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Authors: Néstor Almendros

Tags: #Biografía, Referencia

Días de una cámara (3 page)

BOOK: Días de una cámara
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Cuando se mencionan los términos
cuadro, encuadre
, se les asocia enseguida a otro:
composición
. La palabra parece misteriosa y difíciles sus leyes para el lego, cuando lo cierto es que todos poseemos, en mayor o menor medida, el sentido innato de la composición. Se trata precisamente de una de esas características que distinguen al ser humano con el mismo título que el don de la palabra y el sentido musical.

Podríamos definir la capacidad de composición simplemente como el gusto por el arreglo. Un oficinista que distribuye organizadamente diferentes objetos, lápices, papeles, teléfono, sobre un
bureau
; un ama de casa que dispone armoniosamente los muebles, alfombras, cortinas, revelan ya este sentido de composición en el espacio.

Obtener una buena composición dentro de un encuadre cinematográfico es, en fin de cuentas, organizar sus distintos elementos visuales de manera que el todo sea inteligible, útil a la narración y, por lo tanto, agradable a la vista. En el arte cinematográfico, la habilidad del director de fotografía se mide por su capacidad para
aclarar
una imagen, para
limpiarla
, como dice Truffaut, separando bien cada figura —persona u objeto— con respecto a un fondo o decorado. En otras palabras, por su capacidad para organizar visualmente una escena ante el lente, de manera que se evite la confusión, destacando tal o cual elemento que nos interesa.

Las llamadas leyes naturales de la composición fueron, claro está, descubiertas mucho antes del cine, todo el arte de los antiguos lo prueba. Las metopas rectangulares en el Partenón nos proponen una gran variedad de bajorrelieves de composiciones perfectas. Pero sin recurrir al ilustre modelo de los griegos, encontraremos también aun en las creaciones visuales del hombre primitivo un sentido de la composición extraordinario. En
La Vallée
, que filmé para Barbet Schroeder entre las tribus hagen de Nueva Guinea en el Pacífico, pudimos documentar este don innato, escenas en que aquellos hombres de las selvas se maquillan el rostro y el cuerpo. Su técnica obedece a estriaos principios de simetría, de contrastes refinados de colores y formas. Otra prueba nos la ofrece el dibujo infantil libre. Si le entregamos a un niño papel y colores, inmediatamente se pone a dibujar. Observemos su obra. El niño procede, sin saberlo, por el principio del
horror vacui
, horror al vacío; si una parte de la hoja ha quedado en blanco, el niño se apresura en completarla con otro elemento —por ejemplo, el sol si se trata de un paisaje— para restablecer el equilibrio.

Desde el Renacimiento se han escrito innumerables y extensos tratados sobre las leyes de la composición. No estará de más que el director de fotografía las conozca, para después poder olvidarlas o, por lo menos, no tenerlas en cuenta conscientemente a cada momento, si no quiere correr el riesgo de que la narración cinematográfica resulte falta de naturalidad. Baste anotar aquí como memento algunos principios clásicos y sencillos:

Las líneas horizontales sugieren descanso, paz, serenidad. Fue una idea que aplicamos, tal vez inconscientemente, en las primeras escenas de los vastos trigales en
Days of Heaven
; las líneas verticales indican fuerza, autoridad, dignidad —la alta mansión de tres pisos, sola en medio de las praderas, en la misma
Days of Heaven—
. Las líneas que traspasan el encuadre en diagonal evocan acción, movimiento, poder para superar obstáculos. Por esto muchas escenas de batallas y violencia se resuelven en el cine en composiciones ascendentes y descendentes en terrenos inclinados, con cañones o sables en ángulo de 45 grados. El fuego con las llamas en “clivaje” destruyendo los trigales de
Days of Heaven
fue nuestra aplicación, que espero no fuese evidente, de este principio. Las líneas curvas transmiten las ideas de fluidez y sensualidad. Las composiciones curvas circulares y en movimiento comunican sensaciones de exaltación, embriaguez y alegría. Este principio se advierte en la mayoría de las máquinas de los parques de atracciones. No es coincidencia que tantas danzas folklóricas sean circulares.

Slavko Vorkapich cita la acción de la cámara en movimiento
—travelling—
en composiciones dinámicas. Si la cámara deambula y se adentra en una escena, se crea el efecto de llevar al público hacia el centro de la narración y, por lo tanto, de hacerle participar íntimamente de la historia que contamos desde el principio. El movimiento inverso, la cámara retrocediendo de la escena, es utilizado a menudo como procedimiento para terminar una película.

En resumen, una obra cinematográfica de valor debiera ser interesante visualmente aun si entramos en un cine a la mitad de la función, debiera resultar visualmente exaltante aunque no conozcamos el principio de la historia narrada.

Mantengo una posición ecléctica en mis preferencias por el cine en blanco y negro o en color. Hablaré de esto con más detalle en los capítulos sobre
Ma nuit chez Maud
y
L’Enfant sauvage
, pero adelantaré que me gusta el blanco y negro, sobre todo en las películas antiguas. Los esporádicos intentos recientes
—Manhattan
(Woody Allen)— me interesan menos. Por una parte, los laboratorios ya no saben revelar blanco y negro. No obtienen la riqueza y variedad en negros, blancos y grises de antes. Por otra, los directores de fotografía de ahora ya no sabemos iluminar bien en blanco y negro. Es un arte perdido.

Conocemos las épocas anteriores al siglo XX gracias a la pintura, es decir, a los colores. El primer tercio de este siglo lo conocemos, sobre todo, gracias al cine en blanco y negro. Admito que soy víctima de un reflejo condicionado. Como espectador o como director de fotografía “veo” los siglos anteriores al nuestro en colores. En cambio, cuando se trata de una película que reconstruye las décadas de los años veinte, treinta o cuarenta, me parece como si el color introdujera un elemento anacrónico:
Bonnie and Clyde
(Penn),
Lacombe Luden
(Malle), y mi propio trabajo en
Le dernier metro
(Truffaut) son buenos ejemplos.

En términos generales, salvo excepciones, prefiero el color. Hay más información en la imagen, se ven más cosas. Soy miope y el color me ayuda a ver, interpretar, “leer” una imagen. La fotografía del cine en blanco y negro terminó su ciclo, agotó prácticamente sus posibilidades hasta alcanzar su edad de oro. En cambio, en la fotografía en color todavía hay margen para la experimentación.

Se cree ahora que el color ha alcanzado un grado de perfección supremo. Eso es cierto en lo que concierne .a la facilidad de su empleo, pero no en cuanto a la fidelidad y al cromatismo. El caso es qué el viejo Technicolor —que al parecer tenía sólo 8 ASA— era un procedimiento excelente, muy fiel a la realidad y mucho más duradero. Si permanece en la memoria como un sistema de colores excesivamente brillantes, chillones, no es tanto por sus características como por un problema de dirección artística, decoración y vestuario. Cuando surgieron sus primeros experimentos, el público exigía color y los productores no podían defraudarle. En
Becky Sharp
(Rouben Mamoulian, 1935), según una copia impecable de la cinemateca de Milán que tuve ocasión de ver, aparecen en un mismo plano personajes que lucen atavíos cada uno de coloración diferente: rojo, verde, rosado, violeta. El encanto de aquellos primeros intentos de cine en color era considerable.

Se habla del gran progreso tecnológico en la industria cinematográfica. Yo estimo que es menor de lo que se piensa. A partir de la década de los años treinta, con el afianzamiento del sonido y las primeras películas en color, el progreso, en realidad, ha sido mínimo. Basta pensar en la perfección alcanzada por John Ford en
Drums along the Mohauk
(1939) y en la inmensamente más conocida
Gone with the Wind
(1939), producida por David O. Selznick. El mecanismo de las cámaras no ha variado fundamentalmente en los últimos cuarenta años. Los cambios más notables residen en su miniaturización, en su aligeramiento para hacerlas más transportables, en dispositivos como el sistema Reflex que eliminan los errores de paralelaje y permiten el enfoque directo a través del objetivo. La película virgen se ha hecho más sensible, los objetivos pueden registrar imágenes a niveles más bajos de luz. Pero todos esos adelantos, a fin de cuentas, se reducen a una simplificación y abaratamiento de los sistemas de rodaje para ponerlos al alcance de todos los países y presupuestos. Lo que era una excepción hollywoodiense se ha generalizado. No hay obstáculo que impida afirmar —con la excepción de los nuevos objetivos ultraluminosos y las películas ultrasensibles— que el progreso, estéticamente, no ha sido muy significativo.

Hasta hace relativamente poco tiempo no han aparecido en el mercado objetivos de gran apertura y emulsiones con capacidad para captar situaciones de luz extremas. Esto sí ha constituido una revolución, que todavía está en proceso, que no ha terminado. Me gusta comparar esta revolución en la fotografía cinematográfica con la revolución de los impresionistas en la pintura. Con la invención de los tubos de pintura al óleo, el artista pudo salir del estudio y sin otro equipaje que una caja de esos tubos estaba a su alcance trasladarse a cualquier lugar —Rouen, por ejemplo, como hizo Monet— y captar fugaces momentos de luz en cuadros distintos; los pintores de antes, en cambio, se veían obligados a preparar y mezclar ellos mismos los colores en su taller. Nosotros, en el cine en color, ahora podemos captar también momentos difíciles y extremos de luz aun en muy bajas exposiciones. El procedimiento del
pushing
o forzar el revelado ha llevado la película en color a 200 o 400 ASA de sensibilidad. Pero este tema se desarrollará más adelante al hablar de
Days of Heaven
.

Me gusta el cine mudo enormemente. Me fascina la magia del silencio. Ya sé que aquellas películas originalmente no eran del todo silenciosas. Siempre había música de piano o de orquesta como acompañamiento. Me gustan sin embargo como son ahora, sin música y en copias de contratipo muy contrastadas. Un poco como las hermosas ruinas de la antigüedad, como las estatuas griegas de las que no quedan más que los restos, sin brazos o cabeza, sin policromías. Me hipnotizan estos personajes que gesticulan, que pronuncian palabras con los labios y sin que un solo sonido se oiga; tienen algo de onírico y extraño que me fascina.

Siempre dentro de esta línea ecléctica, me entusiasma también el sonido en el cine. Como el color, el sonido va en el sentido de lo real. Cuando digo sonido, excluyo la música de fondo añadida después en la mezcla, me refiero a los ruidos, a los diálogos. El sonido ayuda mucho a la imagen, le da densidad y relieve, sobre todo el sonido directo. Por esto procuro siempre colaborar estrechamente con el ingeniero de sonido.

No me gustan, en general, las imágenes con fondos fuera de foco, la función de los cuales queda relegada a lo puramente gráfico y estetizante, a veces desligada de la realidad con un aspecto “publicitario”, muy especialmente en el cine de color. Pero tampoco creo que el fondo, los decorados, hayan de ser demasiado precisos. Si hay excesiva profundidad de campo, el interés, que en el cine conviene centrar con frecuencia en los actores, se dispersa en todo el cuadro. Por esto prefiero que los fondos queden ligeramente desenfocados, pero sólo ligeramente, entiéndase bien. Por supuesto, en el caso de un plano que reúne a varios personajes igualmente importantes, la profundidad de campo se hace entonces indispensable, porque el espectador debe poder ver simultáneamente varios niveles de la acción.

Está bastante extendida la noción de que el primer plano es un elemento específico del arte cinematográfico, que distingue a éste del teatro. Pero se olvida que el primer plano existía también en el teatro. El público llevaba gemelos de ampliación óptica, con el que “hacía” sus primeros planos cuando le convenía. La diferencia con el cine radica en que es el director quien decide cuándo son necesarios. Me gusta mucho el primer plano, tal vez porque soy miope.

En lo que se refiere a la vieja polémica promovida por André Bazin en torno a la superioridad del plano-secuencia sin montaje, mi postura es igualmente muy ecléctica. Admiro, por ejemplo, las escenas en continuidad, sin cortes, sin truco, en las que toda la verdad de un momento interpretativo se presenta, tal cual, al público. En este sentido, me declaro un fanático de George Cukor (
Adam’s Rib
) y su escuela. Pero no por ello dejan de gustarme enormemente las películas de montaje. Es una herencia que poseemos desde Griffith y no deberíamos rechazarla. Me encanta ver una película moderna como
Der Amerikanische Freund
, de Wim Wenders, donde se vuelve al montaje que tanto irritaba a la
nouvelle vague
. Me entusiasman las matemáticas, la geometría, la precisión del montaje que se practicaba en el cine mudo. Pero sólo lo aprecio cuando surge de una inspiración pura, en la que cada plano existe en función del estilo. Wenders, al igual que Truffaut, que Malick, no se sirve del montaje como facilidad de rodaje, multiplicando los ángulos para decidir después lo que puede hacerse en la moviola. Cada plano debe ser concebido, idealmente, de una manera. La forma de la película derivará de este concepto, Si no hay concepto para empezar, no hay estilo. En arte creo en la disciplina.

Tras mi reciente experiencia en el cine americano, puedo afirmar que sus directores filman demasiados cientos de miles de metros de negativo. No creo que sea necesario, al menos llegar a extremos tan exagerados. Aunque son los productores quienes lo exigen, partiendo del principio de que lo más económico en el presupuesto es la película virgen. Olvidan, sin embargo, la incidencia de este despilfarro en las demás etapas de la producción. El rodaje en cada decorado se eterniza. Luego, en el montaje, se tiene una enorme cantidad de película que hay que visionar, cortar, sincronizar y seleccionar; el problema está en que cuando se dispone de muchas opciones, hay tendencia a utilizarlas todas. Yo he tenido la suerte de que la mayoría de realizadores americanos con que he trabajado, han sabido elegir únicamente los planos significativos, y descartar los otros. Pero ciertos cineastas dan la impresión de que cortan sin razón, sólo por montar una toma más —desde otro ángulo— que ya poseen. Las películas hechas con superabundancia de material tienden a parecerse entre ellas, porque han seguido los mismos métodos de rodaje. Una computadora podría hacer igualmente una película de esta clase, y no dudaría en responder qué posiciones y ángulos de cámara son necesarios para cubrir una escena determinada.

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