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Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (10 page)

BOOK: Dios no es bueno
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En un debate público celebrado la víspera de las pruebas nucleares paquistaníes, el antiguo jefe de las fuerzas armadas de Pakistán, el general Mirza Aslam Beg, afirmó: «Podemos propinar un primer golpe, un segundo golpe, y tal vez incluso hasta un tercero». La perspectiva de que hubiera una guerra nuclear le dejaba impasible. «Uno puede morir al cruzar una calle —decía—, o en una guerra nuclear. De todas formas, algún día hay que morirse.» […] La India y Pakistán son sociedades en buena medida tradicionales, en las que la estructura de creencias fundamental exige entregar el poder y rendirse a fuerzas de índole superior. La creencia fatalista hindú de que las estrellas del cielo determinan nuestro destino, o su equivalente, la fe musulmana en la kismet, explican sin duda parte del problema.
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.

No discreparé con el muy valeroso profesor Hoodbhoy, que contribuyó a alertarnos del hecho de que entre los funcionarios del programa nuclear paquistaní había varios partidarios secretos de Bin Laden, y que también puso al descubierto a los bárbaros fanáticos de dicho sistema que confiaban en poder utilizar con fines militares el poder de los míticos
djinns
o demonios del desierto. En su mundo, los enemigos son principalmente musulmanes e hinduistas. Pero también en el mundo «judeocristiano» hay a quien le gusta fantasear con una confrontación final y adornar la imagen con hongos nucleares. Resulta una trágica ironía potencialmente letal que quienes más desprecian la ciencia y el método científico hayan sido capaces de hurtarle elementos y añadir estos sofisticados productos a sus sueños enfermizos.

Tal vez anide secretamente en todos nosotros el deseo de muerte o algo que no se diferencia mucho de él. Con motivo del paso del año 1999 al 2000 muchas personas cultas dijeron y publicaron infinidad de estupideces acerca de toda una serie de posibles calamidades y tragedias. No fue mucho mejor que la numerología primitiva; en realidad, fue ligeramente peor, por cuanto 2000 solo era un número en los calendarios cristianos, y hasta los partidarios más incondicionales de la narración bíblica reconocen hoy día que, si Jesús nació en algún momento, no fue hasta al menos el año 4 d.C. Aquella ocasión no fue más que un cuentakilómetros para idiotas, que buscaban el estremecimiento fácil mediante una catástrofe inminente. Pero la religión legitima este tipo de impulsos y reivindica el derecho a oficiar una ceremonia al final de la vida, exactamente igual que confía en monopolizar a los niños al comienzo de la vida. No cabe ninguna duda de que el culto a la muerte y la insistencia en los augurios del fin proceden de un deseo subrepticio de verlo acaecer y de poner fin a la angustia y a la duda que siempre amenaza al mantenimiento de la fe. Cuando el terremoto nos sacude, el tsunami lo inunda todo o las Torres Gemelas estallan, uno puede ver y oír la callada satisfacción de los fieles, como si dijeran con regocijo: «¡Fijaos, esto es lo que sucede por no escucharnos!». Con una sonrisa empalagosa presentan una redención que no les corresponde ofrecer a ellos y, cuando se duda de ella, adoptan una expresión amenazadora como diciendo: «¡Oh!, ¿así que rechazáis nuestra oferta de paraíso? Muy bien, en ese caso tenemos reservado otro destino para vosotros». ¡Menudo amor! ¡Menudas atenciones!

Ese deseo de devastación puede apreciarse sin disfraz en las sectas milenaristas de nuestros días, que dejan ver su egoísmo, aparte de su nihilismo, anunciando cuántos se «salvarán» de la catástrofe final. Aquí los protestantes extremistas son casi tan culpables como los musulmanes más histéricos. En 1844 se produjo una de las mayores «recuperaciones» religiosas estadounidenses encabezada por un lunático semianalfabeto llamado George Miller. El señor Miller consiguió abarrotar las cumbres de las montañas estadounidenses con crédulos locos que (tras haberse desprendido de sus pertenencias a cambio de muy poco dinero) estaban convencidos de que el mundo se acabaría el 23 de octubre de aquel mismo año. Se trasladaron a terrenos elevados (¿qué diferencia esperaban que supusiera eso?) o a los tejados de sus casuchas. Una vez que se vio que no llegaba el final, la elección de palabras por parte de Miller fue bastante indicativa. Según proclamó él mismo, fue «la Gran Decepción». En nuestros días, el señor Hal Lindsey, autor del éxito de ventas
The Late Great Planet Earth,
ha dejado traslucir esa misma sed de extinción. Mimado por los conservadores estadounidenses veteranos y entrevistado respetuosamente en la televisión, el señor Lindsey fechó en una ocasión el comienzo de «la Tribulación» (un período de conflictos y terror de siete años de duración) en 1988. Esto (el término de «la Tribulación») habría desencadenado el mismísimo Armagedón en 1995. Tal vez el señor Lindsey fuera un charlatán, pero no cabe duda de que él y sus seguidores padecen un persistente sentimiento de decepción.

De todos modos, los anticuerpos del fatalismo, el suicidio y el masoquismo existen y son exactamente igual de innatos en nuestra especie. Hay una famosa historia procedente de la Massachusetts puritana de finales del siglo XVIII. Durante una sesión de la Asamblea Legislativa del Estado, el cielo de mediodía se volvió de repente plomizo y se cubrió. Su aspecto amenazador (oscuridad a mediodía) convenció a las nubladas mentes de muchos legisladores de que el acontecimiento que tanto les preocupaba era también inminente. Solicitaron suspender la sesión y que se les permitiera acudir a sus hogares a morir. El portavoz de la Asamblea, Abraham Davenport, consiguió mantener la calma y la dignidad. «Caballeros —dijo—, o bien ha llegado el Día del Juicio, o bien no ha llegado. Si no ha llegado, no hay razón para alarmarse ni lamentarse. Si ha llegado, sin embargo, desearía que me encontraran cumpliendo con mi obligación. Por consiguiente, propongo que nos traigan velas.» En aquella época pacata y supersticiosa, aquello fue lo mejor que se le ocurrió al señor Davenport. En todo caso, apoyo su moción.

5. Las aseveraciones metafísicas de la religión son falsas

Soy hombre de un solo libro.

Tomás de Aquino

Sacrificamos el intelecto a Dios.

Ignacio de Loyola

La razón es la ramera del diablo, que no sabe hacer más que calumniar y perjudicar cualquier cosa que Dios diga o haga.

Martín Lutero

Contemplando las estrellas, sé muy bien que, por ellas, me puedo ir al infierno.

W. H. Auden, «El más entregado»

Antes he señalado que jamás volveríamos a tener que enfrentarnos a la imponente fe de un Tomás de Aquino o un Maimónides (en comparación con la fe ciega de las sectas milenaristas o absolutistas, de las que según parece disponemos de un suministro infinita e ilimitadamente renovable). Se debe a una sencilla razón. Una fe de ese tipo, de las que pueden aguantar en pie al menos un rato en una confrontación con la razón, es hoy día a todas luces imposible. Los primeros padres de la fe (se aseguraron de que no hubiera madres) vivieron en una época de una ignorancia y temor abismales. En su
Guía de perplejos,
Maimónides no incluía a aquellos a quienes calificaba de indignos de merecer el esfuerzo: a los pueblos «turcos», negros y nómadas cuya «naturaleza es como la de las bestias privadas de habla». Tomás de Aquino creía a medias en la astrología y estaba convencido de que en el interior de cada espermatozoide individual estaba contenido el núcleo completamente formado de un ser humano (no es que conociera ese término como lo conocemos nosotros). No podemos hacer más que lamentarnos por las deprimentes y absurdas lecturas sobre continencia sexual que nos podríamos haber ahorrado si este disparate hubiera sido desenmascarado antes de lo que lo fue. Agustín era un cuentista egocéntrico y un ignorante obsesionado con la tierra: estaba convencido, con cierto sentimiento de culpabilidad, de que a dios le preocupaba su banal hurto en un insignificante peral, y bastante convencido también, mediante un solipsismo análogo, de que el sol giraba alrededor de la tierra. Asimismo inventó la absurda y cruel idea de que las almas de los niños no bautizados eran enviadas al «limbo». ¿Quién puede imaginarse la angustia que esta «teoría» morbosa ha supuesto para millones de padres católicos durante años hasta que, en nuestros días, la Iglesia la ha revisado con bochorno y únicamente de forma parcial? Lutero estaba aterrorizado por los demonios y creía que los enfermos mentales eran obra del diablo. Los propios discípulos de Mahoma dicen que este pensaba, igual que Jesús, que por el desierto merodeaban
djinns
o espíritus malignos.

Debemos afirmarlo con rotundidad. La religión proviene de un período de la prehistoria de la humanidad en el que nadie, ni siquiera el poderoso Demócrito, que concluyó que toda la materia estaba compuesta de átomos, tenía la menor idea de lo que sucedía. Proviene de la vociferante y atemorizada infancia de nuestra especie, y es una tentativa pueril de hacer frente a nuestra ineludible exigencia de conocimiento (así como de comodidad, tranquilidad y demás necesidades infantiles). Hoy día, el menos culto de mis hijos sabe mucho más sobre la naturaleza que cualquiera de los fundadores de la religión, y nos gustaría pensar que esta es la razón por la que a estos niños parece interesarles tan poco enviar al infierno a seres humanos iguales (si bien esta relación no puede demostrarse por completo).

Todos los intentos de reconciliar la fe con la ciencia y la razón están llamados a fracasar y a quedar en ridículo precisamente por tales razones. Sin ir más lejos, he leído que una conferencia ecuménica de cristianos desea dar muestras de su amplitud de miras e invita a asistir a ella a algunos físicos. Pero me veo obligado a recordar lo que sé: que este tipo de iglesias no habría existido en primera instancia si a la humanidad no le hubiera asustado el clima, la oscuridad, las epidemias, los eclipses y toda la variedad de fenómenos que en la actualidad pueden explicarse con facilidad. Ni tampoco si la humanidad no se hubiera visto obligada, so pena de sufrir unas consecuencias extremadamente angustiosas, a pagar los exorbitantes diezmos y tributos con los que se levantaron los imponentes edificios religiosos.

Es cierto que los científicos han sido religiosos a veces, o supersticiosos en cierta medida. Sir Isaac Newton, por ejemplo, era un espiritualista y alquimista de una especie singularmente irrisoria. Fred Hoyle, un ex agnóstico que se encaprichó con la idea del «diseño», fue el astrónomo que acuñó la expresión «big bang». (Esta expresión bobalicona se le ocurrió por casualidad, para intentar desacreditar lo que hoy día es la teoría aceptada sobre los orígenes del universo. Este fue uno de esos comentarios mordaces que, por así decirlo, le salieron por la culata a quien los profirió puesto que, al igual que los términos «conservador», «impresionista» y «sufragista», fueron adoptados por aquellos a quienes iban dirigidos como un insulto.) Stephen Hawking no es creyente, y cuando fue invitado a Roma para conocer al ya fallecido papa Juan Pablo II pidió que le mostraran las actas del juicio contra Galileo. Pero sí habla sin avergonzarse de la posibilidad de que la física «conozca la mente de Dios»; lo que ahora resulta una metáfora bastante inofensiva, como cuando, por ejemplo, los Beach Boys cantan, o yo mismo digo, «God only knows…» («Solo Dios sabe…»).

Antes de que Charles Darwin revolucionara toda la concepción sobre nuestros propios orígenes y Albert Einstein hiciera lo mismo sobre los orígenes del cosmos, muchos científicos, filósofos y matemáticos adoptaban lo que podría calificarse como la postura por defecto y profesaban una u otra versión del «deísmo», que sostenía que el orden y la predictibilidad del universo parecían presuponer la existencia de un creador, aunque no fuera necesariamente un creador que interviniera de forma activa en los asuntos humanos. Se trataba de una concesión lógica y racional hacia su tiempo y fue particularmente influyente entre los intelectuales de Filadelfia y Virginia, como Benjamín Franklin y Thomas Jefferson, que consiguieron dominar un momento de crisis y utilizarlo para consagrar los valores de la Ilustración en los documentos fundacionales de los Estados Unidos de América.

Sin embargo, como dijo san Pablo de un modo inolvidable, cuando se es un niño, se habla y se piensa como un niño. Pero cuando uno se vuelve adulto, nos deshacemos de los objetos infantiles. No hay demasiadas posibilidades de determinar el momento exacto en que los eruditos dejaron de hacer girar la moneda sobre el canto para decidir entre un creador y un largo y complejo proceso, ni cuándo dejaron de tratar de marginar a la herejía «deísta», pero la humanidad comenzó a crecer un poco en las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX. (Charles Darwin nació en 1809, el mismo día que Abraham Lincoln, y no cabe duda de cuál de ellos ha demostrado ser mayor «emancipador».) Si uno tuviera que emular la estupidez del arzobispo Ussher y tratar de proponer la fecha exacta en que esa moneda conceptual se decantó con firmeza por uno de sus lados, sería el momento en que Pierre-Simon Laplace fue invitado a conocer a Napoleón Bonaparte.

Laplace (1749-1827) fue el brillante científico francés que llevó la obra de Newton un paso más allá y demostró mediante el cálculo matemático cómo el comportamiento del sistema solar respondía al de unos cuerpos que giraban de forma sistemática en el vacío. Cuando, con posterioridad, dirigió su atención hacia las estrellas y las nebulosas, postuló la idea de un colapso e implosión gravitacional, o lo que hoy día denominamos con jovialidad un «agujero negro». Expuso todo esto en un libro en cinco volúmenes titulado en inglés
Celestial Mechanics
y, al igual que a muchos otros hombres de su tiempo, también le intrigó el
orrery,
una maqueta planetaria que representaba el sistema solar visto, por primera vez, desde
fuera.
Estos son hoy día asuntos trillados, pero en aquel entonces fueron revolucionarios, y el emperador pidió que le presentaran a Laplace con el fin de que le entregara una colección de sus obras o (según las versiones) un ejemplar del
orrery
. Personalmente sospecho que el sepulturero de la Revolución francesa quería más el juguete que los libros; era un hombre que siempre tenía prisa y se las había arreglado para que la Iglesia bautizara su dictadura con una corona. En cualquier caso, y a su modo infantil, exigente e imperioso, quiso saber por qué en los psicodélicos cálculos de Laplace no aparecía la figura de dios. Y así nació la réplica impasible, altanera y meditada «Je n'ai pas besoin de cette hypothése». Laplace acabaría siendo marqués y tal vez dijera en tono más modesto algo así como «Funciona bastante bien sin esa idea, alteza». Pero simplemente afirmó que no lo necesitaba..

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