Medio oculto por la hierba, aparecía a veinte pasos de distancia el busto de un hombre apoyado en el tronco de una caoba gigantesca.
—¡Es él! —dijo Maston.
Barbicane no se movía. Ardan abismó sus miradas en los ojos del capitán, pero éste permaneció impasible. Ardan dio algunos pasos, gritando:
—¡Barbicane! ¡Barbicane!
No obtuvo respuesta. Entonces se precipitó hacia su amigo; pero en el momento de irle a coger del brazo, se contuvo, lanzando un grito de sorpresa.
Barbicane, con el lápiz en la mano, trazaba fórmulas y figuras geométricas en un libro de memorias, teniendo echado en el suelo, de cualquier modo, su rifle desmontado.
Absorto en su ocupación, sin pensar en su desafío ni en su venganza, el sabio nada había visto ni oído. Pero cuando Michel Ardan le dio la mano, se levantó y le miró con asombro.
—¡Cómo! —exclamó—. ¡Tú aquí! ¡Ya apareció aquello, amigo mío! ¡Ya apareció aquello!
—¿Qué?
—¡Mi medio!
—¿Qué medio?
—¡El de anular el efecto de la repercusión al arrancar el proyectil!
—¿De veras? —dijo Michel, mirando al capitán con el rabillo del ojo.
—¡Sí, con agua! ¡Con agua común, que amortiguará…! ¡Ah, Maston! —exclamó Barbicane—. ¡Vos también!
—El mismo —respondió Michel Ardan—. Y permítame presentarle al mismo tiempo al digno capitán Nicholl.
—¡Nicholl! —exclamó Barbicane, que se puso en pie al momento—. Perdón, capitán —dijo—. Había olvidado… Estoy pronto…
Michel Ardan intervino sin dar a los dos enemigos tiempo de interpelarse.
—¡Voto al chápiro! —dijo—. ¡Fortuna ha sido que valientes como vosotros no se hayan encontrado antes! Ahora tendríamos que llorar a uno a otro de los dos. Pero gracias a Dios, que ha intervenido, no hay ya nada que temer. Cuando se olvida el odio para abismarse en problemas de mecánica o jugar una mala pasada a las arañas, el tal odio no es peligroso para nadie.
Y Michel Ardan contó al presidente la historia del capitán.
—Ahora quisiera que me dijeseis —prosiguió— si dos hombres de tan buenos sentimientos como vosotros, han sido creados para romperse la cabeza a balazos.
En aquella situación, un si es no es ridícula, había algo tan inesperado, que Barbicane y Nicholl no sabían qué actitud adoptar uno respecto de otro. Michel Ardan lo comprendió, y resolvió precipitar la reconciliación.
—Mis buenos amigos —dijo, dejando asomar a sus labios su mejor sonrisa—, entre vosotros sólo ha habido un malentendido. No ha habido otra cosa. Pues bien, para probar que todo entre vosotros ha concluido, y puesto que sois hombres a quienes no duelen prendas y saben arriesgar su piel, aceptad francamente la proposición que voy a haceros.
—Hablad —dijo Nicholl.
—El amigo Barbicane cree que su proyectil irá derecho a la Luna.
—Sí, lo creo —replicó el presidente.
—Y el amigo Nicholl está persuadido de que volverá a caer en la Tierra.
—Estoy seguro —exclamó el capitán.
—De acuerdo —repuso Michel Ardan—. No trato de poneros de acuerdo, pero os digo muy buenamente: Partid conmigo y lo veréis.
—¡Qué idea! —murmuró J. T. Maston, asombrado.
Al oír aquella proposición tan imprevista, los dos rivales se miraron recíprocamente y siguieron observándose con atención. Barbicane aguardaba la respuesta del capitán. Nicholl espiaba las palabras del presidente.
—¿Qué resolvéis? —dijo Michel, con un acento que obligaba—. ¡Ya que no hay que temer repercusiones…!
—¡Aceptado! —exclamó Barbicane.
Pese a la rapidez con que pronunció la palabra, Nicholl la acabó de pronunciar al mismo tiempo.
—¡Hurra! ¡Bravo! ¡Viva! ¡Hip, hip! —exclamó Michel Ardan, tendiendo la mano a los dos adversarios—. Y ahora que el asunto está arreglado, permitidme, amigos míos, trataros a la francesa. Vamos a almorzar.
Aquel mismo día, América entera supo, al mismo tiempo que el desafío del capitán Nicholl y del presidente Barbicane, el inesperado final que tuvo la situación. El papel desempeñado por el caballeroso europeo, su inesperada proposición con que zanjó las dificultades, la simultánea aceptación de los dos rivales, la conquista del territorio selenita, a la cual iban a marchar de acuerdo Francia y los Estados Unidos, todo contribuía a aumentar más y más la popularidad de Michel Ardan. Ya se sabe con qué frenesí los yanquis se apasionan de un individuo. En un país en que graves magistrados tiran del coche de una bailarina para llevarla en triunfo, júzguese cuál sería la pasión que se desencadenó en favor del francés, audaz sobre todos los audaces. Si los ciudadanos no desengancharon sus caballos para colocarse ellos en su lugar, fue probablemente porque él no tenía caballos, pero todas las demás pruebas de entusiasmo le fueron prodigadas. No había uno solo que no estuviese unido a él con el alma. Ex pluribus unum, según se lee en la divisa de los Estados Unidos.
Desde aquel día, Michel Ardan no tuvo un momento de reposo. Diputaciones procedentes de todos los puntos de la Unión le felicitaron incesantemente, y de grado o por fuerza tuvo que recibirlas. Las manos que apretó y las personas que tuteó no pueden contarse; pero se rindió al cabo, y su voz, enronquecida por tantos discursos, salía de sus labios sin articular casi sonidos inteligibles, sin contar con que los brindis que tuvo que dedicar a todos los condados de la Unión le produjeron casi una gastroenteritis. Tantos brindis, acompañados de fuertes licores, hubieran, desde el primer día, producido a cualquier otro un delirium tremens; pero él sabía mantenerse dentro de los discretos límites de una media embriaguez alegre y decidora.
Entre las diputaciones de toda especie que le asaltaron, la de los lunáticos no olvidó lo que debía al futuro conquistador de la Luna. Un día, algunos de aquellos desgraciados, asaz numerosos en América, le visitaron para pedirle que les llevase con él a su país natal. Algunos pretendían hablar el selenita, y quisieron enseñárselo a Michel. Éste se prestó con docilidad a su inocente manía y se encargó de comisiones para sus amigos de la Luna.
—¡Singular locura! —dijo a Barbicane, después de haberles despedido—. Y es una locura que ataca con frecuencia inteligencias privilegiadas. Arago, uno de nuestros sabios más ilustres, me decía que muchas personas muy discretas y muy reservadas en sus concepciones, se dejaban llevar a una exaltación suma, a increíbles singularidades, siempre que de la Luna se ocupaban. ¿Crees tú en la influencia de la Luna en las enfermedades?
—Poco —respondió el presidente del Gun-Club.
—Lo mismo digo; y, sin embargo, la historia registra hechos asombrosos. En 1693, durante una epidemia, las defunciones aumentaron considerablemente el día 21 de enero, en el momento de un eclipse. Durante los eclipses de la Luna, el célebre Bacon se desvanecía, y no volvía en sí hasta después de la completa emersión del astro. El rey Carlos VI, durante el año 1399, sufrió seis arrebatos de locura que coincidieron con la Luna nueva o con la Luna llena. Algunos médicos han clasificado la epilepsia o mal caduco, entre las enfermedades que siguen las fases de la Luna. Parece que las afecciones nerviosas han sufrido a menudo su influencia. Mead habla de un niño que experimentaba convulsiones cuando la Luna entraba en oposición. Gall había notado que la exaltación de las personas débiles aumentaba dos veces cada mes: una en el novilunio y otra en el plenilunio. En fin, hay mil observaciones del mismo género sobre los vértigos, las fiebres malignas, los sonambulismos, que tienden a probar que el astro de la noche ejerce una misteriosa influencia sobre las enfermedades terrestres.
—Pero ¿cómo? ¿Por qué? —preguntó Barbicane.
—¿Por qué? —respondió Ardan—. Te daré la misma respuesta que Arago repetía diecinueve siglos después que Plutarco: Tal vez porque no es verdad.
En medio de su triunfo, no pudo Michel Ardan librarse de ninguna de las gabelas inherentes al estado de hombre célebre. Los que especulaban con lo que está en boga, quisieron exhibirle. Barnum le ofreció un millón para pasearlo de una ciudad a otra en todos los Estados Unidos y darlo en espectáculo como un animal curioso. Michel Ardan le trató de guía de elefantes, y le envió a paseo.
Sin embargo, aunque se negó a satisfacer de esta manera la curiosidad pública, circularon por todo el mundo y ocuparon el puesto de honor en los álbumes, sus numerosos retratos, de los cuales se sacaron pruebas de todas las dimensiones, desde el tamaño natural hasta las reducciones microscópicas para sellos de correo. Cualquiera podía proporcionarse un ejemplar en todas las actitudes imaginables, retrato de cabeza, retrato de busto, retrato de cuerpo entero, sentado, de pie, de perfil, de espaldas; se imprimieron más de 1.500.000 ejemplares, y podía muy bien, pero no quiso, haber aprovechado la ocasión de enriquecerse con sus propias reliquias. Sin más que vender sus cabellos a dólar cada uno; tenía los suficientes para hacer una fortuna.
Para decirlo todo, diremos que esta popularidad no le desagradaba.
Al contrario. Se ponía a disposición del público y se carteaba con el universo entero. Se repetían sus chistes, se propagaban sus felices ocurrencias, sobre todo las que él no había tenido. Por lo mismo que las tenía en abundancia, se le atribuían muchas más. Así es el mundo. Más limosnas se hacen al rico que al pobre.
No solamente tuvo propicios a los hombres, sino que también a las mujeres. ¡Cuántos buenos matrimonios se le hubieran presentado por pocos deseos que hubiera manifestado de casarse! Las solteronas particularmente, las que habían pasado cuarenta años llamando inútilmente a un marido caritativo, estaban día y noche contemplando sus fotografías.
La verdad es que hubiera encontrado compañeras a centenares, aunque les hubiese impuesto la condición de seguirle en su peregrinación aérea. Las mujeres son intrépidas cuando no tienen miedo a todo. Pero Ardan no tenía intención de fundar una dinastía en el continente lunar y ser allí el tronco de una raza cruzada de francés y americano. Por lo tanto, se negó rotundamente.
—¡Ir allá arriba —decía— a representar el papel de Adán con una hija de Eva! ¡Gracias! ¡No tardaría en encontrar serpientes!
Apenas pudo sustraerse a las alegrías demasiado repetidas del triunfo; fue, seguido de sus amigos, a hacer una visita al columbiad. Se la debía. Además, se había convertido en un experto en balística, desde que vivía con Barbicane, J. T. Maston y tutti cuanti. Su mayor placer consistía en repetir a aquellos bravos artilleros que no eran más que homicidas amables y sabios. Respecto del particular, no se agotaba nunca su ingenio epigramático. El día en que visitó el columbiad, lo admiró mucho y bajó hasta el fondo del ánima de aquel gigantesco mortero que debía muy pronto lanzarlo por el aire.
—Al menos —dijo—, este cañón no hará daño a nadie, lo que, tratándose de un cañón, no deja de ser una maravilla. Pero en cuanto a vuestras máquinas que destruyen, que incendian, que rompen, que matan, no me habléis de ellas, y, sobre todo, no me digáis que tienen ánima o alma, que es lo mismo, porque yo no lo creo.
Debemos aquí hacer mención de una proposición relativa a J. T. Maston. Cuando el secretario del Gun-Club oyó que Barbicane y Nicholl aceptaban la proposición de Michel, le entraron ganas de unirse a ellos y formar parte de la expedición. Formalizó un día su deseo. Barbicane, sintiendo mucho no poder acceder a su demanda, le hizo comprender que el proyectil no podía llevar tantos pasajeros. J. T. Maston, desesperado, acudió a Michel Ardan, quien le aconsejó resignación y recurrió a diversos argumentos ad hominem.
—Oye, querido Maston —le dijo—, no des a mis palabras un alcance que no tienen; pero, sea dicho entre nosotros, la verdad es que eres demasiado incompleto para presentarte en la Luna.
—¡Incompleto! —exclamó el valeroso inválido.
—¡Sí, mi valiente amigo! Da por sentado que encontraremos bastantes habitantes allá arriba. ¿Querrás darles una triste idea de lo que pasa aquí, enseñarles lo que es la guerra, demostrarles que los hombres invierten el tiempo más precioso en devorarse, en comerse, en romperse brazos y piernas, en un globo que podría alimentar cien mil millones de habitantes, y cuenta apenas mil doscientos millones? Vamos, amigo mío, no quieras que en la Luna nos den con la puerta en las narices, que nos echen con cajas destempladas.
—Pero si vosotros llegáis a pedazos —replicó J. T. Maston—, seréis tan incompletos como yo.
—Es una verdad digna de Perogrullo —respondió Ardan—. Pero nosotros llegaremos muy enteritos.
En efecto, un experimento preliminar, realizado por vía de ensayo el 18 de octubre, había dado los mejores resultados y hecho concebir las más legítimas esperanzas. Barbicane, deseando darse cuenta del efecto de la repercusión en el momento de partir un proyectil, mandó traer del arsenal de Pensacola un mortero de 32 pulgadas (0,75 centímetros), que colocó en la rada de Hillisboro, a fin de que la bomba cayera en el mar y se amortiguase su choque. Tratábase únicamente de experimentar el sacudimiento a la salida y no el choque al caer.
Para este curioso experimento se preparó con el mayor esmero un proyectil hueco. Una gruesa almohadilla, aplicada a una red de resortes de acero delicadamente templados, forraba sus paredes interiores. Era un verdadero nido cuidadosamente mullido y acolchado.
—¡Qué lástima no poder meterse en él! —decía J. T. Maston, lamentando que su volumen no le permitiera intentar la aventura.
La ingeniosa bomba se cerraba por medio de una tapa con tornillos, y se introdujo en ella un enorme gato, y después una ardilla perteneciente al secretario perpetuo del Gun-Club, J. T. Maston, a la cual éste profesaba un verdadero cariño. Pero se quería saber prácticamente cómo soportaría el viaje un animalito tan poco sujeto a vértigos.
Se cargó el mortero con ciento sesenta libras de pólvora, y, colocada en él la bomba, se dio la voz de fuego.
El proyectil salió inmediatamente; con la rapidez propia de los proyectiles, describió majestuosamente su parábola: subió a una altura aproximada de 1.000 pies, y, formando una graciosa curva, cayó en el mar y se abismó en las olas.
Sin pérdida de tiempo se dirigió una embarcación al sitio de la caída, y hábiles buzos, que se echaron al agua y chapuzaron como peces, ataron con cables el proyectil, y éste fue izado rápidamente a bordo. No habían transcurrido cinco minutos desde el momento en que fueron encerrados los animales, cuando se levantó la tapa de su mazmorra.