Dos días de mayo (18 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Dos días de mayo
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Llegó al patio.

El féretro se hallaba en el centro, sobre un túmulo, ligeramente elevado por la parte de la cabeza; así que, aunque a duras penas, pudo reconocer a Policarpo Fernández. Llevaba trece o catorce años sin verle y parecía más joven que entonces. Un buen trabajo de los embalsamadores. Muy bueno. Tenía un enorme cirio en cada una de las esquinas y una cruz de plata presidiendo la cabecera. En el lado izquierdo, de cara a la gente que pasaba por delante y testimoniaba su dolor, la familia más directa ocupaba una docena de sillas. Vio a la viuda, a media docena de sus hijos, ya mayores, y también a Terencio.

El hermano del muerto le reconoció.

Se miraron, sólo eso.

Luego Miquel dio media vuelta y recorrió el pasadizo a la inversa.

Cuando llegó a la calle esperó.

Terencio Fernández no se hizo esperar. Apenas dejó transcurrir un minuto. Llegó hasta él y se lo quedó mirando con una mezcla de sorpresa y desconcierto. No hizo ningún gesto, y menos el de tenderle la mano. Sólo aquella mirada. La gente bajaba los ojos ante él y se apartaba con respeto. Tanto que se hizo un círculo a su alrededor.

—Inspector. —Hizo un leve gesto con la cabeza.

—Hola, Terencio. Ya veo que llego en mala hora.

—Muy mala hora.

Terencio Fernández tendría unos tres o cuatro años menos que él, rondaría los sesenta y poco más. Mantenía su cabello y su envergadura. De hecho, los tres hermanos Fernández habían tenido siempre una presencia imponente: altos, barrigones, cabezones, mandíbulas cuadradas, ojos de mirada fría, cejas espesas. Los años no hacían sino acrecentar ese aspecto y conferirle más poder. Como muchos de su gremio, para sus convecinos eran santos, impartían su propia ley, eran justos, generosos.

Poderosos en tiempos de la República y, podía apostar lo que fuera, igualmente intocables en la dictadura.

Listos, como decía Mateo.

—¿Qué le ha pasado a Policarpo?

—¿No ha venido por eso? —se extrañó Terencio.

—Ya no soy policía.

—¿Ah, no?

—Puedes echarme a patadas, por los viejos tiempos.

—Precisamente por los viejos tiempos no lo haría nunca. Para mí siempre será el inspector Mascarell.

—Ya no hace falta que me llames de usted.

Terencio Fernández atendió a los detalles, el traje ajado, la barba de un día, el cansancio.

—Si ya no es policía ni sabía que mi hermano había muerto, ¿por qué está aquí?

—Porque mataron a un amigo mío.

—¿Quién?

—Mateo Galvany. El inspector Galvany.

—¿El jefe? —Levantó las dos cejas muy sorprendido.

—Sí.

—Coño.

—¿No lo sabías?

—¿Por qué tenía que saberlo? —Mantuvo el tono de sorpresa.

—Tenía algo con tu hermano.

—Bueno, cada cual lo suyo. No nos lo contábamos todo, aunque… ¿Dice que lo mataron? ¿Cuándo?

—Anteayer.

—¿Cómo?

—Lo atropellaron y se dieron a la fuga.

—¿Fue intencionado?

—Sí.

Terencio Fernández bajó los ojos y se miró la punta de los zapatos, impecables y lustrosos. Vestía un traje negro de buen corte. No parecía un banquero, pero sí el propietario de una ganadería taurina. Llevaba un alfiler de oro en la corbata, gemelos en la camisa y dos anillos en cada mano. La cadena y la cruz, también de oro, debía de llevarlas por debajo de la camisa.

—Usted no cree en las casualidades, ¿verdad, inspector?

—No, nunca he creído en ellas.

—¿Seguro que el inspector Galvany tenía algo con Policarpo?

—Sí, seguro.

—¿Tantos años después y de pronto amigos, o socios, o lo que fuera?

—Eso parece. Venía a preguntárselo.

La presión de las mandíbulas fue evidente. Formaron un ángulo de noventa grados durante unos segundos.

Terencio Fernández hundió su mirada más acerada en él.

Y se lo soltó igual que un latigazo.

—A mi hermano le pegaron un tiro ayer.

25

La habitación era pequeña y olía a rancio, como si por allí no hubiera pasado nadie en semanas o meses. Bajo la mortecina luz de una lamparita que colgaba del techo, porque tampoco daba al exterior, el único mobiliario consistía en dos sillas, dos butacas y una mesa insertada entre ellas. Terencio ocupó una y él la otra. Estaban solos, sin oídos próximos. El hombre que les acababa de acompañar hasta allí se había quedado fuera, custodiando la puerta o, mejor dicho, a la espera de cualquier orden de su jefe, porque en el corazón del clan era imposible que pudiera suceder nada malo. De las cuatro paredes colgaban carteles de corridas de toros.

Miquel contó siete.

—¿Sabe, inspector? —Habló primero el dueño de la casa—. Ni en sueños habría imaginado una escena como ésta. Usted y yo, aquí, en mi casa, hablando como amigos.

—No me llames inspector. —Se lo repitió por segunda vez.

—Para mí, usted siempre será el hijoputa del inspector Mascarell. —Le enseñó los dientes en una sonrisa cargada de ironía y mala leche.

Tenía uno de oro, reluciente.

—Siempre fuiste el más chistoso de los tres.

—En la vida unas risas sirven más que ninguna otra cosa.

—¿Hiciste la guerra, Terencio?

—A mi modo.

—Yo también.

—¿En el frente?

—No, aquí, pero luego estuve preso hasta el 47.

—Lo paso mal, ¿eh?

—Desde luego.

—Usted era de los fieles, leales hasta la médula, y seguro que sigue siéndolo.

—Tú y tus hermanos, en cambio, erais de los que se doblan como juncos según de dónde sople el viento. Y aquí seguís.

—Abelardo ya no.

—¿Murió?

—Él sí luchó contra los fascistas.

—Tenía un punto romántico.

—Los idealistas mueren jóvenes.

—Ahora sólo quedas tú.

—Quedamos muchos, inspector. Eso es lo bueno. Lo malo es que ellos lo saben y cada día aprietan un poco más.

—Así son los nuevos tiempos.

Terencio se arrellanó en la butaca, como dispuesto a mantener una larga conversación, aunque no tan trivial como la que estaban manteniendo.

—¿Por qué ha venido a ver a Poli?

—¿Puedo hacerte una pregunta antes? —dijo, y continuó al ver el gesto de asentimiento de su interlocutor—. ¿Sabes quién le mató?

—No, pero daré con él, se lo aseguro. Ahora responda.

—Hace unos días el inspector Galvany y tu hermano se pusieron en contacto. No sé quién dio el paso, creo que Mateo. Probablemente le pidió algo a Policarpo.

—¿Qué podía ser?

—Ni idea, pero el día 18 Policarpo mandó a alguien a casa de Galvany. No lo encontró y le dejó el recado a su hija: que viniera a verle, aquí o donde tengáis ahora «las oficinas». María recuerda el nombre: Policarpo. Mateo hizo lo que le pedía tu hermano y, tras reunirse los dos esa noche, regresó muy tarde. Dos días después les detuvieron, a los dos. María no sabía nada del asunto que su padre se llevaba entre manos, y él, para salvarla, delató a los que estaban implicados en el tema, sus amigos, socios o lo que fuera. María salió libre. De los cuatro hombres a los que denunció Mateo, cogieron sólo a dos. Los otros dos escaparon. De los detenidos, uno murió a las primeras de cambio en los interrogatorios. El otro sigue preso. Mateo estuvo seis días en la Central, sometido a torturas. No debía de saber nada más, y mucho menos dónde se escondían los huidos; pero, por si acaso, la policía le dejó libre y pusieron a un perro de presa tras sus pasos. A sus setenta y seis años, mi viejo jefe se pasó tres días en casa, agotado, sin abrir la boca. El domingo salió y entonces le atropellaron. A la descarada. El policía que le seguía disparó sobre el coche sin acertarle. Lo único que se sabe es que conducía un hombre.

—Lo mataron por delator, está claro. Lo que se llevaran entre manos ya se había ido al garete.

—Es lo que yo pienso.

—Tuvo que ser uno de los dos huidos, a no ser que hubiera alguien más metido en el asunto.

—Opino lo mismo.

—¿Cree que mi hermano tuvo algo que ver en eso?

—No, y menos habiéndole asesinado también a él.

—¿La misma persona?

—Sí, Terencio. La misma persona.

Asimiló la información. Hundió sus ojos en uno de los carteles y los dejó allí fijos unos segundos. Sólo le faltaba un puro habano entre las manos.

—¿Quiénes son esos hombres?

—Enric Macià, que trabajaba en Capitanía General; Pascual Virgili, un médico del corazón; Maurici Sunyer, un enfermo suyo que había sido atleta y al que le falta un brazo, y Esteve Roura, el encargado de una imprenta.

—¿Ellos y el inspector Galvany?

—Sí.

—Un extraño grupo.

—Cierto.

—¿Qué iban a hacer?

—No lo sé —mintió.

Otra pausa, la segunda, más breve.

—Así que alguien delató al inspector Galvany —dijo Terencio Fernández.

—Sí.

—¿Y quiere saber quién lo hizo?

—Fue después de ver a tu hermano. Cayeron sobre él como lobos.

—¿No creerá que fue Poli? —Convirtió sus ojos en dos rendijas.

—Sé que era legal. Delincuente o no, tenía su ética. Tú también la tienes, Terencio. Y no eres tonto. Venía a verle a él y resulta que también ha sido asesinado. ¿Qué más quieres? Eso nos hace compañeros ocasionales. Tú mismo has dicho que no crees en las casualidades.

—Mi hermano era muy cuidadoso con lo suyo, usted lo sabe mejor que nadie.

—Me consta.

—Tuviera lo que tuviese con el inspector Galvany, lo sabrían él y muy pocos más.

—Entonces tienes un topo. Un confidente en casa.

La presión de las mandíbulas se hizo mayor esta vez. También el rictus de furia. Una delación era grave. Tener un topo mucho más. Que ella le costara la vida a su hermano…

—La persona que mató a Mateo intuyó la verdad: que alguien de Policarpo le había ido con el cuento a la policía. No tuvo más que sumar dos y dos. Lo que está haciendo es una venganza en toda regla. Primero Mateo, después tu hermano.

—Mierda, inspector… —rezongó Terencio.

—¿Cómo pudieron matarle? ¿No iba nadie con él?

—Salía de ver a una amiga. —Hizo un gesto con la mano como para decir que eso era lo de menos—. Alguien le esperaba en el rellano. Cuando los que le esperaban abajo subieron, el asesino ya se había largado por las azoteas.

—¿Cómo es que os han dejado traer el cuerpo aquí y organizar el funeral…?

No acabó la pregunta. No era necesario.

Poder y dinero siempre iban de la mano.

—Policarpo es un santo en el barrio —le hizo ver el dueño de la casa—. Ésta es nuestra gente. ¿Ha visto cómo está la calle? El barrio entero ha venido a mostrarle sus respetos.

Miquel esperó.

Quedaba el interrogante final.

—Vamos, Terencio —se cansó de marear la perdiz—. Haz ya la pregunta. Ahora mismo es todo lo que nos queda.

El hombre asintió.

La hizo, palabra por palabra.

—¿Cómo era el que fue a casa del inspector Galvany?

—Traje oscuro, no muy alto, siniestro, ojos pequeños, con una cicatriz aparatosa que le iba desde la barbilla en diagonal hasta la mitad del cuello.

Reaccionó como si le hubiera disparado.

Un estremecimiento.

El tic en la mirada.

El peso esparciéndose por todo su cuerpo hasta aplastarle en la butaca.

Miquel ya no dijo nada.

Terencio Fernández se puso en pie, movió la cabeza para desentumecer los músculos del cuello y las vértebras cervicales, agarrotadas por la presión producida por lo que acababa de escuchar, y esperó a que su visitante hiciera lo mismo.

—Estamos enterrando a Poli, inspector. Es hora de ir al cementerio —le dijo con aire grave—. ¿Podría llamar por teléfono en… digamos un par de horas?

—¿A qué número?

El delincuente sacó una pluma de oro del bolsillo interior de su chaqueta y un papel del bolsillo delantero, una simple factura que parecía ser de una tintorería. Le escribió el número, le entregó el papel y se guardó la pluma.

—Dos horas. Si tarda más, ya no sabrá nada —le advirtió mientras caminaba hacia la puerta de la habitación.

26

El taxi le dejó por encima de la zona donde, según Pura, Maurici Sunyer «practicaba» para volver a ser el atleta que había sido, en la recta que pasaba por delante del Estadio y luego seguía hacia Miramar. La ladera de la montaña estaba llena de barracas apretadas, así que si hubiera subido por la calle Margarit, que era la utilizada por Sunyer, habría tenido que pasar entre ellas y encima superar todo aquel desnivel.

Demasiado para sus fuerzas.

Una vez pagado el servicio, miró cuánto le quedaba. Si seguía cogiendo taxis todo el día agotaría lo que por suerte llevaba encima al salir de casa el día anterior, y no tendría más remedio que regresar a por más dinero.

Sabía que si volvía caería rendido sobre la cama y ya no saldría de nuevo.

Luego llegaría Patro.

Y al día siguiente le costaría mucho más seguir investigando.

No, ¿qué estaba diciendo? ¿Al día siguiente? Ya no había día siguiente. Lenin le había dicho que Franco desembarcaba en Barcelona alrededor de las siete de la tarde. Si estaba en lo cierto, pasara lo que pasara, ya nunca sabría quién había matado a Mateo. Roura y Sunyer desaparecerían o serían pillados.

¿Y si, pese a todo, lo conseguían, y la ciudad era un caos?

¿Conseguirlo, un manco y un loco?

¿Cómo?

Mientras caminaba por la montaña, acercándose a la pequeña explanada abierta sobre la populosa zona de barracas, siguió dándole vueltas a lo hablado con Terencio Fernández. La muerte de Policarpo era un ingrediente más en la historia, y no baladí. Los Fernández eran enemigos muy duros. No perdonaban. No dejaban pasar ni una. Palabras como «honor» y «familia» eran sagradas para ellos. Un clan cerrado y hermético. Si efectivamente uno de ellos era un confidente de la policía, su delación había provocado la detención de Mateo, y como réplica, Policarpo había sido asesinado…

Todo tan lógico.

Era evidente que el asesino había llegado a las mismas conclusiones.

Tenía más dudas y preguntas.

¿Por qué Mateo fue atropellado y Policarpo abatido con un disparo? ¿El atropello para que pareciera un accidente y el crimen para que fuese evidente el sentido de venganza?

Encajaba, sí.

Roura y Sunyer. Sunyer y Roura.

Llegó al borde de aquel espacio momentáneamente vacío. Si miraba hacia abajo, veía el profundo desnivel habitado por aquella pequeña ciudad mísera y flotante hecha de barracas de cartón y madera, metal y otros desechos, entre la cual se hacinaban los desheredados del tiempo. Meras sombras que parecían invisibles aun siendo muy reales. Si miraba al frente veía la ciudad, la tupida alfombra formada por los techos de las casas, extendida desde la falda del Tibidabo hasta el mar y perdida a ambos lados, hacia Hospitalet por la izquierda y la costa del Maresme por la derecha. Se construían edificios sin cesar, las chimeneas y las torres de la Sagrada Familia apuntaban al cielo. Los campos iban desapareciendo, engullidos por el asfalto. Los emigrantes del sur de España llegaban en oleadas, trenes llenos. Cataluña volvía a ser el motor de un país que, una vez más, trataba de renacer.

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