Dios no es bueno (37 page)

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Authors: Christopher Hitchens

BOOK: Dios no es bueno
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Cuando abandoné Corea del Norte, lo que hice con una mezcla de alivio, ira y compasión tan fuertes que todavía puedo evocarla, estaba abandonando un estado totalitario y también religioso. Desde entonces he hablado con muchas de las valientes personas que tratan de socavar desde dentro y desde fuera este régimen atroz. Permítaseme reconocer de antemano que algunos de los más valientes de estos resistentes son fundamentalistas cristianos anticomunistas. Uno de esos hombres valientes concedió una entrevista hace no mucho tiempo en la que era lo bastante honesto para decir que fue muy difícil predicar la idea de un salvador para las pocas personas aterrorizadas y medio muertas de hambre que habían conseguido huir de su Estado-prisión. La idea de que existe un redentor infalible y todopoderoso, decían, les resultaba demasiado familiar. Lo máximo que podían pedir, por el momento, era un tazón de arroz, un poco de exposición a una cultura un poco más amplia y liberarse un poco del espantoso estruendo del fervor obligatorio. Quienes han tenido la suerte suficiente de llegar hasta Corea del Sur o Estados Unidos, tal vez se vean confrontados por otro Mesías más. El delincuente habitual y evasor de impuestos Sun Myung Moon, jefe indiscutible de la Iglesia de la Unificación, es uno de los patrocinadores del tinglado del «diseño inteligente». Una figura destacada de este llamado movimiento y un hombre que nunca deja de otorgar a su hombre-dios gurú el adecuado nombre de «Padre» es Jonathan Wells, el autor de una irrisoria diatriba antievolucionista titulada
The Icons of Evolution
. Como el propio Wells señala de un modo enternecedor, «las palabras del Padre, mis estudios y mis oraciones me convencieron de que debía dedicar mi vida a aniquilar el darwinismo, exactamente igual que muchos de mis camaradas unificacionistas ya han dedicado su vida a aniquilar el marxismo. Cuando el Padre me seleccionó (junto con aproximadamente una docena de seminaristas) para ingresar en un programa de doctorado en 1978, acepté la oportunidad de luchar que se me brindaba». Es poco probable que el libro del señor Wells llegue siquiera a merecer una nota a pie de página en la historia de las paparruchas, pero tras haber visto cómo funciona la «paternidad» en las dos Coreas, me hago una idea de lo que el
Burned-Over District
del norte del estado de Nueva York debió de haber sido y parecido cuando los creyentes campaban a sus anchas.

Hasta en su modalidad más sumisa la religión tiene que reconocer que lo que está proponiendo es una solución «total», según la cual la fe debe ser hasta cierto punto ciega y en la que todas las facetas de la vida pública y privada deben estar sometidas a la supervisión permanente de una instancia superior. Esta vigilancia y sometimiento continuos, reforzados por lo general por el miedo bajo la forma de venganza infinita, no hace aflorar nunca las mejores cualidades de los mamíferos. No cabe duda de que la emancipación de la religión tampoco produce siempre los mejores mamíferos. Tomemos dos ejemplos destacados: uno de los científicos más grandes y más inteligentes del siglo XX, J.D. Bernal, fue un abyecto incondicional de Stalin y desperdició gran parte de su vida defendiendo los crímenes de su líder. H.L. Mencken, uno de los mejores escritores satíricos sobre religión, era demasiado entusiasta de Nietzsche y defendió una forma de «darwinismo social» que incluía la eugenesia y el desprecio de los débiles y los enfermos. También sentía cierta debilidad por Adolf Hitler y escribió una crítica imperdonablemente indulgente de
Mi lucha
.
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El humanismo ha cometido muchos delitos por los que debe disculparse. Pero puede disculparse por ellos y enmendarlos dentro de sus propios márgenes y sin tener que sacudir ni poner en cuestión los fundamentos de ningún sistema de creencias inalterable. Los sistemas totalitarios, cualquiera que sea la forma exterior que puedan adoptar, son fundamentalistas y, como diremos ahora, están «basados en la fe».

En su magistral análisis del fenómeno totalitario, Hannah Arendt no estaba adoptando una actitud meramente tribal cuando concedió un lugar especial al antisemitismo. La idea de que un grupo de personas, ya se defina como nación o como religión, pueda ser condenada eternamente y sin ninguna posibilidad de apelación fue (y es) en esencia una idea totalitaria.
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Resulta espantosamente fascinante que Hitler empezara siendo un propagador de este prejuicio trastornado y que Stalin acabara siendo víctima y defensor de él al mismo tiempo. Pero la religión había mantenido vivo el virus durante siglos. A san Agustín le entusiasmaba positivamente el mito del judío errante y el exilio de los judíos en general porque lo consideraba una prueba de la justicia divina. Los judíos ortodoxos no son inocentes en este aspecto. Al afirmar ser los «elegidos» de una alianza exclusiva y especial con el Todopoderoso, despertaron el odio y la desconfianza y dieron muestras de su propia forma de racismo. Sin embargo, fueron sobre todo los judíos laicos quienes fueron y son odiados por los totalitaristas, de modo que no tiene sentido que se despierte el sentimiento de «culpar a la víctima». Hasta casi el siglo XX la orden de los jesuítas se negaba en sus estatutos a acoger a un hombre a menos que pudiera demostrar que no había en él nada de «sangre judía» desde hacía varias generaciones. El Vaticano predicaba que todos los judíos heredaron la responsabilidad del deicidio. La Iglesia francesa soliviantó a la muchedumbre contra Dreyfus y «los intelectuales». El islam nunca ha perdonado a «los judíos» que se encontraran con Mahoma y decidieran que no era el auténtico enviado. Por haber subrayado en sus libros sagrados la importancia del origen tribal, dinástico y racial, la religión debe asumir la responsabilidad de haber transmitido durante generaciones una de las ilusiones más primitivas de la humanidad.

La relación entre religión, racismo y totalitarismo también puede encontrarse en la otra dictadura más odiosa del siglo XX: el vil sistema del apartheid de Sudáfrica. No se trataba solo de la ideología de un clan que hablara holandés dedicado a obligar a realizar trabajos forzados a unos pueblos con un tono de pigmentación diferente en la piel; era también una forma de calvinismo en activo. La Iglesia Reformada Holandesa predicaba como un dogma que la Biblia prohibía que los negros y los blancos se mezclaran, y menos aún que coexistieran en condiciones de igualdad. El racismo es totalitarista por definición: marca a su víctima a perpetuidad y le niega el derecho a un retazo siquiera de dignidad o privacidad, incluso al derecho elemental a hacer el amor, casarse o tener hijos con una persona amada de la tribu «equivocada» sin que la ley invalide ese amor… Y así fue la vida de millones de personas que vivían en el «Occidente cristiano» de nuestro tiempo. El gobernante Partido Nacional, que también estaba muy infectado por el antisemitismo y se había puesto del lado del bando nazi en la Segunda Guerra Mundial, confiaba en los desvaríos del púlpito para justificar su sangriento mito de un «Éxodo» bóer que les concedía derechos exclusivos sobre una «tierra prometida». En consecuencia, una permutación afrikáner del sionismo dio lugar a un Estado atrasado y despótico en el que los derechos de todas las demás personas quedaron abolidos y en el que la supervivencia final de los propios afrikáners se veía amenazada por la corrupción, el caos y la brutalidad. En ese momento los plácidos ancianos de la Iglesia tuvieron una revelación que permitía el abandono gradual del apartheid. Pero esto jamás puede permitir que se perdone el mal que la religión causó mientras todavía se sentía lo suficientemente fuerte para infligirlo. Si la sociedad sudafricana se salvó de la barbarie absoluta y el estallido interno, debe atribuirse al mérito de muchos cristianos y judíos laicos y a numerosos militantes ateos y agnósticos del Congreso Nacional Africano.

El siglo pasado ha sido testigo de muchas otras improvisaciones sobre la vieja idea de que una dictadura podía ocuparse de algo más que de problemas seculares o cotidianos. Comprenden desde las variantes ligeramente ofensivas e insultantes (la Iglesia ortodoxa griega bautizó a la junta militar que usurpó el poder en 1967, con sus viseras y sus cascos de acero, como «una Grecia para los griegos cristianos») hasta el «Angka» absolutamente esclavizante de los jemeres rojos de Camboya, que hundía su autoridad en templos y leyendas prehistóricas. (El anteriormente mencionado rey Sihanuk, su en ocasiones amigo y en ocasiones enemigo que se buscó un refugio de playboy bajo la protección de los estalinistas chinos, también era proclive a considerarse un rey-dios cuando le venía bien.) Entre medias se encuentra el sha de Irán, que afirmaba ser «la sombra de dios», además de «la luz de los arios», y que reprimió a la oposición laica y tuvo un cuidado extremo de presentarse a sí mismo como el guardián de los santuarios chiíes. Su megalomanía vino seguida por uno de sus primos cercanos, la herejía jomeinista del
velayet-i-faqui
o control social absoluto por parte de los ulemas (que también presentan a su difunto líder como su fundador y afirman que sus santas palabras nunca pueden revocarse). En el mismo extremo puede encontrarse el puritanismo primigenio de los talibanes, que se dedicaron a buscar nuevas cosas que prohibir (todo, desde la música hasta el papel reciclado, ya que podría contener una diminuta mota de pulpa de papel procedente de un Corán desechado) y nuevos métodos de castigo (el enterramiento de homosexuales vivos). La alternativa a estos grotescos fenómenos no es la quimera de la dictadura laica, sino la defensa del pluralismo laico y del derecho a
no
creer y a no ser obligado a creer. Esta defensa se ha convertido hoy día en una responsabilidad imperiosa e ineludible: en una cuestión de supervivencia.

18. Tradición superior: la resistencia de la razón

Soy, pues, uno de los escasos ejemplos en este país, no del hombre que abjuró de la creencia religiosa, sino del que nunca la ha tenido. […] Este aspecto de mi primera educación tuvo, sin embargo, incidentalmente una mala consecuencia, que merece noticia. Al inculcarme mi padre una opinión contraria a la del mundo, creyó necesario dármela como opinión que no era prudente confesar ante él. Esta enseñanza de reservar mis ideas para mí en aquella temprana edad no fue aprendida sin cierta desventaja moral.

John Stuart Mill, Autobiografía

Le silence étemel de les espaces ínfinis m 'effraie. (El silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta.)

BLAISE PASCAL, Pensamientos

El libro de los Salmos puede resultar engañoso. El famoso comienzo del salmo 121, por ejemplo («Alzo los ojos a los montes: ¿de dónde vendrá mi auxilio?») se presenta en la traducción inglesa como una afirmación, pero en la versión original adopta la forma de una pregunta: ¿de dónde va a venir la ayuda? (No hay cuidado: la insustancial respuesta es que los creyentes serán inmunes a todo peligro y sufrimiento.) Quienquiera que fuese el salmista, evidentemente quedó lo bastante satisfecho con el lustre y la orientación del salmo 14 para repetirlo casi palabra por palabra en el salmo 53. Ambas versiones comienzan con la misma afirmación de que «Dice en su corazón el insensato: "¡No hay Dios!"». Por la razón que sea, esta anodina observación se considera lo bastante relevante para ser reutilizada a lo largo de todos los apólogos religiosos. Lo único que podemos dar por seguro en esta afirmación, por otra parte sin sentido, es que incluso en aquella remota época debió de haber existido constancia de la falta de fe (no solo de la herejía y la reincidencia, sino de la ausencia declarada de fe). Dado que en aquel entonces el gobierno de la fe indiscutible y brutalmente punitiva era absoluto, tal vez solo podría haber sido un loco quien
no
mantuviera esta conclusión firmemente enterrada en lo más profundo de sí mismo, en cuyo caso sería interesante saber cómo el salmista conocía su existencia. (En los hospitales psiquiátricos soviéticos se encerraba a los disidentes porque experimentaban «ilusiones reformistas», ya que se suponía que era bastante natural y razonable que todo aquel que estuviera lo suficientemente loco para proponer reformas había perdido todo sentido de la supervivencia.)

A nuestra especie jamás se le agotarán los locos, pero me atrevería a decir que ha habido al menos tantos idiotas crédulos que han profesado la fe en dios como imbéciles y bobalicones que han concluido lo contrario. Sería inmodesto por mi parte sugerir que la proporción es favorable a la inteligencia y la curiosidad de los ateos, pero se da el caso de que algunos seres humanos siempre han reparado en la improbabilidad de la existencia de dios, en el mal causado en su nombre, en la verosimilitud de que sea una invención del ser humano y en la existencia de creencias y explicaciones alternativas menos nocivas. No podemos conocer los nombres de todos estos hombres y mujeres, ya que en toda época y lugar han estado sometidos a una despiadada aniquilación. Por idéntico motivo, tampoco podemos saber cuántas personas aparentemente devotas eran en realidad no creyentes clandestinos. Todavía en los siglos XVIII y XIX, en sociedades relativamente libres como las de Gran Bretaña y Estados Unidos, ateos tan convencidos y prósperos como James Mill o Benjamín Franklin consideraban aconsejable mantener en secreto su opinión. Así, cuando leemos las glorias de la pintura y la arquitectura devotas «cristianas», o de la astronomía y la medicina «islámicas», estamos hablando de avances de la civilización y la cultura (algunos de ellos anticipados por los aztecas y los chinos) que tienen tanto que ver con la «fe» como sus antepasados con los sacrificios humanos y el imperialismo. Y salvo en casos muy excepcionales, no disponemos de ningún instrumento para saber cuántos de estos arquitectos, pintores y científicos mantenían a buen recaudo sus pensamientos más íntimos del escrutinio de los piadosos. Galileo podría haber seguido trabajando con su telescopio con toda tranquilidad si no hubiera cometido la imprudencia de reconocer que aquello tenía consecuencias cosmológicas.

La duda, el escepticismo y la falta de fe declarada han adoptado siempre en esencia la misma forma que adoptan hoy. Siempre hubo comentarios sobre el orden natural que llamaron la atención sobre la ausencia o no necesaria existencia de un motor primordial. Siempre hubo comentarios sagaces sobre el modo en que la religión reflejaba los deseos o los designios humanos. Nunca fue tan difícil entender que la religión era una causa de odio y de conflicto, y que su persistencia dependía de la ignorancia y la superstición. Los autores satíricos y los poetas, además de los filósofos y los hombres de ciencia, fueron capaces de señalar que si los triángulos tuvieran dioses, sus dioses tendrían tres lados, exactamente igual que los dioses tracios tenían el cabello rubio y los ojos azules.

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