Día de perros (5 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Día de perros
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Las galletas que le había dejado como único condumio habían desaparecido. Me pregunté si las galletas eran el alimento idóneo para un perro. Sin duda no. Busqué en las páginas amarillas algún establecimiento cercano que se ocupara de animales domésticos. Pronto encontré uno que parecía perfecto: El hogar del perro. El nombre no era muy original, pero el resumen de su catálogo parecía abarcarlo todo, desde consultorio veterinario hasta comida y útiles de higiene.

—Bueno,
Espanto..
. —le dije—, creo que ha llegado el momento de que demos nuestro primer paseo no policial.

Como aún no disponía de correa, tuve que llevarlo de nuevo en brazos.

La tienda era amplia y bonita. Un hombre aproximadamente de mi edad, atlético y sonriente, me recibió preguntando en qué podía servirme. Mi mente se quedó en blanco, no tenía ni idea de qué necesitaba.

—Verá... —dije—, por circunstancias que no hacen al caso, he heredado este perro. —Le mostré a
Espanto
en la seguridad de que se compadecería de mí—. Así que lo necesito todo, todo lo que un perro pueda necesitar, empezando por un veterinario que lo visite.

—Comprendo —dijo con una voz modulada en graves—. Yo soy el veterinario. Este es mi negocio y arriba está el consultorio, pero como mi asistente ha salido, si quiere puedo echarle un vistazo aquí mismo.

Asentí. Se acuclilló junto a
Espanto.

—¿Cómo se llama? —preguntó desde el suelo.

Dudé un instante, luego confesé:

—Espanto.

Levantó la vista, me miró con unos ojos que descubrí verde intenso, sonrió evidenciando una dentadura perfecta.

—¿Sabe qué edad tiene?

Negué. Abrió la boca de
Espanto,
la observó.

—Calculo que unos cinco años. ¿Sabe quién fue su dueño anterior?

—Sí, un amigo.

—Se lo pregunto porque a menudo debemos contar con los hábitos ya adquiridos de un perro que ha tenido dueño previo.

—Ya —dije, intranquilizada.

—No parece tener ningún problema de salud. ¿Le ha dicho su amigo si está vacunado?

—No, no me lo comentó, y ya no puedo preguntárselo... se ha ido de viaje.

—Está bien, le renovaremos las vacunas anuales para mayor seguridad. —De pronto descubrió algo que le llamó la atención. Cogió la oreja de
Espanto
—. ¡Eh, fíjese, tiene una cicatriz! Parece un mordisco, sin duda el mordisco de un perro grande y fiero, la cicatriz es muy profunda.

—¿Es reciente?

—No, en absoluto, parece bastante antigua. Aquí ya no le crecerá nunca más el pelo, aunque casi no se le nota, no le afea en absoluto.

Solté una estúpida carcajada de falsete.

—¿Cree que podría ser aún más feo?

Se puso en pie. Era alto y tenía las espaldas anchas, el pelo trigueño muy corto. Me miró con censura.

—No hay ningún perro feo, ninguno. Todos tienen un detalle de belleza. Sólo hay que saber descubrirlo.

—¿Descubre alguno en el mío? —pregunté muy en serio.

Se inclinó apoyando las manos en las rodillas, consideró los atributos de
Espanto.

—Tiene una mirada muy noble, y unas pestañas largas y rizadas.

Me incliné yo también.

—Es verdad, no me había fijado.

Ambos nos percatamos a un tiempo de lo ridículo de la situación y nos enderezamos más circunspectos de lo que era necesario. Entonces las cosas fueron mucho más deprisa, el veterinario ofició como tal y vacunó al bicho. Luego cambió de cometido y se dispuso a venderme todo lo que necesitaba mi nuevo compañero. Enseguida comprendí que Machado, amante de ir «ligero de equipaje», jamás hubiera podido permitirse tener un perro. Adquirí un collar y una correa, un champú antiparasitario, un cepillo de púas, un bebedero automático, un comedero, un saco de pienso, una cesta-cama, unas toallitas limpiaorejas y otras limpiaojos. En fin, un ajuar que ya hubiera querido para sí la hija de un magnate. Naturalmente no podía transportar todo aquello, de modo que el veterinario se quedó con mis datos y prometió que su ayudante lo llevaría aquella misma tarde a mi domicilio. Tuve que rellenar una ficha de cliente. Como no tenía deseos de ser objeto de miradas curiosas ni de dar explicaciones, en la casilla destinada a profesión escribí «Bibliotecaria».

Una vez en casa me serví un par de dedos de whisky y me senté a leer el periódico.
Espanto
aprobó mis hábitos hasta el punto de relajarse y dormir. Quizás fuera verdad, quizás sus pestañas eran extraordinariamente curvadas. Un hombre curioso, aquel veterinario, y sensible. Sin duda bien parecido, o sería mejor decir guapo, guapo a secas, muy guapo. Con seguridad tendría esposa y cinco hijos, o sería homosexual, o su «asistente» resultaría una joven de veinte años con la que estaría liado; cualquier circunstancia que supusiera dificultades para aquello que me di cuenta estaba apeteciéndome una barbaridad: irme a la cama con él. Lo que le había dicho a Garzón no era más que la verdad, mis ligues en los últimos dos años habían dejado un saldo mediocre, insatisfactorio. Creo que globalmente podían clasificarse como demasiado tipificados. Suspiré.

Al cabo de una hora llamaron a la puerta. Corrí a abrir con
Espanto
incordiando entre mis piernas, y cuando lo hice, no tuve la menor duda de que el mismísimo Dios había puesto en mi camino a aquel chucho sarnoso. Era el veterinario en persona, cargado con una caja muy voluminosa.

—Mi ayudante ha tenido que marcharse deprisa, así que he venido yo mismo al cerrar la consulta. ¿Es demasiado tarde?

Pasé revista mentalmente a la ropa que me había puesto para estar por casa. Podía soportarse.

—¿Tarde?, ¡ni mucho menos! —dije riendo. Y me quedé allí plantada como una imbécil.

—¿Puedo dejar esto en alguna parte? —preguntó.

—¡Ah, disculpe!, pase, por favor.

Si seguía haciendo gilipolleces, aquella beldad saldría escapada por donde había venido. Debía actuar con decisión y rapidez.

—Puede dejarlo aquí si le parece.

Espanto
bailoteaba en torno a él, olisqueándolo.

—¡Bueno, veo que me reconoce! Oiga, se me ha olvidado advertirle que procure asegurarse de que el bebedero tiene siempre agua fresca. Ese pienso no deja de ser comida desecada y necesita una buena ingestión de líquido. Beber es muy necesario.

Sonreí.

—Hablando de beber, ¿le apetece una copa?

Se quedó de una pieza. Debió de pensar que sólo las cuarentonas atacan tan de frente. En fin, quizás me había excedido en la concatenación casual de conceptos. Intenté suavizarlo.

—Bueno, le he visto tan cargado... a no ser que alguien esté esperándole.

—No —balbuceó. Luego se recompuso y contestó con desenvoltura—: Tomaré una copa encantado.

No recordaba haber jugado nunca tan fuerte, pero ¿qué puede hacer un cazador si la presa se le queda quieta y a tiro?

—En realidad se trata de una invitación interesada, pienso hacerle muchas preguntas sobre perros —dije desde la cocina.

—¡Adelante! —contestó, franqueando una entrada por la que yo pensaba colarme.

Puse hielo en su vaso y se lo ofrecí, con un atisbo de coquetería de la que ya ni me acordaba.

—Dígame todo lo que debo saber para ser dueña de un perro.

Se echó a reír dejando escapar un delicioso arpegio mozartiano.

—Bien, debe saber que un perro la amará siempre, pase lo que pase. Nunca le reprochará nada, ni le afeará su conducta, ni juzgará sus actos. Estará absolutamente feliz cada vez que la vea, no tendrá días buenos o malos. No la traicionará jamás, ni buscará otro dueño. Sin embargo, no todo son ventajas, junto a todas esas maravillas existe el inconveniente de que siempre dependerá de usted, nunca llegará a independizarse como hace un hijo; y es probable que sea usted misma quien deba determinar el momento de su muerte si las enfermedades de la vejez son excesivas.

Me sentí embelesada escuchándole. Aquel discurso era, de lejos, lo más poético que había oído en los últimos tiempos.

—¿Y qué debo hacer yo, a cambio?

—En fin, poca cosa: alimentarlo, cuidarlo mínimamente, y, si de verdad quiere disfrutar de él, observarlo. Fíjese en el humor que encierran algunos de sus gestos, en la melancolía de sus suspiros, en la alegría de su rabo, en la pureza de su mirada...

—En la inocencia —completé al borde del infarto.

—En la inocencia —corroboró él mirándome directamente a los ojos.

¡Dios, no podía ser real!, era tierno, inteligente, varonil, simpático. ¡Habría sido capaz de adoptar una boa constrictor si él me hubiera cantado sus excelencias! Si no conseguía llevarme a aquel tipo a la cama, no podría volver a darme rímel frente al espejo sin sentir desprecio por mí misma. Miré a
Espanto,
de pronto elevado a la categoría de fabulosa bestia mitológica.

—¿Estás casado? —pregunté.

—Divorciado —respondió sin titubeos.

El eco de aquella mágica palabra se balanceó un instante en el aire, pero allí se vio asaeteada por el odioso timbre del teléfono.
Espanto
se puso en guardia. Contesté de pésimo humor.

—¿Inspectora Delicado?

¿Qué podía querer Garzón a aquellas horas?, ¿acaso se había tomado en serio lo del deber permanente del policía?

—Tengo que informarle de algo grave. Ni con aquello logró captar mi atención dispersa.

—¿Qué pasa, Garzón?

—Me temo que el asunto que nos ocupa se ha convertido en un caso de asesinato.

Me despejé de los efluvios eróticos.

—¿Qué quiere decir?

—Han llamado del hospital. Ignacio Lucena Pastor acaba de morir.

—¿Muerto, de qué manera?

—De ninguna especial. Le bajaron súbitamente las constantes vitales y, para cuando lo llevaron al quirófano, ya había sufrido un paro cardíaco irreversible. Sería conveniente que viniera. La esperaré a la puerta de Valle Hebrón.

—Voy para allá.

—Inspectora...

—Dígame.

—A ser posible no traiga el perro esta vez.

Colgué con enfado, no estaba para bromas. Me volví hacia mi invitado, que ya se había puesto de pie.

—Me temo que voy a tener que marcharme, un asunto urgente de trabajo.

—¿En la biblioteca? —preguntó con incrédula ironía.

—Sí —respondí sin más indicios—. Quédate si quieres, acaba tu copa.

Negó con la cabeza. Nos dirigimos ambos hacia la puerta. Había aparcado su furgoneta frente a la casa, un vehículo nuevo que tenía pintada la figura de un perro en el lateral. Le di la mano y fui hasta mi coche. De pronto me volví:

—¡Eh, oye, no sé cómo te llamas!

—Juan.

«Como el Bautista», pensé llena de frustración. Era más que posible que se hubiera roto el momento maravilloso. Quizás la próxima vez que volviera a verlo ni siquiera lo encontrara atractivo. ¡Ignacio Lucena Pastor!, había gente tan molesta como esos insectos que vienen a morir a tu vaso de whisky y hay que apartar con el dedo.

En efecto, allí estaba Lucena, frito. Garzón y yo lo contemplamos con cierta curiosidad en su ataúd frigorífico. La muerte podía haber demostrado una postrer benevolencia, y haber dado al cadáver la dignidad de la que carecía en vida. Pero no era así. Lucena había adquirido la apariencia de un muñeco destartalado y roto, patético. Su pelo teñido lucía ahora la consistencia de la estopa.

—¿Siguen sin reclamarlo?

—Nadie —contestó el médico.

—¿Qué se hace en estos casos?

—Retendremos el cuerpo tres días más. Luego, si ustedes no disponen lo contrario, un funcionario acompañará el féretro al cementerio donde será enterrado en la fosa común.

—Avísenos cuando vaya a suceder, haremos publicar una nota de prensa para ver si, en última instancia, alguien se presenta en la ceremonia.

La cosa estaba complicada, pintaba fea, no presagiaba nada bueno. Aquel pájaro ya no abriría más la boca, se llevaba sus secretos a la tumba y nosotros nos encontrábamos con un asesinato. Y sin pistas. Antes de decantarnos por ninguna estrategia acudimos a ver al inspector Sangüesa. Tampoco tenía grandes cosas para nosotros. No habían encontrado ni un nombre inteligible ni un número de teléfono ni una dirección en ninguna de las dos libretas contables.

—Nada, muchachos, sólo esos ridículos nombres puestos en hilera, esos extraños espacios de tiempo, tan variables, y las cantidades sin ninguna lógica o cadencia aritmética.

—¿Qué me dices de esas cantidades?

—Bueno, en la libreta número uno las cantidades son muy pequeñas: cinco mil, tres mil, siete mil, doce mil a lo sumo. En la número dos suben apreciablemente: desde veinte a sesenta mil. Eso hace pensar que quizás se trate de contabilidades distintas, pero tampoco es seguro. Simplemente el dinero puede haber sido clasificado por montantes y tratarse de la misma materia.

—¿Y la cantidad global?

—Ni siquiera eso puede ser calculado, ya que los períodos que apunta ese cabrón delante de cada cantidad, introducen una variable enorme. ¿Qué significa cuatro años cinco mil?, ¿que durante cuatro años ha percibido o pagado cinco mil pesetas, y cómo, diariamente, o sólo una vez, o cinco mil cada año? No sé, es un jeroglífico, y de los jodidos.

—No se preocupe, inspector —dijo Garzón—, todo en este caso está resultando raro.

—Contadme en qué acaba la cosa, estoy intrigado.

—Te lo contaremos. Ahora nos vamos a ver a los chicos de la prensa, ¿les doy recuerdos de tu parte?

—Dales el beso de la muerte.

Casi tuvimos que implorar para que alguna agencia de prensa aceptara la noticia de la muerte de Lucena. Naturalmente aquel caso carecía de lucimiento periodístico. No había morbo sexual, ni implicaciones políticas o raciales... nada que fuera vendible. Al fin y al cabo, ¿a quién le importaba que un lumpen desconocido muriera de una paliza? Aunque, bien pensado, a nosotros nos beneficiaba tal desinterés: al menos tanto los periodistas como nuestros superiores nos dejarían en paz.

A pesar de las dificultades iniciales, la reseña apareció en la sección de sucesos de varios periódicos. Inútilmente para nuestros planes, ya que llegado el momento, en el cementerio de Collserola sólo comparecimos un cura, un enterrador, el funcionario de la Seguridad Social que hizo entrega del cadáver, Garzón, yo misma y
Espanto.
El subinspector censuró abiertamente que se me hubiera ocurrido llevar al perro. Yo, para exculparme, argüí que era necesario. Le conté que pensaba soltarlo durante la ceremonia y que, si algún amigo del muerto merodeaba por allí,
Espanto
nos lo señalaría. La excusa me resultaba ridícula incluso a mí, pero no podía confesarle a mi compañero que hacía aquello porque sentía que la vida se lo debía al desgraciado de Lucena Pastor. Deseaba que aquel muerto solitario contara al menos con un amigo en la despedida.

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