—Tercero —prosiguió Bevan—, el testigo número uno. Usted, Nathan.
—Esto sí que tiene gracia.
—Cuando salga de aquí, vendrá conmigo.
—Es usted todo un maestro de ceremonias. Siga así, que va muy bien.
—Iremos a la comisaría —le dijo Bevan.
—Cuénteme más chistes —dijo Joyner.
—He dicho que iremos a la comisaría. Prestará usted declaración. Y les entregaremos la botella y la cachiporra para apoyar la declaración.
La risa continuó sin hacer ruido alguno, pero los hombros de Joyner se sacudían. Aquello le divertía de verdad.
—¿De veras cree que haré una cosa así? Sería una tontería. Me meterían en la cárcel por chantaje.
—Eso no es asunto mío. Lo que a mí me preocupa es Eustace.
—¿Pero por qué? ¿Qué es Eustace para usted? Ni siquiera lo conoce. Nunca lo ha visto.
—Es cierto. Pero le debo algo. Mucho. Y no permitiré que lo cuelguen.
—Ya no me resulta gracioso —dijo Joyner dejando de reír—. Es usted un payaso, pero no me hace gracia. Tal vez la palabra que lo describa sea locura.
—Sí, es la palabra correcta —dijo Bevan. Lentamente, se acercó al jamaicano que seguía inmóvil en el borde del camastro.
—¿Puedo sugerirle una cosa? —murmuró Joyner.
—Claro —repuso Bevan sin dejar de avanzar muy despacio.
—No se acerque más.
—¿Por qué no?
—Morirá.
Bevan se encogió de hombros y dio un paso más hacia el camastro.
—Por favor, no se me acerque más —le pidió Joyner. Y nuevamente su brazo fue algo borroso y el cuchillo apareció en su mano. Lo sostenía con el mismo estilo que los camorristas callejeros, con el brazo extendido de lado, y los dedos cubriendo gran parte de la hoja, de modo que lo que se veía era menos de cuatro centímetros de acero reluciente.
Bevan dio un paso hacia un lado y luego otro hacia adelante, después otro hacia un lado. Era como si fuera a la deriva. La hoja le hablaba y le decía que retrocediese. Sin palabras, le contestó: «Podrás asustarme, pero no detenerme».
Entonces, por algún vago motivo, pensó en la esquina de la calle Cincuenta con la Décima Avenida, y oyó a Lita que le decía: «¿Lo haces para reparar algo? ¿O porque te sientes obligado hacia los residentes de los barrios bajos?». Con una sonrisa dirigida a la hoja, contestó con los ojos: «No es eso, Lita. Estoy seguro de que no es eso…».
«¿Entonces qué es? —insistió ella».
Bevan dio tres pasos hacia un lado y luego un paso hacia adelante. Y le contestó: «Es como una iniciación. Sería algo así como un proceso que te permite averiguar la puntuación. Quiero decir…».
En ese momento, el jamaicano se levantó del camastro y se quedó esperando con las piernas separadas y los brazos muy extendidos, describiendo pequeños círculos con el cuchillo, como si fuera la lengua de una víbora. La luz de la lámpara le dio de lleno y brilló anaranjado contra la cortina de humo verde azulado.
Bevan siguió hablando con Lita. Le decía: «Quiero decir que llega un momento en que… es un momento que actúa de línea divisoria entre lo más y lo menos. De modo que uno elige, y si elige lo más, es de verdad, uno se tiene que bajar del caballo falso del tiovivo que no va a ninguna parte. Simplemente lo intento, es todo. Intento ser algo para que, estés donde estés, puedas decir que no fue una pérdida de tu vida y de tu corazón, que el precio que pagaste fue por un hombre, y no por un pedazo de nada con traje hecho a medida.
»¿Estás alardeando? —se preguntó Bevan—. No lo creo. Es como haber descubierto la verdad. Y en cierto modo es un pensamiento agradable. Muy agradable. Y me gustaría que hubiera alguna manera de comunicárselo a cierta chica que conozco, que ocupa la habitación 307 del Hotel Laurel Rock. Pero claro, no hay manera de ponerse en contacto con ella porque todas las líneas están cortadas».
Dio un paso hacia adelante, luego otro hacia el costado, y siguió desplazándose de lado en una especie de baile, como si flotara, con el cuerpo inclinado, los brazos sueltos a los lados, y una sonrisa en el rostro. Se encogió ligeramente de hombros, suspiró bajito y se abalanzó sobre el jamaicano.
La luz de la luna se reflejó en la superficie de la piscina, y el brillo flotó elevándose hacia las oscuras ventanas del Laurel Rock. Rieló con tonalidades azul plata contra el techo negro de la habitación 307 y Cora deseó que se fuera. Hacía horas que intentaba dormirse, pero cada vez que cerraba los ojos, aparecía el azul plata, un torrente de luz y música lejana que la obligaban suavemente a mantenerse despierta. «No hay manera de deshacerse de ella —pensó—. Viene la luna y la luna es un programa que dura toda la noche.
»Y todas las melodías se reducen a una. Es una balada que no cesa, es un río de suspiros que fluye interminablemente.
»Porque se ha ido. Por fin, él se ha marchado. Se levantó y se fue.
»De modo que me imagino que se acabó. Pero es algo más que imaginación. Creo que la aceptación de un hecho. Y en cualquier caso, aceptas que existe ese otro hombre, el tal Atkinson. ¿Quieres al tal Atkinson? Sabes bien que el tal Atkinson vale la pena. Es todo un personaje. Y además, sus intenciones son serias. Busca un arreglo permanente. Es de los que van en serio y busca una relación estable. Te lo probó hoy, en el jardín. Te comportaste de un modo tan absurdo cuando echaste a correr y caíste al suelo. Fuera lo que fuese lo que causó esta reacción, la cuestión es que en ese momento me sentía completamente desorientada, y si él hubiera querido podría haber aprovechado la situación, pero en vez de intentar nada, se comportó como un hermano mayor, me levantó, me ayudó a mantenerme de pie, me sacó de allí y me llevó al hotel. Creo que el tal Atkinson quiere un contrato vitalicio. Quiere que me quite este anillo que llevo para darme otro. Pero cuando eso ocurra, tendrá el privilegio de…
»Pero tú no quieres eso. Sabes que no lo quieres».
Se levantó de la cama y fue hasta la ventana. Se quedó allí, de pie, mirando hacia la piscina iluminada por la luna. Luego fijó la vista más allá de la piscina al otro lado del jardín, el muro de piedra y luego en la negrura que había tras el muro.
No era una negrura sólida. Había en ella sombras y formas, las siluetas de los tejados combados y de las paredes sesgadas. Veía las chozas de madera y las chabolas de tela asfáltica, las viviendas de los barrios bajos. Aquí y allá, alguna que otra ventana iluminada dejaba entrever el asfalto lleno de surcos de un callejón estrecho. Vio un cubo de basura volcado, o quizá fuera un barril; estaba tan lejos que no podía asegurarlo. Pero sin embargo, tenía la sensación de que si hubiera querido, habría podido tender la mano y tocarlo.
«¿Tocar qué? —se preguntó—. ¿La basura? ¿La porquería? No soportas la suciedad. Hace tiempo te enseñaron que la suciedad es un crimen, un crimen con todas las de la ley. Como mamá solía decir: «No hay ninguna excusa…».
»¿Y a santo de qué me he puesto a pensar en esto? ¿Por qué pienso en mamá ahora? Sin duda no tiene relación alguna con… En fin, de todos modos siempre me sermoneaba para que no me ensuciara las manos. Si entraba en casa con el vestido manchado, montaba una escena de cuidado. Más tarde, la campaña antisuciedad incluyó a los chicos; y contrató a aquella institutriz llamada Hilda, quien se encargó de meterte en la cabeza que los chicos eran sucios y que no había que permitirles que se te acercaran. Pero… ¿qué es todo esto? ¿Qué tiene que ver?».
Se quedó asomada en la ventana, mirando más allá del muro de piedra que separaba el Laurel Rock de los barrios bajos de Kingston. Sus ojos se clavaron en las formas oscuras de las viviendas de los barrios bajos y en los callejones mal iluminados.
«Ahí está él —pensó—. Está allá afuera, en alguna parte, entre toda la porquería.
»James, sal de ahí, que te ensuciarás».
Entonces volvió a cerrar los ojos con fuerza y, por un instante, vio la cara seria de su madre. Se transformó en la cara severa de la institutriz sueca. Y luego en las caras serias y compuestas de las damas que enseñaban en los colegios privados y en la escuela de baile; todas aquellas caras se esfumaban de repente o se fundían para convertirse en las facciones de un hombre. «Era un hombre grande y feo, y estoy segura de que su nombre era…
»Pero no recuerdas su nombre. Claro que no lo recuerdas. Creo que se llamaba… no, por favor. No intentes recordar. Dios santo, se llamaba Luke. Después de tantos años aún recuerdas que se llamaba Luke.
»Era el jardinero. Mamá había despedido al anterior cuando se enteró que dormía la siesta entre los arbustos, cerca del lago con peces de colores. Llamó a la agencia de colocaciones y le enviaron a Luke. Dijeron que era muy trabajador, diligente y un excelente jardinero.
»No soportaba verlo. Era tan grande, tan gordo y tan horrible. Tenía las uñas negras. Me dije que no debía mirarlo, pero no sé por qué, no podía apartar los ojos de él. Me sentaba junto a la ventana y lo contemplaba mientras trabajaba en el jardín.
»Fue durante las vacaciones de Pascua: yo tenía nueve años.
»Estaba asomada a la ventana y él sabía que lo miraba. De vez en cuando, levantaba su horrible cara arrugada y me sonreía. Estaba cavando un parterre para las flores y tenía las manos llenas de barro. La cara fea y gorda brillaba con el sudor, y una vez se sonó la nariz sin usar pañuelo, y yo al ver aquello me entraron ganas de vomitar, pero no podía apartar los ojos de él. "Asqueroso, sucio", le dije, pero claro, a través de la ventana no logró oírme. Siguió sonriéndome y luego me guiñó el ojo y después me hizo señas con el dedo, como si me dijera: "Anda, sal que te daré una cosa".
»"No —le dije—. Me das miedo".
»Volvió a guiñarme el ojo. Estaba recostado sobre la pala. Me hacía señas con el dedo, muy despacio." Anda, sal —me decía—. Sal".
»En la casa hacía calor, pero los dientes me castañeteaban. Algo hizo que me levantara y me apartara de la ventana, y fuera hasta la puerta y la abriera. Salí al jardín, donde Luke me esperaba con aquellos ojitos redondos como los de un cerdo; miraba a la niñita de nueve años que llevaba una cinta verde claro en el pelo y un vestido verde claro recién almidonado, y si las sensaciones tienen color, en aquel momento, cuando se me acercó, sentí que tenía la cara de color verde claro».
Cora se apartó de la ventana. No pensaba en lo que hacía cuando encendió la luz y se vistió. Todo fue rápido y mecánico como los actos de un trabajador eficaz en una cadena de montaje. Salió de la habitación, fue pasillo abajo, bajó las escaleras hasta el vestíbulo y le pidió al recepcionista que le consiguiera un taxi. Al cabo de unos minutos, sentada ya en el taxi, le dijo al chófer:
—No sé en qué calle está, pero es una casa llamada Winnie’s Place.
—En la calle Barry —comentó el taxista. Luego se giró y la miró—. ¿Está segura? ¿Está segura de que quiere ir ahí?
Cora movió la mano automáticamente; el gesto le indicó al taxista que arrancara.
El coche avanzaba lentamente. Cora abrió el bolso y sacó un billete de cinco dólares. Se inclinó hacia adelante y enseñó el dinero al taxista.
—Si se da prisa, saldrá ganando. No le pediré el cambio.
El taxista pisó el acelerador a fondo. El taxi chirrió al girar una esquina. Cora estaba sentada en el borde del asiento, muy rígida, con las manos cruzadas firmemente sobre el regazo. El taxista le comentó algo, pero no lo oyó. Sus ojos en blanco miraban hacia la nada. El único sonido que producía era el castañeteo de los dientes. El taxista le preguntó si había cogido un enfriamiento, no comprendía por qué temblaba. Siguió preguntándole lo mismo, pero ella no lo oía.
—¿Entrará sola? —inquirió el taxista. Pisó el freno y se dio la vuelta para abrirle la puerta. Cuando Cora salió del taxi, le entregó los cinco dólares. Entonces él le dijo:
—Tal vez necesita ayuda…
—No —repuso. Se había vuelto de espaldas al taxista y estaba frente a la casa de madera de una planta. Vio luz en las ventanas.
—¿Quiere que espere? —preguntó el taxista.
—Está bien —contestó Cora. Se dirigió rápidamente hasta la puerta y llamó. Golpeó fuerte con el puño y siguió golpeando hasta que se abrió. Vio la cara de la jamaicana que se quedó mirándola, de arriba a abajo. La mujer se hizo a un lado y la dejó pasar.
Cora entró. La mujer cerró la puerta.
—Busco a…
—Ya lo sé —dijo Winnie—. Al blanco. Al turista norteamericano.
—Sí. Bebe mucho y…
—Ya no bebe —le informó Winnie.
Ha ocurrido algo —pensó Cora. Pero el pensamiento no se le reflejó en la cara. En voz muy queda le pidió a Winnie:
—Dígame dónde está.
Winnie no le contestó.
—Por favor, dígamelo. Soy su esposa.
—¿Su esposa? —Winnie ladeó la cabeza. Entrecerró los ojos, anegados por la duda—. No me dijo que tenía esposa.
—Se lo digo yo. ¿No me cree?
—Todavía no —repuso Winnie—. Aquí hay una contradicción. No parecía hombre con esposa. Parecía muy solo, como si no lo quisieran.
Cora dio un leve respingo. Dejó caer los hombros. Luego volvió a ponerse bien derecha y rígida y con voz fina y seca dijo:
—Si sabe dónde está, dígamelo. No puede impedir que…
—Sí que puedo —la interrumpió Winnie—. No dejaré que interfiera. Esto no la incluye a usted señora. Es un tema muy importante y no dejaré que lo eche a perder.
—¿Que eche a perder qué? ¿De qué me habla?
—Está haciendo un recado —le dijo Winnie—. Por eso tengo la casa iluminada. Estaba aquí sentada, esperando… esperando que saliera vivo de ésta.
Cora aferró a la mujer por las muñecas.
—Entonces me necesita. Donde sea que esté, me necesita.
—Suélteme, por favor, me hace daño.
—¡Me necesita!
—¿Y qué le dice que la necesita?
—Lo sé. Lo presiento.
Se produjo un silencio en el que los ojos de las mujeres no dejaron de mirarse. El silencio era como un alambre que se estira y vibra y se rompió cuando Winnie dijo:
—Si tanto le preocupa ese hombre, entonces tiene que ir con él. —Miró las manos que la sujetaban por las muñecas. Las manos la soltaron. Winnie fue hasta la puerta, la abrió y dijo—: Morgan’s Alley. El número de la casa es el diecisiete.
Cora asintió. Y en voz alta murmuró para sí:
—Diecisiete.
—Morgan’s Alley. Repítalo, para que no se le olvide.
—Diecisiete, Morgan’s Alley —replicó Cora. Traspasó rápidamente la puerta, atravesó el asfalto lleno de huellas y subió al taxi.