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Authors: Charlaine Harris

De muerto en peor (5 page)

BOOK: De muerto en peor
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—¡Caray! Cuéntamelo.

Y así lo hice. Nos reímos juntas un buen rato. Pensé en contarle a Amelia lo de aquel hombre tan guapo, pero no lo hice. ¿Qué podía decirle? ¿Que me miró? Pero lo que sí acabé contándole fue lo de ese tal Jonathan de Nevada.

—¿Qué piensas que quería en realidad? —preguntó Amelia.

—No tengo ni idea. —Me encogí de hombros.

—Tienes que descubrirlo. Sobre todo si nunca has oído hablar al que dice que es su anfitrión sobre este tipo.

—Voy a llamar a Eric..., si no esta noche, mañana.

—Es una pena que no comprases una copia de esa base de datos que Bill anda vendiendo. Ayer vi un anuncio de ella en Internet, en una página para vampiros. —Podría parecer un repentino cambio de tema, pero la base de datos de Bill contenía imágenes y/o biografías de todos los vampiros a los que había conseguido localizar por todo el mundo. Yo había oído hablar de unos cuantos de ellos. El pequeño CD de Bill estaba proporcionándole a su jefa, la reina, más dinero del que jamás me habría imaginado. Pero para adquirir una copia era necesario ser vampiro, y tenían métodos para verificarlo.

—Bien, dado que Bill cobra quinientos dólares la unidad y hacerse pasar por vampiro comporta un grave peligro... —dije.

Amelia agitó la mano.

—Eso es que merece la pena —dijo.

Amelia es mucho más sofisticada que yo..., al menos en ciertas cosas. Se crió en Nueva Orleans y había pasado allí casi toda su vida. Ahora vivía conmigo porque había cometido un error gigantesco. Había tenido que abandonar Nueva Orleans después de que su inexperiencia provocara una catástrofe mágica. Tuvo suerte de marcharse cuando lo hizo, pues el Katrina llegó poco después. Desde que se produjo el huracán, su inquilino vivía en el apartamento del piso superior de la casa de Amelia. El apartamento de Amelia, en la planta baja, había sufrido daños. Ahora, no le cobraba nada a su inquilino, pues se ocupaba de supervisar las obras de reparación de la casa.

Y en ese momento apareció por allí el motivo por el cual Amelia no regresaba de momento a Nueva Orleans. Bob entró en la cocina para decir hola, restregándose cariñosamente contra mis piernas.

—Hola, cariñito peludo —dije, cogiendo el gato de pelo largo blanco y negro—. ¿Cómo está mi preciosidad? ¡Es una monada!

—Voy a vomitar —dijo Amelia. Pero sabía de sobra que cuando yo no estaba, ella también le hablaba a Bob de la misma manera.

—¿Algún avance? —pregunté, separando la cabeza del pelaje de Bob. Aquella tarde Amelia lo había bañado..., se adivinaba por lo esponjoso que estaba.

—No —contestó en un tono de voz plano y descorazonado—. Me he pasado una hora trabajando en él y sólo he conseguido ponerle un rabo de lagartija. He hecho todo lo posible para volver a cambiarlo.

Bob era en realidad un tío, es decir, un hombre. Un hombre con aspecto de sabelotodo con cabello oscuro y gafas, aunque Amelia me confió que tenía unos atributos sobresalientes que no se dejaban ver cuando iba vestido de calle. Cuando Amelia convirtió a Bob en gato, no estaba practicando la magia transformadora, sino que supuestamente estaban disfrutando de una aventurera sesión de sexo. Yo nunca había tenido el valor necesario para preguntarle qué estaban intentando hacer. Aunque era evidente que se trataba de algo bastante exótico.

—La cuestión es... —dijo de repente Amelia, y me puse en alerta. Estaba a punto de revelarme el verdadero motivo por el que se había quedado levantada esperándome. Amelia era muy buena transmisora, de modo que lo capté enseguida en su cerebro. Pero dejé que siguiera hablando, porque en realidad a la gente no le gusta que les diga que no es necesario que me lo cuenten, sobre todo cuando el tema es algo en lo que han estado concentrándose—. Mi padre estará mañana en Shreveport y quiere pasarse por Bon Temps para verme —dijo de corrido—. Vendrán él y su chófer, Marley. Quiere venir a cenar.

El día siguiente era domingo. El Merlotte's abriría sólo por la tarde, aunque, de todos modos, y según vi echándole un vistazo al calendario, a mí no me tocaba trabajar.

—Saldré —dije—. Iré a visitar a J.B. y a Tara. Ningún problema.

—Quédate aquí, por favor —dijo con rostro suplicante. No me explicó por qué. Pero leí enseguida sus motivos. Amelia tenía una relación muy complicada con su padre; de hecho, había tomado el apellido de su madre, Broadway, aunque en parte era porque su padre era un personaje muy conocido. Copley Carmichael tenía mucho peso político y era rico, aunque no sabía hasta qué punto el Katrina habría afectado sus ingresos. Carmichael era el propietario de unos almacenes madereros gigantescos y era además constructor. Era posible que el Katrina hubiera destrozado sus negocios. Por otro lado, la verdad es que toda la zona estaba necesitada de madera y reconstrucción.

—¿A qué hora llegará? —pregunté.

—A las cinco.

—¿Sabes si el chófer compartirá mesa con él? —Jamás en mi vida había tenido trato con este tipo de empleados. Teníamos otra mesa en la cocina. No pensaba dejar a aquel hombre sentado en la escalera del porche.

—Oh, Dios mío —dijo Amelia. Era evidente que no se le había ocurrido—. ¿Qué haremos con Marley?

—Por eso te lo pregunto. —Tal vez mi voz sonó un poco impaciente.

—Mira —dijo Amelia—. No conoces a mi padre. No sabes cómo es.

El cerebro de Amelia estaba dándome a entender que sus sentimientos respecto a su padre eran variados. Era muy difícil discernir cuál era la verdadera actitud de Amelia entre tanto amor, miedo y ansiedad. Yo, por mi parte, conocía a muy pocas personas ricas, y mucho menos a personas ricas con chófer.

Sería una visita interesante.

Le deseé buenas noches a Amelia, me fui a la cama y, pese a que había mucho a lo que darle vueltas, mi cuerpo estaba cansado y me dormí enseguida.

El domingo amaneció precioso. Pensé en los recién casados, lanzados hacia su nueva vida, y en la anciana señora Caroline, que disfrutaba de la compañía de un par de primos (jóvenes sexagenarios) a modo de perros guardianes y acompañantes. Cuando Portia y Glen regresasen, los primos volverían a su humilde morada, probablemente aliviados. Halleigh y Andy se trasladarían a vivir a su casita.

Me pregunté por Jonathan y el atractivo hombre maduro.

Me recordé que por la noche tenía que llamar a Eric, cuando éste se hubiera levantado.

Pensé en las inesperadas palabras de Bill.

Por enésima vez, hice especulaciones sobre el silencio de Quinn.

Pero antes de que me diera tiempo a deprimirme, fui atrapada por el huracán Amelia.

Hay muchas cosas que me gustan, que incluso adoro de Amelia. Es directa y entusiasta, y está llena de talento. Lo sabe todo sobre el mundo sobrenatural y sobre el lugar que yo ocupo en el mismo. Considera mi extraño «talento» como algo realmente atractivo. Puedo hablar con ella de todo. Nunca reacciona ni con repugnancia ni horrorizada. Por otro lado, Amelia es impulsiva y testaruda, pero a la gente debe aceptársela tal y como es. Me gusta que Amelia viva conmigo.

En el aspecto práctico, es una cocinera bastante decente, separa muy bien lo que es de cada una y es muy pulcra. Lo que Amelia hace realmente bien es limpiar. Cuando está aburrida, limpia; cuando está nerviosa, limpia; y también limpia cuando se siente culpable. Yo no me quedo manca en cuanto a llevar la casa, pero Amelia es excelente. Un día que estuvo a punto de sufrir un accidente de coche, limpió todo el mobiliario del salón, tapicería incluida. Cuando la llamó su inquilino para decirle que era imprescindible cambiar el tejado de su casa, bajó a EZ Rent y volvió a casa con una máquina para encerar y dar brillo a los suelos de madera de arriba y de abajo.

Me levanté a las nueve y vi enseguida que la inminente visita de su padre había sumergido a Amelia en un frenesí de limpieza. Cuando a las once menos cuarto me fui a la iglesia, Amelia estaba a cuatro patas en el baño del vestíbulo, una escena realmente anticuada teniendo en cuenta las diminutas baldosas octogonales en blanco y negro y la enorme bañera con patas; pero (gracias a mi hermano Jason), el lavabo era moderno. Era el baño que utilizaba Amelia, ya que arriba no había. Yo tenía uno pequeño en mi habitación, un añadido de la década de 1950. En mi casa podían verse las principales tendencias decorativas de las últimas décadas en un solo edificio.

—¿De verdad crees que estaba sucio? —le dije desde el umbral de la puerta. Era una conversación con el trasero de Amelia.

Amelia levantó la cabeza y se pasó por la frente la mano cubierta con el guante de goma para apartarse su corto cabello.

—No, no estaba mal, pero quiero que esté estupendo.

—Mi casa es una casa vieja, Amelia. No creo que pueda tener un aspecto estupendo. —No tenía sentido que estuviese disculpándome por la antigüedad de la casa y su mobiliario. Era lo mejor que podía tener, y me encantaba.

—Es una casa antigua maravillosa, Sookie —dijo acaloradamente Amelia—. Pero necesito estar ocupada con algo.

—De acuerdo —dije—. Me voy a la iglesia. Estaré de vuelta hacia las doce y media.

—¿Puedes pasarte a hacer la compra al salir de la iglesia? La lista está sobre el mostrador de la cocina.

Accedí, contenta de tener algo que hacer que me mantuviera lejos de casa por más tiempo.

La mañana parecía más del mes de marzo (del mes de marzo en el sur, claro está) que de octubre. Cuando al llegar a la iglesia metodista salí del coche, levanté la cara para recibir el impacto de la suave brisa. El ambiente tenía un toque de invierno, un leve sabor a invierno. Las ventanas de la modesta iglesia estaban abiertas. Cuando nos pusimos a cantar, el coro de nuestras voces flotó por encima de la hierba y los árboles. Mientras el pastor predicaba, vi pasar volando unas cuantas hojas.

Francamente, no siempre escucho el sermón. A veces, la hora que paso en la iglesia se convierte en un rato para pensar, un rato para reflexionar hacia dónde va mi vida. Pero, al menos, esos pensamientos están dentro de un contexto. Y cuando observas cómo caen las hojas de los árboles, el contexto se estrecha.

Aquel día me dediqué a escuchar. El reverendo Collins habló sobre darle a Dios lo que es de Dios, igual que aquello de darle al César lo que es del César. Me pareció un sermón típico del quince de abril y me sorprendí preguntándome si el reverendo Collins pagaría trimestralmente sus impuestos. Al cabo de un rato, sin embargo, comprendí que estaba hablando sobre las leyes que quebrantamos constantemente sin sentirnos culpables (como superar el límite de velocidad, o poner una carta junto con los regalos de una caja que envías por correo sin pagar el franqueo adicional de dicha carta).

Al salir de la iglesia sonreí al reverendo Collins. Cuando me ve, siempre parece preocupado.

En el aparcamiento, saludé a Maxine Fortenberry y a su marido Ed. Maxine era grande y estupenda y Ed era tan tímido y callado que resultaba prácticamente invisible. Su hijo, Hoyt, era el mejor amigo de mi hermano Jason. Hoyt caminaba detrás de su madre. Iba vestido con un buen traje y se había peinado. Muy interesante.

—¡Dame un abrazo, cariño! —dijo Maxine, y por supuesto que lo hice. Maxine había sido buena amiga de mi abuela, aun siendo más de la edad que mi padre tendría en la actualidad. Sonreí a Ed y saludé a Hoyt con la mano.

—Estás muy guapo —le dije, y me sonrió. Me parece que nunca había visto a Hoyt sonreír de aquella manera y miré de reojo a Maxine. Estaba radiante.

—Hoyt está saliendo con Holly, la de tu trabajo —dijo Maxine—. Ella tiene un hijo pequeño, un tema en el que hay que pensar, pero a Hoyt siempre le han gustado los niños.

—No lo sabía —dije. La verdad es que últimamente estaba desconectada—. Es estupendo, Hoyt. Holly es una chica encantadora.

No estoy muy segura de que hubiese dicho lo mismo de haber tenido más tiempo para pensarlo, pero tal vez fue una suerte que no lo tuviera. Holly tenía muchas cosas positivas (estaba absolutamente entregada a su hijo, Cody, era una persona fiel a sus amigos, trabajadora). Se había divorciado hacía ya varios años, de modo que no salía con Hoyt por despecho. Me pregunté si Holly le habría contado a Hoyt que era wiccana. No, no lo había hecho; de haber sido así, Maxine no estaría tan risueña.

—Vamos a comer a Sizzler para conocerla —dijo, refiriéndose al restaurante especializado en carnes a la parrilla que había junto a la carretera interestatal—. Holly no es de ir a la iglesia, pero estamos intentando animarla para que venga con nosotros y traiga con ella a Cody. Mejor nos vamos yendo o no llegaremos a tiempo.

—¡Bien hecho, Hoyt! —dije, dándole unos golpecitos en el brazo cuando pasó por mi lado. Me miró satisfecho.

Todo el mundo se casaba o se enamoraba. Me sentía feliz por ellos. Feliz, feliz, feliz. Con una sonrisa dibujada en la cara, me dirigí a Piggly Wiggly. Busqué la lista de Amelia en el bolso. Era larga y estaba segura de que aún se le habrían ocurrido más cosas. La llamé por el teléfono móvil y, efectivamente, ya había pensado en un par de artículos más que añadir, de modo que pasé un buen rato en la tienda.

Cargada con bolsas de plástico, subí las escaleras del porche trasero. Amelia salió corriendo hacia el coche para coger las demás bolsas.

—¿Dónde estabas? —me preguntó, como si me hubiera estado esperando con impaciencia.

Miré el reloj.

—Salí de la iglesia y fui a comprar —dije a la defensiva—. Es sólo la una.

Amelia me adelantó, cargadísima. Movió la cabeza con exasperación, emitiendo un sonido que sólo puede describirse como «Urrrrg».

El resto de la tarde transcurrió igual, como si Amelia estuviera preparándose para la cita de su vida.

No soy mala cocinera, pero Amelia únicamente me dejó realizar las tareas más sencillas durante la preparación de la cena. Me tocó cortar cebollas y tomates. Ah, sí, y me dejó lavar los platos que íbamos a utilizar. Siempre me había preguntado si Amelia sería capaz de lavar los platos como las hadas madrinas de
La Bella Durmiente
, pero se limitó a resoplar cuando saqué el tema a relucir.

La casa estaba limpia como una patena, y aunque intenté no darle importancia, me di cuenta de que Amelia le había dado un repaso incluso al suelo de mi habitación. Como norma, nunca invadimos el territorio de la otra.

—Siento haber entrado en tu habitación —dijo Amelia de repente, y me sobresaltó..., a mí, que era la telépata. Amelia me había derrotado en mi propio terreno—. Fue uno de esos impulsos locos que me dan. Estaba pasando el aspirador y pensé en hacerlo también en tu habitación. Y antes de darme cuenta, ya lo había hecho. Te he dejado las zapatillas debajo de la cama.

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