Dioses, Tumbas y Sabios (23 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

BOOK: Dioses, Tumbas y Sabios
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Millones de bloques de piedra estaban destinados a proteger los cuerpos muertos y momificados de los reyes; además, sus tumbas contaban con pasillos tapiados, ardides arquitectónicos de ocultación que debían contener a los más audaces, evitando que se enriquecieran criminalmente, ya que las cámaras de los sepulcros contenían riquezas y tesoros apenas imaginables. La momia del rey, pues seguía siendo faraón cuando su
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se deslizaba en la momia para lograr una vida nueva en el más allá, necesitaba las joyas, los objetos de su uso personal, sobre todo los de lujo, los enseres valiosos de su vida cotidiana, las armas de oro y de metales nobles adornadas con lapislázuli y otras piedras preciosas, gemas y cristales. ¿Acaso las pirámides protegían de verdad? Como se ve, su pétrea mole no asustaba a los criminales, sino que, al contrario, más bien los atraía. Sus bloques de granito guardaban algo que su propia magnitud denunciaba de un modo claro: ¡Nuestra misión es ocultar algo muy importante!

Así, pues, los profanadores ejercieron sus malas artes en torno a las pirámides desde los tiempos más antiguos hasta los presentes, siempre con celo renovado. Con qué astucia, con qué perseverancia, con qué disimulo obraban, lo comprobó Petrie cuando sufrió su famoso desengaño en el sepulcro de Amenemhet.

Es preciso añadir algunas observaciones sobre lo más traído y llevado, desde hace unos cien años, aludiendo al famoso «enigma de la Gran Pirámide».

Ya conocemos el fenómeno: donde reina la inseguridad queda amplio espacio para la especulación. Pero hay que distinguir entre la simple especulación y la hipótesis. Esta última, elemento esencial de los métodos de trabajo de toda ciencia, partiendo del dato seguro, descubre perspectivas y posibilidades más o menos probables. Mas la especulación no tiene reparos; generalmente, ni siquiera arranca de puntos comprobados, sino imaginarios, y así se dan como conclusiones lo que no son más que simples fantasías y con alas de ensueño bordea los caminos más abstractos de la metafísica, las selvas más inextricables de la mística, los campos misteriosos del pitagorismo mal interpretado y de la cábala. Las especulaciones más peligrosas son aquellas que se emparejan con la lógica, con esa lógica a la que nosotros, hombres del siglo XX, nos sentimos siempre dispuestos a conceder nuestro aplauso.

Los hallazgos egipcios provocaron toda clase de especulaciones.

Ya hemos citado algunas al hablar de las interpretaciones de jeroglíficos anteriores a Champollion. Podemos añadir el intento más moderno de «sir Galahad»; tras ese seudónimo se oculta una mujer, la cual, en su obra titulada «Madres y amazonas», afirma, no como afirmación categórica, que los egipcios de tiempos históricos habían conocido el matriarcado en grado muy pronunciado. Digamos que «sir Galahad» presenta su tesis con fuegos de artificio tan deslumbrantes en estilo y lenguaje, que desearíamos que esta magia en la presentación fuera imitada alguna vez por un arqueólogo serio.

En este orden mencionaremos especialmente a Silvio Gesell, experto en economía y adepto teórico de la doctrina del libre cambio, que, desde el año 1945, vuelve a llamar la atención en Alemania. Gesell no se limitaba a propagar sus teorías, sino que planteaba un problema serio: ¿Acaso Moisés ha conocido la pólvora? Y con agudeza extraordinaria «prueba» que Moisés, en la corte de Ramsés, y con la ayuda de su suegro Jetro, que por ser sacerdote poseía determinados conocimientos secretos, utilizó el Arca sagrada de la Alianza como laboratorio de materias explosivas. El segundo libro de Moisés, en su capítulo 30, versículos 23 al 38, indicaba una receta para fabricar determinada materia explosiva. El zarzal ardiendo, los carros de combate egipcios que se vuelcan y cuyas ruedas son arrastradas por fuerzas misteriosas, la roca que salta de un golpe, el grupo de Korah tragado por la tierra que se abre, las murallas de Jericó que se derrumban por el toque de trompetas; todo esto, según Silvio Gesell, es producto de la ciencia, que llegó a fabricar, en su misteriosa Arca de la Alianza, los medios técnicos necesarios. ¿No había recibido Moisés las Tablas de la Ley bajo el disparo de morteros que echaban humo? ¿No necesitó el torpe ayudante del laboratorio cuarenta días para curar sus quemaduras?

La opinión de Silvio Gesell se ve apoyada en el campo de las ciencias naturales por Johannes Lang, que defiende con audacia la teoría del mundo vacío.

Lo esencial es que, desde los tiempos más remotos, fue precisamente la Gran Pirámide —la de Keops— la que había de encerrar el milagro de los números místicos. Este misticismo cabalístico no debe considerarse en un plano distinto al de los ejemplos antes indicados. Y nada altera el hecho de que también en nuestros días hombres de ciencia serios, personas que en sus estudios logran trabajos excelentes, se entreguen al misticismo de los números, a la cábala.

Frecuentemente se ha llamado «Biblia de piedra» a la Gran Pirámide. Conocidas las muchas interpretaciones simbólicas de la Biblia, podemos decir que son tantas como las de la Gran Pirámide. Por el plan, por la situación de las puertas y la orientación de los pasillos de las salas y de la cámara sepulcral se ha pretendido descifrar nada menos que la síntesis de toda la historia del género humano. Según esta «historia» contenida en la pirámide, un investigador anunció el comienzo de la primera guerra mundial para el año 1913, y los seguidores de tal superstición anotaron que se había equivocado «solamente en un año».

Sin embargo, los aficionados a la mística de los números se enfrentan en este caso con un material que nos sorprendería, si no lo redujésemos al punto a su valor normal. Por ejemplo, es un hecho irrebatible que las pirámides están orientadas exactamente según los cuatro puntos cardinales. Así, pues, la diagonal que, de Nordeste a Suroeste, pasa por la pirámide de Keops, coincide exactamente con la diagonal de la pirámide de Kefrén. La mayoría de las múltiples comprobaciones siguientes se basan en cálculos erróneos, en exageraciones más o menos conscientes, y en una ampliación excesiva de las posibilidades que ofrece todo edificio monumental cuando lo apreciamos con nuestras pequeñas unidades de medir.

Después de las primeras medidas tomadas por Flinders Petrie, se han hecho otras relativamente exactas de la Gran Pirámide. No olvidemos que toda medición moderna no es más que aproximada, pues ni se conserva la capa del revestimiento exterior de la pirámide, ni la cima.

Todo misticismo de cifras, cábala que se basa, habitualmente, según los entendidos, en unidades de centímetros, milímetros y fracciones de pulgada, está condenado de antemano al descrédito.

Añadamos a esto que debemos reconocer a los egipcios conocimientos extraordinarios en la ciencia astronómica, pero nunca podemos atribuirles el conocimiento de unidades de medida como, por ejemplo, la que representa el metro original conservado en París. A este respecto, recordemos que carecían de la noción histórica del tiempo, y así comprendemos todo lo extraño de su mundo ideológico, no orientado, como el nuestro, siempre hacia lo exacto.

Operando con valores de medida limitados no es difícil construir en este terreno teorías muy llamativas sobre estos edificios enormemente grandes. Es casi seguro que, si considerásemos la catedral de Chartres o la de Colonia estudiándolas con medidas de centímetro, podríamos lograr las conclusiones más insospechadas en valores de cifras cósmicas, por una elemental suma, resta y multiplicación, y llegar a deducciones cabalísticas sorprendentes. Tampoco el valor π debe ser objeto de elucubraciones misteriosas, pues su equivalente, el «número de Ludolf», era conocido por los constructores de pirámides.

Incluso si fuera cierto que los egipcios fijaban así realmente conocimientos astronómicos y matemáticos de categoría especial en las medidas de la Gran Pirámide —conocimientos a que ha llegado la ciencia moderna solamente en los siglos XIX y XX, como por ejemplo la distancia exacta de la Tierra al Sol—, no habría razón alguna para dar a estos valores un significado místico, ni mucho menos deducir de ellos profecía de ninguna clase.

En el año 1922, el egiptólogo alemán Ludwig Borchardt, tras un estudio detenido de la Gran Pirámide, publicó un libro titulado: «Contra el simbolismo de los números relativos a la Gran Pirámide de Gizeh». En esta obra hallamos argumentos en contra de la corriente mística.

Petrie fue un arqueólogo que no se detuvo ante ningún obstáculo. Tenaz, firme, siempre dispuesto a encontrar nuevas ruinas, con pasión inquebrantable, excavó en 1889 una enorme galería en la pirámide de ladrillos de un rey del país del Nilo —sin saber entonces que se trataba de Amenemhet III, uno de los más famosos príncipes de la paz de Egipto— y penetró transversalmente al no hallar la entrada, aunque comprobó que antes que él habían cavado otros, gentes de tiempos remotos cuya intención fue sólo violar la tumba, no para sacar a la luz del día una época pasada e instruir a los hombres contemporáneos, sino simplemente para robar.

Fue Petrie, el infatigable, quien dice que esos ladrones de no sabemos cuándo demostraron ser más infatigables que los actuales científicos.

Decidido a perforar la pirámide, partió del pueblo de Hauwaret-el-Makta, llegó a la construcción después de tres cuartos de hora de ir montado en burro, y al instante buscó la entrada allí donde la había encontrado en casi todas las otras pirámides: en uno de los lados. Pero no la halló, como no la habían hallado sus antecesores, porque no se encontraba en el lado oriental; por lo que decidió no perder tiempo; abrió un túnel transversal en los muros.

Esta decisión fue genial. Los medios técnicos de que Petrie disponía eran limitados y sabía que le esperaba una penosa tarea. Pero no sospechaba que estaría cavando durante semanas enteras.

Hay que imaginarse, con todo el poder de la fantasía, después de aquella fatigosa labor en medio del calor que reina en Egipto, trabajando con medios insuficientes y obreros poco activos, lo que significó el momento en que Petrie hizo caer el último trozo de pared que le permitía penetrar en la cámara del sepulcro felizmente hallada para… comprobar que otros hombres se le habían adelantado.

De nuevo nos hallamos ante la sensación que con frecuencia constituye el irónico premio del investigador, el resultado final de sus fatigas, esa terrible desilusión que sólo en los más fuertes evita la paralización total. Exactamente doce años después, un caso parecido hubiera podido darle por lo menos la satisfacción del mal ajeno. Unos modernos imitadores de los antiguos violadores de tumbas abrieron la de Amenofis II, fallecido alrededor del año 1420 a. de J. C., y buscando los tesoros del rey cortaron las envolturas de su momia. Quedaron decepcionados y, como ladrones, seguramente más amargados aún que Petrie. Sus antecesores en esta profesión no siempre lucrativa, hacía 3.000 años habían llevado a cabo tan perfectamente su trabajo que no dejaron a sus sucesores el más insignificante objeto.

La galería que Petrie había abierto era demasiado estrecha para sus hombros, pero su impaciencia no le permitía esperar que la ampliasen. Ató a un muchacho egipcio a una cuerda, le dio un candil y lo hizo introducirse en la cámara mortuoria. La cálida y débil luz de aceite alumbró dos sarcófagos abiertos, ¡violados, completamente vacíos!

Al hombre de ciencia sólo le quedaba la posibilidad de saber quiénes habían profanado la tumba. ¡Nueva dificultad! En la pirámide había entrado agua del fondo. Cuando Petrie amplió la primera galería y entró en la cámara, la cubría un agua arenosa, como más tarde en otra tumba de pozo donde hallará una momia cubierta de joyas. Y lo mismo que después, tampoco entonces esto le asustó. Con la piqueta tanteó el suelo, pulgada tras pulgada. Y así halló un recipiente de alabastro donde se veía grabado el nombre de Amenemhet. Y en otra cámara vecina encontró innumerables ofrendas, todas dedicadas, con indicación expresa del nombre de la princesa Ptah-Nofru, hija de Amenemhet III.

Amenemhet III, faraón de la XII dinastía, reinó en 1849-1801 a. de J. C. (según Breasted). Su dinastía duró doscientos trece años, y la época en la cual llevó las dos coronas de Egipto fue una de las más dichosas del país, poco antes arrasado por una guerra contra los pueblos bárbaros de sus fronteras y otra interior, contra los príncipes feudales, siempre prestos a la rebeldía. Amenemhet impuso la paz. Innumerables construcciones, entre ellas la canalización de un lago entero, servían igualmente a fines profanos y religiosos; sus medidas de tipo social se distinguen de los conceptos modernos de la civilización occidental, pero lo característico de Egipto es que, en contraste con tal progreso, continuaba la división en castas, y su economía basada únicamente en los esclavos y la providencial virtud del río.

«Él hizo reverdecer a Egipto más que el gran Nilo.

Colmó de fuerzas a ambos países.

El es la misma vida que alienta en los conductos nasales;

los tesoros que da, son alimentos para sus seguidores;

él nutre a cuantos pisan su camino.

El rey es la vida del país, su boca es abundancia».

El gran mérito de Petrie consiste en haber localizado la tumba de este rey. Como hombre de ciencia, podía, pues, estar completamente satisfecho. Pero como explorador con piqueta, alguna otra cosa tenía que incitar aún su curiosidad. ¿Por qué camino habían llegado aquellos hábiles ladrones? ¿Dónde estaba la verdadera entrada de la pirámide? ¿Acaso los ladrones habían descubierto la puerta que él y los investigadores que le precedieron buscaron siempre?

Los ladrones habían seguido las huellas de los arquitectos. Y Petrie siguió las de los ladrones.

Esto sucedía muchísimos años después del robo y era una empresa análoga a la excavación de la primera galería, pues las aguas del fondo habían subido y el barro, los restos de tejas y los escombros habían formado un fango amasado y endurecido por el agua y el calor. Hubo momentos en que Petrie, el infatigable, arrastrándose con dificultad, casi cubierto del fango que le llenaba la boca y la nariz, tenía que avanzar de este modo. Pero él quería saber dónde estaba la verdadera entrada. Y la encontró. Contra todas las experiencias anteriores, contra toda tradición egipcia, estaba en el costado meridional. A pesar de ello, los ladrones la habían hallado. Ante este milagro, Petrie, herido en su honor de explorador, se preguntaba si tal «hallazgo» se habría efectuado normalmente; si habría sido el fruto de la natural agudeza de los ladrones, o el resultado de su tesón infatigable. Sospechaba algo raro e hizo sus averiguaciones.

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