lo que está permitido y lo que está prohibido. También cabe la posibilidad de ser un ciudadano útil y respetado, pese a pertenecer a una minoría que vive rodeada de un gran pueblo» (Hans Lamm,
Über die Entwicklung des deutscher Judentums
, 1951). Y como sea que Hitler, mediante la purga en 1934 de las huestes de Röhm, había debilitado el poder de las SA, las tropas de asalto con camisas pardas que fueron casi exclusivamente responsables de los primeros pogromos y atrocidades, y habida cuenta de que los judíos ignoraban la creciente influencia de las SS, camisas negras, que, por lo general, no empleaban lo que Eichmann denominaba con desdén «métodos de asalto», en los medios judíos se creía que todavía era posible encontrar un
modus vivendi
, e incluso llegaron a ofrecer su cooperación a fin de hallar «una solución al problema judío». En resumen, cuando Eichmann comenzó su aprendizaje en la cuestión judía, en la que, cuatro años después, sería considerado un experto, y cuando entró por vez primera en relación con funcionarios judíos, tanto los sionistas como los asimilacionistas hablaban de un «gran renacimiento judío», de «un gran movimiento de espíritu constructivo, entre los judíos alemanes», y todavía discutían, en el terreno puramente ideológico, sobre la conveniencia de que los judíos abandonaran Alemania, como si ello dependiera de su libre voluntad.
El relato ―deformado, como cabía esperar, pero veraz en algunos puntos― que Eichmann hizo, ante la policía, de su ingreso en el nuevo departamento, nos describe aquel paraíso artificial en que los judíos creían vivir. Ante todo, el nuevo jefe de Eichmann, un tal Von Mildenstein, que poco después sería trasladado a la Organización Todt, de Albert Speer, en la que ocupáría un cargo en el departamento de construcción de carreteras (Mildenstein era lo que Eichmann fingía ser, es decir, ingeniero), recomendó a su subordinado que leyera la famosa obra clásica sionista
Der Judenstaat
, de Theodor Herzl, cuya lectura convirtió a Eichmann al sionismo, doctrina de la que jamás se apartaría. Parece que este fue el primer libro serio que leyó sobre esta materia, y le causó una profunda impresión. A partir de entonces, como en momento alguno dejó de repetir, Eichmann pensó solamente en una «solución política» del problema judío (en contraposición a la «solución física»; la primera significaba la expulsión, y la segunda el exterminio), y en hallar el modo de proporcionar a los judíos un lugar en el que pudieran vivir permanentemente. (Merece advertirse que en 1939 Eichmann protestó públicamente por la profanación de la tumba del doctor Herzl, en Viena, y, según ciertos informes, Eichmann asistió, vestido de paisano, a la conmemoración del treinta y cinco aniversario de la muerte de Herzl. Resulta sorprendente que Eichmann no hablara de ello en Jerusalén, pese a que en momento alguno dejó de alardear de las excelentes relaciones que sostuvo con los representantes de las comunidades judías.) A fin de lograr adeptos a la solución política, Eichmann comenzó a predicar tal evangelio entre sus compañeros de las SS, a dar conferencias y a escribir folletos. Entonces aprendió un poco de hebreo, lo cual le permitió leer, bien que mal, los periódicos escritos en yiddish ―lo cual no era excesivamente difícil, ya que el yiddish es, básicamente, un viejo dialecto alemán escrito en caracteres hebreos, que puede comprender cualquier persona de habla alemana que se haya tomado la molestia de aprender unas cuantas palabras hebreas―. Eichmann llegó incluso a leer otro libro,
History of Zionism
, del que era autor Adolf Böhm, y cuyo contenido confundió constantemente, durante el juicio de Jerusalén, con el de la obra de Herlz
Judenstaat
; quizá tales lecturas representaran un formidable logro, para un hombre que siempre sintió repugnancia a leer cuanto no fueran periódicos, y que, ante la desesperación de su padre, jamás utilizó la biblioteca familiar. Tras la lectura de la obra de Böhm, Eichmann se dedicó a estudiar la organización del movimiento sionista, sus distintos sectores, sus agrupaciones juveniles y sus diferentes programas. Sin embargo, esto no bastó para que se le considerase un especialista en cuestiones judías, pero sí fue suficiente para que le diesen la misión oficial de actuar como espía en las oficinas del movimiento sionista y en las reuniones de los sionistas. Vale la pena señalar que la formación de Eichmann en cuestiones judías quedó limitada exclusivamente a las doctrinas sionistas.
Sus primeros contactos personales con agentes judíos, todos ellos conocidos sionistas desde antiguo, fueron plenamente satisfactorios. Eichmann explicó que la razón en cuya virtud quedó fascinado por «el problema judío» fue, precisamente, su propio «idealismo». Estos judíos, a diferencia de los «asimilacionistas», a quienes siempre despreció, y a diferencia también de los judíos ortodoxos, que le aburrían, eran «idealistas», igual que él. Según Eichmann, un «idealista» no era simplemente un hombre que creyera en una idea, o alguien que no aceptara el soborno, o no se alzara con los fondos públicos, aun cuando estas cualidades debían forzosamente concurrir en los «idealistas». Para Eichmann, el «idealista» era el hombre que vivía para su idea ―en consecuencia, un hombre de negocios no podía ser un «idealista»― y que estaba pronto a sacrificar cualquier cosa en aras de su idea, es decir, un hombre dispuesto a sacrificarlo todo, y a sacrificar a todos, por su idea. Cuando, en el curso del interrogatorio policial, dijo que habría enviado a la muerte a su propio padre, caso de que se lo hubieran ordenado, no pretendía solamente resaltar hasta qué punto estaba obligado a obedecer las órdenes que se le daban, y hasta qué punto las cumplía a gusto, sino que también quiso indicar el gran «idealista» que él era. Igual que el resto de los humanos, el perfecto idealista tenía también sus sentimientos personales y experimentaba sus propias emociones, pero, a diferencia de aquellos, jamás permitía que obstaculizaran su actuación, en el caso de que contradijeran la «idea». El más grande idealista que Eichmann tuvo ocasión de tratar entre los judíos fue el doctor Rudolf Kastner, con quien sostuvo negociaciones en el caso de las deportaciones de los judíos de Hungría, y con quien acordó que él ―Eichmann permitiría la «ilegal» partida de unos cuantos miles de judíos a Palestina (los trenes en que se fueron iban protegidos por policías alemanes) a cambio de que hubiera «paz y orden» en los campos de concentración desde los cuales cientos de miles de judíos fueron enviados a Auschwitz. Los pocos miles de judíos que salvaron sus vidas gracias a este acuerdo, todos ellos personas destacadas y miembros de las organizaciones sionistas juveniles, eran, según palabras de Eichmann, «el mejor material biológico». A juicio de Eichmann, el doctor Kastner había sacrificado a sus hermanos de raza en aras a su «idea», tal como debía ser. El juez Benjamín Halevi, uno de los tres que formaban el tribunal que juzgó a Eichmann, fue quien juzgó a Kastner en Israel, cuando este último fue acusado de colaborar con Eichmann y con otros altos funcionarios nazis; en opinión de Halevi, Kastner había vendido su alma al diablo. Ahora que el propio diablo se sentaba en el banquillo, resultaba ser nada menos que un «idealista», y aun cuando sea difícil creerlo, es muy posible que aquel que vendió su alma fuera también un «idealista».