Rió en voz alta.
Se tragó la risa inmediatamente, mirando a su alrededor. Al parecer el sistema de insonorización funcionaba bien. El anillo no salió del dedo. ¿Atascado? ¿Enganchado? ¿Unido con una operación? Cortó la mano derecha de Ryoval con la sierra láser. El láser cauterizó la herida, de modo que no hubo mucha sangre. Bien. Cojeó hasta el armario del dormitorio y miró el cuadradito rojo, del tamaño de la piedra.
¿Qué va para arriba?
¿Y si lo rotaba mal? ¿Dispararía una alarma?
Lord Mark hizo una pantomima. El barón Ryoval con prisa. Pone la palma en la cerradura y da una vuelta la mano para colocar el anillo…
—Así… —susurró.
La puerta se abrió sobre un tubo elevador personal. Se extendía veinte metros hacia arriba. Las almohadillas de control antigravitatorio brillaban en la oscuridad: verde hacia arriba, rojo hacia abajo. Lord Mark y Asesino miraron a su alrededor. No había defensas obvias, ningún generador de campos opuestos…
Una brisa suave trajo el olor del aire fresco desde arriba.
¡Vámonos!
, aullaron Aullido, Eructo y Jadeo.
Lord Mark se quedó de pie, las piernas separadas, quieto, mirando. Se negaba a que le dieran prisa. No tiene escalera de emergencia, dijo por fin.
¿Y qué?
Y. ¿Qué?
Asesino retrocedió, los demás callados, y esperó respetuosamente.
Quiero una escalera de emergencia
, musitó lord Mark, quejoso. Se volvió y caminó de nuevo por las habitaciones privadas de Ryoval. Y mientras tanto, buscó ropa. No había mucho que elegir: era evidente que ésa no era la residencia principal de Ryoval. Sólo una suite privada. Todo demasiado largo y estrecho. Los pantalones, imposibles. Consiguió una camisa de tejido suave para ponerse sobre la piel al rojo. Una chaqueta suelta, abierta, le dio algo más de protección. Un sarong estilo betanés, para el baño, le envolvió los muslos. Un par de sandalias: la del pie izquierdo le quedaba grande, y la del derecho, hinchado y roto, le resultaba pequeña. Buscó dinero, llaves, cualquier cosa que pudiera servirle. Pero no había nada para trepar.
Voy a tener que hacerme mi propia escalera de emergencia
. Se colgó la sierra láser en el cuello con un par de cinturones de Ryoval, subió al elevador y empezó a hacer agujeros en el costado del plástico.
¡Demasiado lento!
gemía la banda negra. Aullido aullaba por dentro; hasta Asesino, gritó:
¡Corramos, coño!
Lord Mark los ignoró. Activó el campo de «arriba» pero no dejó que los llevara. Ayudándose de su mano y pie sanos, subió lentamente. No era difícil subir, flotando en el campo de gravedad; lo único difícil era recordar que había que tener siempre tres puntos de único apoyo. El pie derecho ya casi no le servía. La banda negra gemía, aterrorizada. Mark fue ascendiendo, metódico y decidido. Fundía un agujero. Esperaba. Movía una mano, un pie, una mano, un pie. Otro agujero. Esperar.
A tres metros del borde, llegó a un pequeño receptor de audio, pegado a la pared junto con un sensor de movimiento.
Supongo que quiere una palabra en código. En la voz de Ryoval
. Lord Mark lo pensó tranquilamente, observando.
Lo lamento. No puedo darte el gusto
.
No tiene que ser lo que tú crees
, dijo Asesino.
Podría ser cualquier cosa. Arco de plasma. Gas venenoso
.
No. Ryoval me vio, pero yo vi a Ryoval. Será algo simple. Y elegante. Y tú te lo harás a ti mismo. Mira
.
Se cogió con fuerza, extendió la sierra láser y la hizo pasar por el sensor de movimiento.
El campo antigravitatorio del tubo elevador se apagó.
Aunque casi lo esperaba, Mark estuvo a punto de caerse por el peso de su propio cuerpo. Aullido no pudo contenerlo todo. Mark gritó en silencio, inundado de dolor. Pero se aferró con fuerza y no dejó caer a nadie.
Los tres últimos metros de ascensión hubieran podido calificarse de pesadilla, pero él tenía nuevas formas de medir la pesadilla. Fue simplemente tedioso.
Había una trampa de campos cruzados en la entrada superior, pero apuntaba hacia arriba. La sierra láser desarmó los controles. Él consiguió avanzar, inválido, arrastrándose, casi como un cangrejo, hasta un garaje subterráneo privado. Dentro, el volador de Ryoval. La capota se abrió cuando la tocó el anillo.
Él se deslizó al interior, ajustó el asiento y los controles lo mejor que pudo alrededor de sus contornos distorsionados y doloridos, levantó el vehículo en el aire. Adelante. Ese botón en el panel de control… ¿ahí? La puerta del garaje se abrió. Una vez fuera fue subiendo a través de la oscuridad, y la aceleración lo llevó cada vez más arriba. Nadie le disparó. No había luces abajo. Sólo una llanura rocosa, invernal. Toda la instalación era subterránea.
Consultó el mapa del volador y eligió una dirección. Al Este. Hacia la luz. Parecía bien.
Siguió acelerando.
El volador se detuvo. Miles estiró el cuello y vio algo de lo que estaba debajo. O no había debajo. La aurora se alzaba sobre un desierto ventoso. No parecía haber nada de interés en kilómetros a la redonda.
—Raro —dijo el guardia que pilotaba el volador—. La puerta está abierta. —Cogió el comu y transmitió una especie de código. El otro guardia se movió, inquieto, mirando a su compañero. Miles se retorció, tratando de verlos a los dos.
Bajaron. Las rocas se alzaron a su alrededor, luego un tubo de cemento. Ah. Entrada secreta. Llegaron al fondo y se movieron hacia delante, hacia un garaje subterráneo.
—Ah —dijo el otro guardia—. ¿Dónde están los vehículos?
El volador se detuvo y el guardia más grande tiró de Miles para sacarlo del asiento posterior y desatarle los tobillos. Lo puso de pie. Miles sintió que se caía de nuevo. Le dolían las heridas del pecho por la posición de las manos atadas en la espalda. Consiguió mantener los pies en el suelo y mirar mientras los guardias seguían en lo suyo. Era un garaje utilitario, mal iluminado, con resonancia, cavernoso. Vacío.
Los guardias lo pasaron por una entrada. Abrieron unas puertas automáticas con un código y se dirigieron hacia una habitación de seguridad. La habitación estaba activada.
—¿Vaj? —llamó un guardia—. Estamos aquí. Revísanos.
No hubo respuesta. Uno de los guardias se adelantó, miró a su alrededor y tocó algo en una almohadilla de la pared.
—Tráiganlo de todos modos —dijo el jefe.
Lo pasaron. Él seguía vestido con el uniforme que le habían dado las Duronas: nada de instrumentos extraños en la ropa, gracias. Por desgracia.
El guardia jefe intentó con el intercomu. Varias veces.
—Nadie contesta.
—¿Qué hacemos? —preguntó su compañero.
El jefe frunció el ceño.
—Supongo que desnudarlo y llevarlo al jefe. Ésas eran las órdenes.
Le sacaron el uniforme. Eran muchos y él no se resistió pero lamentó profundamente la pérdida. Hacía un frío asqueroso. Hasta los guardias tipo buey le miraron un rato el pecho destrozado. Le volvieron a atar las manos a la espalda y lo llevaron por el edificio mientras miraban con preocupación en todas direcciones.
Todo estaba muy tranquilo. Las luces se hallaban encendidas pero no había gente en ninguna parte. Una extraña construcción, no demasiado grande, sencilla y sin duda médica a juzgar por el olor. Investigación, decidió. La instalación de investigaciones biológicas de Ryoval. Privada. Era obvio que después del ataque Dendarii de hacía cuatro años, Ryoval había decidido que su instalación no tenía seguridad suficiente. Miles se daba cuenta. Ese lugar no tenía el aire de negocios que tenía el otro local. Parecía presa de una paranoia militar. Era el tipo de lugar al que se entra a trabajar y no se sale en años, o tal vez nunca, considerando quién era Ryoval. Al pasar, Miles echó una mirada rápida a algunas habitaciones tipo laboratorio. Pero nada de tecnos. Los guardias llamaron una o dos veces. Nadie contestó.
Llegaron a una puerta abierta, detrás de la cual había algo así como un estudio o una oficina.
—¿Barón, señor? —aventuró el jefe de los guardias—. Tenemos a su prisionero.
El otro guardia se rascó el cuello.
—Si no está aquí, ¿lo trabajamos como al otro?
—Él aún no lo ha ordenado. Será mejor que esperemos.
Sí, claro. Miles sospechaba que Ryoval no era el tipo de hombre capaz de premiar la iniciativa en sus subordinados.
Con un suspiro nervioso, profundo, el jefe atravesó el umbral y miró a su alrededor. El más joven hizo que Miles lo siguiera. El estudio estaba muy bien amueblado, con un escritorio de madera y una silla rara con anillos de metal para sostener los brazos de la persona que la usara. Nadie conversaba con el barón Ryoval hasta que el barón Ryoval estuviera listo para conversar. Esperaron.
—¿Y ahora qué hacemos?
—No sé. Hasta aquí llegaban mis órdenes. —El jefe hizo una pausa—. Tal vez es una prueba…
Esperaron otros cinco minutos.
—Si no quieren echar un vistazo —dijo Miles con voz alegre—, puedo ir yo.
Ellos se miraron. El jefe, con la frente fruncida, sacó un bloqueador y se deslizó por la arcada hacia la habitación contigua. Un momento después se oyó su voz:
—
Mierda
. —Y a los pocos segundos, un extraño gemido, atragantado y breve.
Eso fue demasiado incluso para el que retenía a Miles. Con la mano todavía firme sobre el brazo del prisionero, el segundo guardia siguió al primero hacia una gran habitación dispuesta como salón. Había un enorme holovídeo en la pared, en blanco y silencioso. La habitación estaba dividida por una extraña barra de madera blanca y negra, como una cebra. Había una silla muy baja frente a una zona grande y el cuerpo muerto del barón Ryoval yacía boca abajo, desnudo, mirando al techo con ojos secos.
No había señales de lucha —ningún mueble derribado, ninguna quemadura de plasma en las paredes—, excepto en el cuerpo mismo. Allí se concentraban todas las marcas de una violencia tremenda: el cuello aplastado, el torso hecho trizas, sangre seca alrededor de la boca. Una doble línea de puntos negros y redondos como las huellas de la punta de un dedo rodeaba la frente del barón. Parecían quemaduras. La mano derecha faltaba por completo, y la muñeca acababa en un muñón cauterizado.
Los guardias se quedaron momentáneamente paralizados de horror.
—¿Qué ha pasado? —susurró el más joven.
¿Hacia dónde van a saltar estos dos?
¿Cómo hacía Ryoval para controlar a sus empleados/esclavos? A los menores, con terror, claro; a los de nivel medio y los tecnos, con una sutil combinación de miedo e interés. Pero éstos, sus guardaespaldas personales, eran el cuadro más íntimo, el instrumento último con el que se imponía la voluntad del jefe sobre todo el resto.
No podían estar tan bloqueados mentalmente como sugería su impasibilidad exterior; en ese caso hubieran sido inútiles en una emergencia. Pero si tenían intactas las mentes estrechas, eso quería decir que los controlaban por sus emociones. Los hombres a quienes Ryoval dejaba pararse a su espalda con armas activadas debían estar programados al máximo, probablemente desde el nacimiento. Ryoval tenía que ser padre, madre, familia y todo para ellos. Ryoval tenía que ser su dios.
Pero ahora el dios estaba muerto.
¿Qué harían? ¿
Estoy libre
sería un concepto inteligible para ellos? Sin su objeto focal, ¿cuánto tardaría en derrumbarse la programación de que habían sido objeto?
No lo suficiente
. Una luz fea, compuesta de rabia y miedo, les estaba creciendo en los ojos.
—Yo no lo he hecho —señaló Miles con rapidez y prudencia—. Estaba con ustedes.
—Quédate aquí —dijo el jefe a su subordinado—. Voy a hacer un reconocimiento. —Dio una vuelta por el departamento del barón y al volver anunció lacónico —: El volador no está. Las defensas del tubo, todas voladas.
Dudaron. El gran inconveniente de la perfecta obediencia: iniciativa destruida.
—¿No sería mejor que revisaran el edificio? —sugirió Miles—. Puede haber supervivientes. Testigos. Tal vez… tal vez el asesino esté escondido por aquí. —
¿Dónde está Mark?
—¿Y qué hacemos con él? —preguntó el más joven, con un gesto de la cabeza hacia Miles.
El jefe se encogió de hombros, indeciso.
—Tráelo. O enciérralo. O mátalo.
—Ustedes no saben para qué me quería el barón —interrumpió Miles, instantáneamente—. Será mejor que me lleven para averiguar lo ocurrido.
—Te quería para el otro —dijo el jefe, con una mirada indiferente. Pequeño, desnudo, a medio curar, con las manos atadas a la espalda: los guardias no lo veían como amenaza.
Y tienen razón, mucha razón. Mierda
.
Después de una breve consulta en voz baja, el joven lo empujó con ellos y llevaron a cabo una revisión rápida y metódica de las instalaciones. Miles no habría podido pedirles más si hubieran sido sus hombres. Encontraron muertos a dos de sus compañeros de uniforme rojo y negro. Un misterioso charco de sangre cruzaba el corredor de un lado a otro. Otro cuerpo, totalmente vestido de tecno superior, en una ducha, la nuca aplastada con un objeto romo. En niveles inferiores, más señales de lucha, saqueo y destrucción sistemática, comuconsolas y equipos destruidos.
¿Había sido una revuelta de esclavos? ¿Una lucha de poder entre facciones? ¿Venganza? ¿Las tres cosas simultáneamente? Y el asesinato de Ryoval, ¿era causa o meta? ¿Había habido una evacuación en masa, o una matanza en masa? En cada curva, en cada puerta, Miles se preparaba para otra escena de carnicería.
En el nivel más bajo había un laboratorio con media docena de celdas con paredes de vidrio en un extremo. Por el olor, algún experimento se había cocinado demasiado tiempo allí dentro. Él miró las celdas y tragó saliva.
Habían sido humanos, una vez, esos montones de carne, tejido cicatrizado. Ahora eran… platos culturales de algún tipo. Cuatro habían sido hembras, dos machos. Algún tecno les había cortado el cuello a todos, como último acto de misericordia en la huida. Miles los miró, desesperado, la cara apretada al vidrio. Seguramente eran todos demasiado grandes para ser Mark. Seguramente. Aunque hubiera podido, no habría querido entrar en las celdas a inspeccionar de cerca.
Por fin entendía la razón de la falta de resistencia de los esclavos de Ryoval. Había un aire de economía en todo eso. Un aire horrendo. ¿No te gusta el trabajo en el burdel, nena? ¿Harto del aburrimiento y la brutalidad de la guardia, tío? ¿Qué tal la investigación científica? La última parada para cualquier pretendiente a Espartaco entre las posesiones humanas de Ryoval.
Bel tenía razón. Deberíamos haber terminado con este lugar la primera vez que vinimos
.