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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (24 page)

BOOK: Dos días de mayo
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Esteve Roura apretó tanto las mandíbulas que casi las aplastó una contra la otra.

Miquel quiso tranquilizarle.

—Estoy solo, no tema. Nadie más lo sabe.

—¿Con quién ha hablado?

—Con nadie. Mateo y Pascual Virgili han muerto, Enric Macià sigue detenido, Maurici Sunyer ya no estaba en su escondite de la fábrica hace un rato.

—Maldito hijo de puta… —Crispó los puños.

—Le repito que nadie más lo sabe. Yo sólo he seguido un rastro. Todo el mundo deja uno, como los caracoles. No me ha sido muy difícil, ha bastado con ir juntando las piezas, aunque encontré unas anotaciones en una libreta de Mateo que fueron la clave.

—¿Qué anotaciones?

—31 de mayo, «Libertad», «¡Bum!», «Esperanza»… Gráfico, ¿no?

—¿Qué iba a hacer cuando me encontrase?

—Nada.

—¿Nada?

—Resolver un caso, aunque sólo fuera para mí, y al menos decírselo a María.

—¿Y decirle también que su padre fue un traidor?

—No, eso no. A fin de cuentas lo hizo para salvarla a ella.

—¿Así que me encuentra y se va, tan pancho?

—Sí.

—Y qué más.

—Usted es un contrasentido, Roura. —Le miró a los ojos sosteniendo su mirada rabiosa—. Por un lado es un asesino, y por el otro, si su loco plan sale bien, será un héroe.

—Exacto. —Le enseñó los dientes en una falsa sonrisa—. ¿No le parece gracioso?

—No sea absurdo y desáteme.

—¿Desatarle? ¿Por qué?

—Fui sentenciado a muerte por Franco, indultado después, y pasé ocho años y medio en el Valle de los Caídos. ¿Cree que les tengo simpatía?

—Eso no significa nada.

—¿Que no? He tragado la misma mierda que usted, no me venga con estupideces.

—Habla con mucha confianza para estar atado a una silla.

—La verdad siempre es lo más simple. Piense con lógica.

—Eso hago. ¿Cómo me ha encontrado?

—Todo el mundo con el que he hablado me ha dicho lo de su locura por el cine. Su prima Esperanza, Pepe, la señora García…

—Oiga, ¿desde cuándo está buscándome?

—Desde ayer por la mañana.

—¿Seguro que tiene sesenta y cinco años? Se mueve rápido.

—Quien tuvo retuvo, o eso dicen.

—Siga. Aún no me ha dicho cómo sabía que estaba oculto aquí.

—En la fábrica donde Sunyer esperaba el momento encontré prospectos de cine. Eso me hizo recordar algo. Si usted no acompañaba a Sunyer, si se habían separado, por lógica precaución, para que no pudieran detenerlos juntos, es que se escondía en otra parte. Y lo que recordé fue un comentario de su vecina: usted conquistó a la taquillera de este cine no sólo para ver películas gratis, sino para pasar el rato aquí con ella. Un cine que, casualmente, estaba cerrado ahora por obras.

Se le descompuso la cara.

—Mierda —exhaló.

—La policía no interrogó a su vecina, tranquilo.

—Soy un bocazas. —Se golpeó la pierna con una mano.

—En eso le doy la razón.

Su aplomo era real, pero también impuesto, forzado. Roura recuperó los nervios y perdió parte de la escasa paciencia que le quedaba.

—¿Quiere que le cierre la boca de un guantazo?

—Usted ha preguntado.

—¡Cállese!

Se levantó de la silla y paseó igual que un león enjaulado, arriba y abajo de la habitación. Acabó dándole una patada al colchón. Le hizo un corte a la tela, ya de por sí vieja y podrida. Por el boquete asomaron unas pocas plumas aplastadas por el uso.

—¿Ha visto a Sunyer? —Se detuvo.

—Ya le he dicho que no, pero tenía que haberse deshecho de las fotos de Colón y del maniquí. Las fotos por lo evidente, y el maniquí porque, aun suponiendo que la policía busque a un hombre manco, él ya no lo será: llevará el brazo izquierdo en cabestrillo con la mano vendada.

—¡Maldito hijo de la grandísima puta! —Se plantó delante de él y casi pegó su nariz a la suya—. ¿No comprende lo que está en juego?

—Claro que lo comprendo.

—¡Nos jugamos todo, coño! ¡Hoy va a cambiar la historia!

—La historia no cambia, sigue. —Su tono fue solemne—. Como mucho habrá otra guerra, como poco una represión brutal.

—¡Volverá la República!

—¿Con qué medios? ¿Con qué líderes?

—Pero ¿usted de qué lado está? —No pudo creerlo—. ¿Quiere impedirlo?

—No —dijo—. Ni puedo colaborar ni menos podría hacer nada. No es el caso, Roura. Ética y estética.

—¿De qué diablos está hablando?

—Nada, cosas mías.

—Me está hartando, ¿sabe? —Empezó a perder la paciencia—. Aparece por aquí como un fantasma, me toca los huevos, lo sabe todo… ¿O no? —Frunció el ceño—. ¿No me estará sonsacando para que sea yo quien…?

—¿Por qué no me desata? Casi no siento las manos.

—Hable.

—Por favor…

—¡Hable! —Volvió a sentarse en la silla—. ¡Vamos, ilumíneme!

—¿Es necesario?

—Me resulta imposible creer que lo sepa todo.

—Fui policía —insistió.

—Es un viejo, y en dos días no puede haber desentrañado todo un plan como el nuestro.

—Dos días dan para mucho, sobre todo si se juntan las pequeñas piezas y se presta atención a los detalles. Lo asombroso es que la policía no haya sido más lista.

—Ésos sólo saben torturar y matar.

—Ahí le doy la razón. Además, la visita de Franco ha puesto la ciudad patas arriba. Si creen que han desarticulado la trama, pese a no haber detenido a dos de sus miembros… Todo es posible.

—Sorpréndame, venga.

—Antes desáteme.

—No voy a hacerlo.

—Usted está armado, yo no.

—No estoy armado.

—Tiene la pistola con la que mató a Policarpo… —Dejó de hablar al comprenderlo—. No, claro. La pistola también la tiene Sunyer, para quitarse la vida después de haber arrojado las dos granadas. Enfermo o no, mejor hacerlo por su mano que ser torturado en la Vía Layetana.

Los ojos de Esteve Roura eran dos rendijas.

Parecía agotado.

Incrédulo y agotado.

—Estoy esperando —le apremió.

—Llegará tarde a Colón.

—Hable.

No tenía otra alternativa, así que lo hizo.

34

—Usted conoció a Mateo Galvany el 3 de abril en casa de su prima Esperanza. Era la merienda de su cumpleaños y asistió de casualidad, por el simple hecho de que acompañó a su madre. Mateo era un ex policía, viejo, pero que compartía con usted el mismo odio hacia el fascismo, la dictadura, Franco… La guerra les arrebató todo, arruinó sus vidas, acabó con sus seres queridos y los sumió en este presente gris y vacío. Usted es de los que hablan en voz alta, a veces sin mirar quién tiene cerca. Pero esa tarde encontró a un igual, así que se hicieron amigos. En otras circunstancias no habrían tenido nada que ver el uno con otro, pero en éstas…

—Lástima que tuviera esa maldita hija.

—No sea injusto. Al menos a él le quedaba ella —repuso Miquel antes de continuar—. Un día llevó a Mateo al club Goya, y allí se lo presentó a Virgili y a Macià. No eran más que cuatro jugadores, pero ellos también sentían el mismo odio por el maldito Caudillo, los curas, cuantos habían subvertido el orden constitucional sin que nadie en Europa moviera un dedo para impedirlo. Así que un médico, un ex policía, un secretario y usted, que trabajaba en una imprenta, jugaban y luego hablaban de política.

—Exacto, hablábamos —lo dijo con desprecio—. Hablar y hablar y sólo hablar, sin hacer nada, sin mover un dedo. Como todos en este jodido país.

—Entonces, un día, lo más probable es que Macià les hablara de la visita de Franco. Esas cosas son secretas, se mantienen bajo llave, pero hay que prepararlo todo con tiempo, agendas, seguridad, protocolos… Puede que Macià incluso se enterase de casualidad, por oírlo, por ver un papel, por pillar una conversación casual…

—Macià lo sospechó por unos movimientos en materia de seguridad. Había que blindar Barcelona el 31 de mayo y el 1 y 2 de junio.

—Era la tercera visita de Franco. Las dos primeras habían sido triunfales, con la gente en las calles, que es lo que más duele: ver el olvido, la forma en que la falsa paz y una mentira pueden consolar al pueblo. Para muchos, tener al Caudillo en Barcelona aún es una afrenta, una forma de escupir sobre las tumbas de nuestras mujeres e hijos.

—¿Tuvo un hijo?

—Murió en el Ebro. Mi esposa, de cáncer a los pocos días del final de la guerra.

—¿Por eso no se marchó al exilio, como todos?

—Sí.

—Continúe, lo hace bien.

—A usted se le encendió la bombillita cuando Macià les contó eso. Y de ser cuatro derrotados sin más se convirtieron en cuatro revolucionarios. Lo más seguro es que al contarles su plan, porque me apuesto lo que quiera a que la idea fue suya, ellos se echasen a reír.

—Lo hicieron —resopló con sorna—. Virgili incluso dijo que era una estupidez. No una locura: una estupidez.

—Pero les convenció.

—¡Porque era el atentado perfecto, sin huellas, sin ningún hilo del que tirar! —Le podía el orgullo y la inconsciencia. Tenía un público—. ¿Quién iba a descubrir algo tan simple?

—Había que buscar un ejecutor, alguien a quien no le importase morir, porque estaba claro que quien asesinara a Franco no iba a salir con vida del atentado. O le mataban allí mismo o la policía lo llevaba a la tortura y le arrancaban la piel a tiras. —Retomó la cadencia de su explicación—. De esta forma, cada uno de ustedes tuvo un trabajo que hacer. El plan era cosa suya, Macià se encargaba de la logística, averiguar cómo y cuándo llegaría Franco y el camino que seguiría en su paseo triunfal por la ciudad, Mateo tenía que conseguir las dos granadas de mano y la pistola gracias a sus viejos contactos policiales, y Virgili lo financiaba todo, porque era el más adinerado, y buscaba al candidato: un hombre tan enfermo que apenas le quedaran unas semanas de vida. Encima, carambola: el candidato resultó ser un viejo campeón de lanzamiento de peso. Una maravillosa casualidad que permitía realizar el atentado a distancia, sin necesidad de acercarse mucho a Franco. Manco o no, Sunyer era perfecto. Y tan lleno de odio como ustedes, porque la guerra también se lo arrebató todo. Con un aneurisma de aorta torácica le quedaban pocas semanas de vida.

—Sí. —Mostró toda su satisfacción—. El candidato ideal, ya puede decirlo. ¿Cabía más suerte?

—Dígame, ¿fue un azar o…?

—No lo sabe todo —pareció alegrarse Roura—. De hecho, el plan se me ocurrió el día que Virgili nos contó que Sunyer era su paciente. Un ex campeón de lanzamiento de peso con sólo un brazo, sin familia, tan amargado como nosotros, y con esa enfermedad terminal. Fue sólo un comentario casual, un «pobre hombre, hay que ver qué cosas pasan». Pero a mí se me encendió la bombillita.

—Los hados les favorecían.

—Hablamos con él y se lo propusimos. Aceptó a la primera. Un valiente. Un verdadero valiente. —Asintió con la cabeza.

—Y llegó el entrenamiento, en Montjuïc.

—¿También sabe eso? —No pudo creerlo su compañero.

—Sunyer llevaba años fuera de circulación, y con sólo un brazo… Por suerte una granada de mano no es tan pesada como la bola de las competiciones atléticas. Lo esencial es que pudiera lanzarla sobre un pequeño receptáculo cuadrado en movimiento, es decir… el espacio del coche descapotable que utilizaría Franco en su paseo por Barcelona, que aunque fuera a velocidad reducida requería precisión. Para eso querían dos bombas, para estar seguros de que al menos una caería a sus pies, si no las dos. —Hizo un gesto de dolor, porque ya era incapaz de sentir sus manos—. Usted se hizo un carrito de madera más o menos del tamaño del interior del coche, y lo arrastraba mientras Sunyer lanzaba piedras tratando de meterlas dentro.

—Pero ¿quién pudo contarle esto,
mecagüen
la puta?

—¿Cree que en Montjuïc no hay ojos?

—¡No! Sólo…

Abrió los suyos al límite.

Miquel esperó a que lo comprendiera.

—¿Sabe también por qué se torció todo? —se rindió Roura.

—Mateo Galvany sabía dónde encontrar esas dos granadas y la pistola. Durante muchos años el clan de los Fernández se nos había resistido. Siempre salían impunes de todo. Ahora, no sólo sobrevivían, sino que continuaban con sus negocios. Inmunes en democracia, inmunes en dictadura. Listos como el hambre, poderosos y con tentáculos. El viejo enemigo seguía siéndolo, pero ya no para Mateo. Fue a ver a Policarpo Fernández, le encargó las dos granadas y el arma y esperó. Nadie contaba con que uno de los hombres en apariencia fieles a Policarpo fuese un confidente de la policía, alguien encargado de irles contando cosillas. Así tenían controlado al clan y, cuando fuera necesario, acababan con él y en paz.

—¿No fue ese tal Policarpo el que…?

—No. Usted mató al hombre equivocado. Su único y mayor error, porque ellos, el clan, la familia entera, van a perseguirle hasta la tumba, se lo aseguro.

Esteve Roura se había puesto súbitamente pálido.

—¿Saben que fui yo?

—Sí. —Pensó en su cita del día siguiente con Terencio.

—¿Se lo ha dicho usted?

—Lo comprendieron al saber que Mateo había sido atropellado —mintió con aplomo.

—Maldito Mateo… —Suspiró el promotor de toda aquella insólita locura.

—Mi ex jefe compró las granadas y la pistola. Esa misma tarde se las llevó a Sunyer. Por eso la policía no las encontró en su casa cuando fueron a detenerle, guiados por la delación del hombre de Policarpo. Pero la policía tampoco sabía de la misa la mitad. Iban a por un simple tipo que había comprado dos granadas y un arma. ¿Para qué? Cuando interrogaron a Mateo se tropezaron con su resistencia. No le habrían sacado una palabra. Pero no son tontos. Los hijos se nos cuelgan del cuello para siempre. Bastó con que amenazaran con matar a María. Mateo se vino abajo y les contó todo. La policía alucinó: ¡un plan para matar ni más ni menos que al Caudillo! Entonces supongo que les perdió la impaciencia. A Virgili y a Macià les cogieron fácil, pero Sunyer y usted escaparon. La señora Luisa me dijo que Sunyer les vio llegar a su casa y echó a correr con cien pesetas que le pudo dar. Usted no sé cómo lo consiguió.

—Sunyer ya tenía pensado irse desde el mismo momento en que orquestamos el plan, para que nadie pudiera localizarle salvo yo. Tardó demasiado en hacerlo. Lo importante es que logró escapar.

—¿Listo?

—Precavido.

—Pero le contó a Pura lo de sus «ensayos» con las piedras. Una prostituta de la calle Robadors.

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