El transbordador giraba y giraba sin saltar todavía a la órbita. Mark gimió entre dientes y se levantó para seguir a Quinn y ver qué estaba pasando.
Cuando vio al prisionero se detuvo en seco. El hombre estaba sentado con las manos atadas a la espalda, retenido con fuerza en una silla y vigilado por dos del Escuadrón Amarillo, un hombre grandote y una mujer delgada que a Mark le hizo pensar en una serpiente, toda músculo sinuoso y ojos brillantes sin parpadeo visible. El prisionero tenía el aspecto sorprendente de alguien de cuarenta años, y usaba una túnica y unos pantalones de seda marrón. Algunos mechones de cabello oscuro se le escapaban de un anillo de oro en la parte posterior de la cabeza y le caían sobre la cara. No se defendía: estaba sentado tranquilamente, esperando, con una paciencia fría que se parecía a la mujer-serpiente.
Bharaputra
.
El
Bharaputra, el barón Bharaputra, Vasa Luigi en persona. El hombre no había cambiado en absoluto en los ocho años que habían pasado desde su último encuentro con Mark.
Al verlo, Vasa Luigi levantó un poco la cabeza.
—Ah, almirante —dijo.
—Exactamente —contestó Mark, automáticamente, con una frase de Naismith. Se tambaleó cuando el transbordador se sacudió un poco más fuerte para ocultar el terror, para ocultar la fatiga absoluta. Tampoco había dormido la noche anterior a la misión.
¿Bharaputra?
El barón levantó una ceja.
—¿Quién fue ese de su camisa?
Mark se echó una mirada. El rastro de sangre aún no se había puesto marrón. Estaba húmedo, frío y pegajoso. Le entraron ganas de decir
mi hermano
, para ver si el barón se impresionaba. Pero no estaba seguro de que el barón fuera capaz de recibir ningún tipo de impresión. Huyó hacia adelante, para evitar conversaciones más íntimas.
El barón Bharaputra
. ¿Acaso Quinn y compañía pensaban domar ese tigre? ¿Y cómo? Pero por lo menos ahora entendía la razón por la que el transbordador podía circular sobre el campo enemigo sin miedo a que le dispararan.
Encontró a Quinn y Thorne en el compartimento del piloto, con Kimura, el comandante del Escuadrón Amarillo. Quinn estaba junto a la estación de comunicaciones del transbordador, con el capuchón gris bajo, los rizos sudorosos en la espalda.
—¡Framingham! ¡El informe! —gritaba en el comu—. Tienes que despegar. Los refuerzos de Bharaputra están encima de ti.
Del otro lado del tablero de la estación, frente a Quinn, Thorne monitoreaba un holovídeo táctico. Dos puntos de color Dendarii, transbordadores de pelea, se lanzaron a quebrar una línea de transbordadores enemigos que pasaba sobre una ciudad fantasma, pero fallaron. La ciudad era una especie de proyección astral de la ciudad viva que giraba debajo de ellos. Mark echó una mirada a la ventanilla más allá de los hombros de los pilotos pero no vio los originales en medio de la niebla y la niebla de la mañana de sol.
—Tenemos un proceso de recuperación de una baja en progreso, señora —dijo la voz de Framingham—. Un minuto, hasta que vuelva el escuadrón.
—¿Tienes a todos los demás?
¿Tienes a Norwood?
¡No encuentro su casco!
Hubo una pausa. Los puños de Quinn se abrían y cerraban. Los dedos estaban comidos, transformados en muñones rojos.
La voz de Framingham, por fin.
—Lo tenemos, señora. Tengo a todos, los muertos y los rápidos, excepto a Phillipi. No quiero dejar a nadie a esos hijos de puta si…
—Nosotros tenemos a Phillipi.
—¡Gracias a Dios! Entonces, estamos todos. Ahora nos vamos, capitana Quinn.
—Es una carga preciosa la tuya, Framingham —dijo Quinn—. Nos encontramos en el
Peregrine
, en el escudo de fuego. Los transbordadores de combate te protegerán las alas. —En el holovídeo táctico, los puntos Dendarii se alejaron del enemigo a toda velocidad.
—¿Y sus alas, capitana?
—Estamos detrás de vosotros. El Escuadrón Amarillo nos ha traído un billete de primera a casa. Gratis. Casa es la Estación Fell.
—¿Y después nos vamos?
—No. El
Ariel
tiene daños. Vamos a puerto. Ya está arreglado.
—Entendido. Hasta luego.
La formación Dendarii se reunió por fin y empezó a subir a órbita. Mark se dejó caer en un asiento fijo y se sostuvo. Al mirar la pantalla se dio cuenta de que los transbordadores de combate tenían más riesgo que los de ataque en tierra. Uno de ellos estaba claramente maltratado. Se acercaba todo lo posible a la nave del Escuadrón Amarillo. La formación disminuyó la velocidad para protegerlo. Pero por una vez, las cosas salieron de acuerdo con el plan. Los atacantes bharaputranos quedaron atrás cuando las naves salieron de la atmósfera hacia la órbita.
Quinn apoyó los codos contra la consola un momento y escondió la cara blanca y roja entre las manos, frotándose los párpados agotados. Thorne estaba pálido y silencioso. Quinn, Thorne, él mismo, todos tenían segmentos quebrados del arco de sangre que los había bañado. Como una cinta roja que los ataba unos a otros.
Por fin apareció en pantalla la Estación Fell. Era una estructura enorme, la más grande de las estaciones de transferencia que giraban alrededor de Jackson's Whole, y también cuartel general y ciudad de la Casa Fell. El barón Fell prefería estar bien alto. En la delicada red de las Grandes Casas, la Casa Fell era probablemente la que tenía más poder en conjunto, por lo menos en términos de capacidad de destrucción. Pero la destrucción cruda con frecuencia no era beneficiosa, y aquí las cosas se contaban siempre en monedas. ¿Qué moneda estaban usando los Dendarii para conseguir la ayuda de la Estación Fell, o por lo menos su neutralidad? ¿La persona del barón Bharaputra, atado en el compartimento de carga? ¿Qué tipo de moneda eran los clones, entonces? ¿Calderilla? Y pensar que él había despreciado a los jacksonianos por comerciar con carne viva.
La Estación Fell estaba saliendo ya del eclipse del planeta y la línea de sol, que avanzaba dramáticamente, dejaba ver la vasta extensión de sus instalaciones. Desaceleraron hacia uno de los brazos y cedieron la maniobra a los controladores de vuelo de Fell. Pronto aparecieron unas naves grandes y muy armadas para escoltarlos. Y ahí estaba el
Peregrine
, acercándose. Los transbordadores de ataque y los de combate se reunieron alrededor de su nave nodriza, y fueron a parar dócilmente a sus respectivas compuertas. El
Peregrine
se acercó con suavidad al muelle.
Con un ruido metálico de los ganchos y el siseo de los sellos de tubo flexible, estuvieron en casa. En el compartimento de carga, los Dendarii pasaron los heridos a la enfermería del
Peregrine
, luego volvieron más lentamente, con cansancio, a tareas de revisión de material. Quinn pasó junto a ellos a toda velocidad. Thorne la seguía de cerca y Mark también, como arrastrado por esa cinta roja y mortal.
La meta de la loca carrera de Quinn era la compuerta de transbordadores del lado externo, el lugar al que estaba llegando la nave de Framingham. Llegaron justo cuando aseguraban los tubos flexibles, y tuvieron que hacerse a un lado mientras sacaban a los heridos a toda velocidad. Mark se quedó impresionado al ver entre ellos a Tonkin, el hombre que lo había acompañado con Norwood en el tubo elevador. Tonkin había cambiado de rol: ya no era guardia sino paciente. Tenía la cara oscura y quieta, inconsciente, mientras unas manos ansiosas lo pasaban a una camilla flotante.
Algo anda muy mal aquí
.
Quinn saltaba de un pie a otro. Otros Dendarii pasaron a su lado, llevando a los clones. Quinn frunció el ceño y empujó a dos para entrar en el tubo flexible hacia el transbordador.
Thorne y Mark la siguieron hacia el caos. Había clones por todas partes. Algunos lloraban, otros vomitaban violentamente: los Dendarii estaban tratando de atraparlos y llevarlos hacia la salida. Un hombre con una aspiradora de mano trataba de cazar globos flotantes de la última comida de un clon antes de que alguien los respirara. Los gritos, las voces y los alaridos eran como un estallido en la mente. Los alaridos de Framingham no conseguían imponer un orden militar, y los clones seguían allí todavía.
—¡Framingham! —Quinn lo cogió por el tobillo, flotando en el aire—. ¡Framingham! ¿Dónde coño está la crío-cámara que escoltaba Norwood?
Él echó una mirada hacia abajo, con el ceño fruncido:
—Pero si usted me dijo que la tenían ustedes, capitana.
—
¿Qué?
—Usted dijo que tenían a Phillipi. —Sus labios dibujaron una sonrisa feroz—. Mierda, si la dejamos, yo…
—Claro que tenemos a Phillipi, pero ella no estaba en la crío-cámara. Iba para allá. Norwood y Tonkin.
—No tenían nada cuando mi patrulla de rescate los sacó. Los trajimos a los dos, lo que quedaba de ellos. Norwood estaba muerto. Le dieron en el ojo con uno de esos malditos proyectiles de granadas de aguja. Le abrieron la cabeza en dos. Pero no dejé el cadáver. Está en esa bolsa…
Los cascos de comandante atraen el fuego enemigo, ah, sí, yo lo sabía
… Con razón Quinn no había podido captar las señales del casco de Norwood.
—¡La crío-cámara, Framingham! —La voz de Quinn tenía un agudo tono angustioso que Mark nunca había oído antes.
—No vimos ninguna crío-cámara, Quinn. ¡Norwood y Tonkin no la tenían cuando los encontramos! ¿Qué es tan importante si Phillipi no estaba ahí?
Quinn le soltó el tobillo y flotó en una bola cada vez más pequeña, con los brazos y las piernas encogidos. Tenía los ojos oscuros y grandes. Se mordió para no seguir con un largo rosario de malas palabras y apretó los dientes con tanta fuerza que se le pusieron blancas las encías. Thorne parecía un muñeco de tiza.
—Thorne —dijo Quinn cuando logró hablar de nuevo—. En el comu, a Elena. Quiero que desde ahora las dos naves estén en silencio de comunicaciones total. Ni permisos, ni pases ni comunicaciones con la Estación Fell excepto con mi autorización. Dile que me traiga al teniente Hart del
Ariel
. Quiero verlos a los dos enseguida, y
no
por el comu. Vete.
Thorne asintió, rotó en el aire y se lanzó hacia la cubierta.
—¿Qué pasa? —quiso saber el sargento Framingham.
Quinn respiró hondo, despacio.
—Framingham, nos dejamos al almirante abajo.
—¿Está loca o qué? Si el almirante está ahí… —El dedo de Framingham señaló a Mark. Luego, la mano se cerró en un puño—. Ah. —Hizo una pausa—. Ése es el clon.
Los ojos de Quinn quemaban; Mark sentía que le pasaban por la cabeza como cuchillos láser.
—Tal vez no —dijo ella, con voz lenta y pesada—. No en lo que respecta a la Casa Bharaputra.
—¿Ah? —Los ojos de Framingham se empequeñecieron con la idea.
¡No!
Aulló Mark por dentro. En silencio. Muy en silencio.
Era como estar encerrado en una habitación con media docena de asesinos borrachos. Mark oía la respiración de cada uno desde donde estaban sentados alrededor de la mesa de reuniones de oficiales. Estaban en la sala principal de táctica del
Peregrine
. La respiración de Quinn era la más rápida y leve; la de la sargento Taura la más profunda y ominosa. Sólo Elena Bothari-Jesek en el asiento del capitán, en la cabecera de la mesa y el teniente Hart a su derecha, estaban limpios y bien arreglados. Los demás habían venido como estaban de la misión, derrengados y sucios: Taura, el sargento Framingham, el teniente Kimura, Quinn a la izquierda de Bothari-Jesek. Y él mismo, claro, solo, en el otro extremo de la gran mesa oblonga.
La capitana Bothari-Jesek frunció el ceño y pasó un frasco de píldoras contra el dolor, sin decir nada. La sargento Taura se sirvió seis. Sólo el teniente Kimura pasó el frasco sin servirse. Taura se lo entregó a Framingham sin ofrecérselas a Mark. Él deseaba las pastillas como desea agua un hombre perdido en medio de un desierto de arena. El frasco dio la vuelta y desapareció entre las ropas de la capitana. Los ojos de Mark le dolían como si tuviera una sinusitis y sentía la piel de la nuca tirante, como si fuera de cuero.
Bothari-Jesek fue la primera en hablar:
—Esta reunión de emergencia debe aclarar dos preguntas y lo más pronto posible: ¿Qué diablos pasó y qué vamos a hacer ahora? ¿Están en camino las grabaciones de los cascos?
—Sí, señora —dijo el sargento Framingham—. El cabo Abromov las trae en un segundo.
—Desgraciadamente nos falta la principal —dijo Quinn—. ¿Correcto, Framingham?
—Lo lamento pero sí, señora. Supongo que está metida en una pared en algún lugar de Bharaputra junto con el resto del casco de Norwood. Esas granadas…
—¡Mierda! —Quinn se encogió en su asiento.
La puerta de la habitación se abrió de par en par y entró el cabo Abromov al trote. Llevaba cuatro bandejitas de plástico con las etiquetas «Escuadrón Verde», «Escuadrón Amarillo», «Escuadrón Naranja» y «Escuadrón Azul». Cada una tenía unos diez a dieciséis botoncitos. Grabadores de casco. Las grabaciones personales de cada uno de los hombres y mujeres del escuadrón en las últimas horas, cada uno de sus movimientos, los latidos de sus corazones, los disparos, los golpes y las comunicaciones. Hechos tan rápidos que no había sido posible comprenderlos en su momento, ahora podían pasarse a otra velocidad, investigarse y analizarse para detectar, corregir y cambiar los errores de procedimiento… la próxima vez, claro está.
Abromov hizo un saludo militar general y entregó todo a la capitana Bothari-Jesek. Ella lo despidió, dándole las gracias, y pasó el material a la capitana Quinn, quien a su vez los insertó en la ranura de recepción de datos del simulador y los cargó allí. También cargó el archivo secreto. Los dedos sin uñas volaron sobre el panel de control del vídeo.
El mapa de las instalaciones médicas de Bharaputra, que ahora les resultaba familiar a todos, se formó de nuevo sobre la pantalla.
—Voy a saltar al momento en que nos atacaron en el túnel —dijo Quinn—. Ahí estamos: Escuadrón Azul, parte del Verde… —Una maraña de líneas verdes y azules coloreó los vericuetos de un edificio neblinoso—. Tonkin era Escuadrón Azul Seis, y siguió con su casco hasta el final. —Hizo que el Número Seis de Tonkin apareciera en amarillo sobre el mapa, para destacarlo—. Norwood todavía usaba el Escuadrón Azul Diez. Mark —se pellizcó los labios —usaba Casco Uno. —Eso, por supuesto, no estaba ahí. Ella marcó el Diez con rosado—. Mark, ¿en qué punto cambiaste de casco con Norwood? —No lo miró mientras hacía la pregunta.