Prusia demostró la consideración que le mereció la empresa enviando 250.000 táleros. Todos sus observatorios se suscribieron por una cantidad importante, y fueron los que más procuraron alentar al presidente Barbicane.
Turquía se condujo generosamente, pues siendo la Luna quien regula el curso de sus años y su ayuno del Ramadán, se hallaba personalmente interesada en el asunto. No podía enviar menos de 1.372.640 piastras, y las dio con una espontaneidad que revelaba, sin embargo, cierto interés del gobierno otomano.
Bélgica se distinguió entre todos los Estados de segundo orden con un donativo de 513.000 francos, que vienen a corresponder a doce céntimos por habitante.
Holanda y sus colonias se interesaron en la cuestión por 110.000 florines, pidiendo sólo una rebaja del 5 por ciento por pagarlos al contado.
Dinamarca, cuyo territorio es muy limitado, dio, sin embargo, 9.000 ducados finos, lo que prueba la afición de los daneses a las expediciones científicas.
La confederación germánica contribuyó con 34.285 florines. Pedirle más hubiera sido gollería, y aunque se lo hubieran pedido, ella no lo hubiera dado.
Italia, aunque muy endeudada, encontró 200.000 liras en los bolsillos de sus hijos, pero dejándolos limpios como una patena. Si hubiese tenido Venecia hubiera dado más; pero no la tenía.
Los Estados de la Iglesia no creyeron prudente enviar menos de 7.040 escudos romanos, y Portugal llegó a desprenderse por la ciencia hasta de 30.000 cruzados. En cuanto a México, no pudo dar más que 86.000 pesos fuertes, pues los imperios que se están fundando andan algo apurados.
Doscientos cincuenta y siete francos fueron el modesto tributo de Suiza para la obra americana… Digamos francamente que Suiza no acertaba a ver el lado práctico de la operación; no le parecía que el acto de enviar una bala a la Luna fuese de tal naturaleza que estableciese relaciones diplomáticas con el astro de la noche, y se le antojó que era poco prudente aventurar sus capitales en una empresa tan aleatoria. Si se piensa bien, Suiza tenía, tal vez, razón.
Respecto a España, no pudo reunir más que ciento diez reales. Dio como excusa que tenía que concluir sus ferrocarriles. La verdad es que la ciencia en aquel país no está muy considerada. Se halla aún aquel país algo atrasado. Y, además, ciertos españoles, y no de los menos instruidos, no sabían darse cuenta exacta del peso del proyectil, comparado con el de la Luna, y temían que la sacase de su órbita; que la turbase en sus funciones de satélite y provocase su caída sobre la superficie del globo terráqueo. Por lo que pudiera tronar, lo mejor era abstenerse. Así se hizo, salvo unos cuantos realejos.
Quedaba Inglaterra. Conocida es la desdeñosa antipatía con que acogió la proposición de Barbicane. Los ingleses no tienen más que una sola alma para los veinticinco millones de habitantes que encierra la Gran Bretaña. Dieron a entender que la empresa del Gun-Club era contraria al «principio de no intervención», y no soltaron ni un cuarto.
A esta noticia, el Gun-Club se contentó con encogerse de hombros y siguió su negocio. En cuanto a la América del Sur: Perú, Chile, Brasil, las provincias de la Plata, Colombia, remitieron a los Estados Unidos 300.000 pesos. El Gun-Club se encontró con un capital considerable, cuyo resumen es el siguiente:
Suscripción de los Estados Unidos | 4.000.000 dólares |
Suscripciones extranjeras | 1.446.675 dólares |
Total | 5.446.675 dólares |
5.446.675 dólares entraron, como resultado de la suscripción, en la caja del Gun-Club.
A nadie sorprenda la importancia de la suma. Los trabajos de fundición, taladro y albañilería, el transporte de los operarios, su permanencia en un país casi inhabitado, la construcción de hornos y andamios, las herramientas, la pólvora, el proyectil y los gastos imprevistos, debían, según el presupuesto, consumirse casi completamente. Algunos cañonazos de la guerra federal costaron 1.000 dólares, y, por consiguiente, bien podía costar cinco mil veces más el del presidente Barbicane, único en los fastos de la artillería. El 20 de octubre se ajustó un contrato con la fábrica de fundición de Goldspring, cerca de Nueva York, la cual se comprometió a transportar a Tampa, en la Florida meridional, el material necesario para la fundición del columbiad.
Como plazo máximo, la operación debía quedar terminada el 15 del próximo octubre, y entregado el cañón en buen estado, bajo pena de una indemnización de 100 dólares por día hasta el momento de volverse a presentar la Luna en las mismas condiciones requeridas, es decir, hasta haber transcurrido dieciocho años y once días.
El ajuste y pago de salario de los trabajadores y las demás atenciones de esta índole, eran de cuenta de la compañía de Goldspring.
Este convenio, hecho por duplicado y de buena fe, fue firmado por I. Barbicane, presidente del Gun-Club, y por J. Murchison, director de la fábrica de Goldspring, que aprobaron la escritura.
Hecha ya la elección por los miembros del Gun-Club, en detrimento de Tejas, los americanos de la Unión que todos saben leer, se impusieron la obligación de estudiar la geografía de Florida. Nunca jamás habían vendido los libreros tantos ejemplares de Bartram's travel in Florida, de Roman's natural history of East and West Florida, de William's territory of Florida, de Cleland on the culture of the Sugar, Cane in East Florida. Fue necesario imprimir nuevas ediciones. Aquello era un delirio.
Barbicane tenía que hacer algo más que leer; quería ver con sus propios ojos y marcar el sitio del columbiad. Sin pérdida de un instante puso a disposición del observatorio de Cambridge los fondos necesarios para la construcción de un telescopio, y entró en tratos con la casa Breadwill y Compañía, de Albany, para la fabricación del proyectil de aluminio. Enseguida partió de Baltimore, acompañado de J. T. Maston, del mayor Elphiston y del director de la fábrica de Goldspring.
Al día siguiente, los cuatro compañeros de viaje llegaron a Nueva Orleans, donde se embarcaron inmediatamente en el Tampico, buque de la marina federal que el gobierno ponía a su disposición, y, calentadas las calderas, las orillas de la Luisiana desaparecieron pronto de su vista.
La travesía no fue larga. Dos días después de partir el Tampico, que había recorrido 480 millas, distinguiose la costa floridense. Al acercarse a ésta, Barbicane se halló en presencia de una tierra baja, llana, de aspecto bastante árido. Después de haber costeado una cadena de ensenadas materialmente cubiertas de ostras y cangrejos, el Tampico entró en la bahía del Espíritu Santo.
Dicha bahía se divide en dos radas prolongadas: la rada de Tampa y la rada de Hillisboro, por cuya boca penetró el buque. Poco tiempo después, el fuerte Broke descubrió sus baterías rasantes por encima de las olas, y apareció la ciudad de Tampa, negligentemente echada en el fondo de un puertecillo natural formado por la desembocadura del río Hillisboro.
Allí fondeó el Tampico el 22 de octubre, a las siete de la tarde, y los cuatro pasajeros desembarcaron inmediatamente. Barbicane sintió palpitar con violencia su corazón al pisar la tierra floridense; parecía tantearla con el pie, como hace un arquitecto con una casa cuya solidez desea conocer; J. T. Maston escarbaba el suelo con su mano postiza.
—Señores —dijo Barbicane—, no tenemos tiempo que perder; mañana mismo montaremos a caballo para empezar a recorrer el país.
Barbicane, en el momento de saltar a tierra, vio que le salían al encuentro los 3.000 habitantes de la ciudad de Tampa. Bien merecía este honor el presidente del Gun-Club, que les había dado la preferencia. Fue acogido con formidables aclamaciones; pero él se sustrajo a la ovación, se encerró en una habitación del hotel Franklin y no quiso recibir a nadie. Decididamente, no se avenía su carácter con el oficio de hombre célebre.
Al día siguiente, 23 de octubre, algunos caballos de raza española, de poca alzada, pero de mucho vigor y brío, relinchaban debajo de sus ventanas. Pero no eran cuatro, sino cincuenta, con sus correspondientes jinetes. Barbicane, acompañado de sus tres camaradas, bajó y se asombró de pronto, viéndose en medio de aquella cabalgata. Notó que cada jinete llevaba una carabina en la bandolera y un par de pistolas en el cinto. Un joven floridense le explicó inmediatamente la razón que había para aquel aparato de fuerzas.
—Señor —dijo—, hay semínolas.
—¿Qué son semínolas?
—Salvajes que recorren las praderas, y nos ha parecido prudente escoltaros.
—¡Bah! —dijo desdeñosamente J. T. Maston montando a caballo.
—Siempre es bueno —respondió el floridense— tomar precauciones.
—Señores —repuso Barbicane—, os agradezco vuestra atención; partamos.
La cabalgata se puso en movimiento y desapareció en una nube de polvo. Eran las cinco de la mañana; el sol resplandecía ya, y el termómetro señalaba 84°
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, pero frescas brisas del mar moderaban la excesiva temperatura.
Barbicane, al salir de Tampa, bajó hacia el Sur y siguió la costa, ganando el creek de Alifia. Aquel arroyo desagua en la bahía de Hillisboro, doce millas al sur de Tampa. Barbicane y su escolta costearon la orilla derecha, remontando hacia el Este. Las olas de la bahía desaparecieron luego detrás de un accidente del terreno, y únicamente se ofreció a su vista la campiña.
La Florida se divide en dos partes: una, al Norte, más populosa, menos abandonada, tiene por capital a Tallahassee, y posee uno de los principales arsenales marítimos de los Estados Unidos, que es Pensacola; la otra, colocada entre los Estados Unidos y el golfo de México, que la estrechan con sus aguas, no es más que una angosta península roída por la corriente del Gulf Stream, punta de tierra perdida en medio de un pequeño archipiélago, doblándola incesantemente los numerosos buques del canal de Bahama. Aquella punta es el centinela avanzado del golfo de las grandes tempestades. Tiene aquel Estado una superficie de 38.033.267 acres, entre los cuales había que escoger uno situado más allá del paralelo 28 que conviniese a la empresa, por lo que Barbicane, sin apearse, examinaba atentamente la configuración del terreno y su distribución particular.
La Florida, descubierta por Juan Ponce de León el Domingo de Ramos de 1512, debió a esta circunstancia el nombre que llevaba en un principio de Pascua Florida. No la hacía en verdad muy digna de él sus costas áridas y abrasadas. Pero a algunas millas de la playa, la naturaleza del terreno se fue modificando poco a poco, y el país se mostró acreedor a su denominación primitiva. Entrecortaba el terreno una red de arroyos, ríos, manantiales, estanques y lagos, que le daba un aspecto parecido al que tienen Holanda y Guayana; pero el campo se elevó sensiblemente y no tardó en ostentar sus llanuras cultivadas, en que se daban admirablemente todas las producciones vegetales del Norte y del Mediodía. El sol de los trópicos y las aguas conservadas por la arcilla del terreno, pagan todos los gastos de cultivo de su inmensa vega. Praderas de ananás, de ñame, de tabaco, de arroz, de algodón y de caña de azúcar, que se extienden a cuanto alcanza la vista, ofrecen sus riquezas con la prodigalidad más espontánea.
Mucho satisfacía a Barbicane la elevación progresiva del terreno, y cuando J. T. Maston le interrogó acerca del particular, le respondió:
—Amigo mío, tenemos el mayor interés en fundir nuestro columbiad en un terreno alto.
—¿Para estar más cerca de la Luna? —preguntó con sorna el secretario del Gun-Club.
—No —respondió Barbicane sonriéndose—. ¿Qué importan algunas toesas más o menos? Pero en terrenos altos la ejecución de nuestros trabajos será más fácil, no tendremos que luchar con las aguas, lo que nos permitirá prescindir del largo y penoso sistema de tuberías, cosa digna de consideración cuando se trata de abrir un pozo de 900 pies de profundidad.
—Tenéis razón —dijo el ingeniero Murchison—. Debemos, en cuanto podamos, evitar los cursos de agua durante la perforación; pero si encontramos manantiales, no hay que amilanarse por eso, los agotaremos con nuestras máquinas o los desviaremos. No se trata de un pozo artesiano, estrecho y oscuro, en el que la terraja, el cubo, la sonda, en una palabra, todos los instrumentos del perforador, trabajan a ciegas. No. Nosotros trabajaremos al aire libre, a plena luz, con el azadón o el pico en la mano, y con el auxilio de los barrenos saldremos pronto del paso.
—Sin embargo —respondió Barbicane—, si por la elevación o naturaleza del terreno podemos evitar una lucha con las aguas subterráneas, el trabajo será más rápido y saldrá más perfecto. Procuremos, pues, abrir nuestra zanja en un terreno situado a algunos centenares de toesas sobre el nivel del mar.
—Tenéis razón, señor Barbicane; y, si no me engaño, no tardaremos en encontrar el sitio que nos conviene.
—¡Ah! Ya quisiera haber dado el primer azadonazo —dijo el presidente.
—¡Y yo el último! —exclamó J. T. Maston.
—Todo se andará, señores —respondió el ingeniero—, y, creedme, la compañía de Goldspring no tendrá que pagar indemnización alguna por causa de retraso.
—¡Por Santa Bárbara que tenéis razón! —replicó J. T. Maston—. Cien dólares por día hasta que la Luna se vuelva a presentar en las mismas condiciones, es decir, durante dieciocho años y once días, constituirían una suma de 650.000 dólares. ¿Sabíais eso?
—Ni tenemos necesidad de saberlo —respondió el ingeniero.
A cosa de las diez de la mañana, la comitiva había avanzado unas doce millas. A los campos fértiles sucedió entonces la región de los bosques. Allí se presentaban las esencias más variadas con una profusión tropical. Aquellos bosques casi impenetrables, estaban formados de granados, naranjos, limoneros, higueras, olivos, albaricoques, bananos y cepas de viña, cuyos frutos y flores rivalizaban en colores y perfumes. A la olorosa sombra de aquellos árboles magníficos, cantaban y volaban numerosísimas aves de brillantes colores, entre las cuales se distinguían muy particularmente las cangrejeras, cuyo nido debería ser un estuche de guardar joyas para ser digno de su magnífico y variado plumaje. J. T. Maston y el mayor, no podían hallarse en presencia de aquella naturaleza opulenta, sin admirar su espléndida belleza.
Pero el presidente Barbicane, poco sensible a tales maravillas, tenía prisa en seguir adelante. Aquel país tan fértil le desagradaba por su fertilidad misma. Sin ser hidróscopo sentía el agua bajo sus pies, y buscaba, aunque en vano, señales de una aridez incontestable.