Éramos tres personas las que sabíamos de su existencia y de su destino: Chad, Arvid y yo. Los tres teníamos la obligación de hacer algo para ayudarlo.
Pero no lo hicimos. Teníamos nuestros motivos para no hacerlo, sobre todo el miedo. Ahora reconozco que eso no era excusa. Lo que hicimos, o mejor dicho lo que no hicimos, es imperdonable.
Yo he pagado por ello. Sobre todo con una imagen que sigue atormentándome a pesar de los años y las décadas que han pasado desde entonces, de día y de noche: aquella última imagen que me quedó de Brian Somerville. La de un niño tiritando entre la nieve de febrero en la puerta de la granja de los Beckett, mirándome con ganas de llorar porque me alejaba de él, pero que entre lágrimas intentaba sonreír porque creía que volvería a buscarlo.
Que intentaba sonreír porque confiaba en mí.
No tenía ganas de seguir leyendo. Se levantó y miró por la ventana. La noche era oscura, nubosa, sin luna, sin estrellas. En el puerto brillaban un par de luces. El mar parecía una enorme masa negra en movimiento.
Entró en la cocina y en el reloj que había allí colgado vio que ya era más de medianoche. Abrió una botella de whisky, se la llevó a la boca y bebió un par de generosos tragos. Se secó los labios con la manga del jersey y se echó a llorar de repente.
¿Qué había sido de Brian Somerville, del otro niño?
Un montón de imágenes pasaban desordenadamente por su cabeza: su abuela a los diecisiete años; Chad Beckett de joven, con la cabeza llena de preocupaciones; la granja abandonada, a punto de derrumbarse. La guerra que acababa de terminar.
Intenta comprenderla, le dijo una voz interior. Intenta no condenarla. Intenta perdonarla.
Lloró con ganas antes de volver a beber directamente de la botella. Veía frente a ella a aquel chico que se había convertido en una víctima desde el primer día de vida y que había seguido siéndolo porque… porque Fiona se había negado a protegerlo. Porque ante la disyuntiva había optado por proteger a Chad Beckett, el hombre al que amaba.
O al que como mínimo creía amar.
Como si Fiona Barnes hubiera amado a alguien en toda su vida.
Se sentía mareada. Tras muchas horas sin comer nada, se estaba hartando de beber alcohol de alta graduación.
¿Por qué siempre había tenido frío durante la niñez? ¿Por qué tuvo que ser una drogadicta su madre?
Tenía que descubrir qué había sido de Brian Somerville. Le quedaban todavía un par de páginas por leer. No podían contener el resto de la vida de Fiona. Probablemente contaban cuál había sido el destino de Brian.
—Ahora no puedo —murmuró.
Bebió whisky como si fuera agua. Esa sería la siguiente pregunta: ¿Por qué me he convertido en alcohólica?
No era alcohólica, desde luego; pero sí bebía demasiado y demasiado a menudo. Siempre que tenía problemas.
Sabía que debía dejarlo urgentemente. Estaba en medio de la cocina con la botella abierta en la mano, mirando aquellos objetos tan familiares que había a su alrededor: la cafetera, el estante con las mismas tazas que cuando era pequeña. El cenicero con flores pintadas sobre la mesa que ella misma había moldeado para Fiona en algún momento durante la infancia. Al menos su abuela lo había conservado y utilizado. Tratándose de alguien como Fiona, eso ya era mucho.
Dejó la botella sobre el aparador pero al instante la cogió para darle un par de tragos más. Se estaba emborrachando por momentos. Se estaba poniendo ciega de alcohol para olvidar, y luego, si era capaz de hacerlo, se arrastraría hasta la cama y dormiría hasta el día siguiente. Cuando se levantara tendría ganas de vomitar, pero el dolor de cabeza le ahogaría los pensamientos, lo sabía por experiencia. Una resaca de las de verdad servía para olvidar buena parte del mundo que la rodeaba. La boca áspera y seca, las náuseas, las punzadas en las sienes, todo eso la atormentaría tanto que el resto quedaría en segundo plano. No veía la hora de que llegara esa resaca, de encontrarse mal, de quedarse en la cama y tener motivos para quejarse, de poder esconder la cabeza bajo las mantas, de volver a ser una niña y que alguien la consolara.
Solo que lo del consuelo tendría que esperar. No tenía madre, ni abuela. Y en el caso de Fiona, tampoco es que la ternura hubiera sido su fuerte. Stephen se había marchado. A buen seguro estaba durmiendo tranquilamente en su cama del Crown Spa Hotel, en la misma calle, un par de puertas más abajo.
Estaba sola.
Vamos, Cramer, no te dejes llevar por la autocompasión, pensó mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Y justo en ese momento, oyó el timbre.
Fue después de abrir la puerta de la calle y ya esperando con la del apartamento también abierta a esa visita nocturna cuando cayó en la cuenta de que podía resultar peligroso no mostrarse precavido con alguien que se presentaba a las doce y media de la noche, pero tal vez a causa del alcohol o de la sensación de soledad salió al rellano para oír los pasos que subían por la escalera. La luz se encendió automáticamente, una luz clara, casi blanca, que dejó a Leslie parpadeando. Seguía con la botella en la mano. Debía de habérsele corrido el maquillaje y sin duda tenía el pelo revuelto. Le daba igual.
Dave Tanner apareció frente a ella con una maleta enorme en la mano. Se detuvo al verla.
—Gracias a Dios —exclamó—. ¿Todavía estabas despierta?
Leslie lo miró desde arriba. Iba vestida con unos vaqueros, un jersey y unas zapatillas de deporte.
—Todavía estaba despierta —confirmó.
Dave pareció aliviado.
—Temía que no quisieras abrirme —dijo con una sonrisa—. Deberías haber preguntado quién era por el interfono. ¡Son las doce y media de la noche!
Ella se encogió de hombros.
—¿Puedo entrar?
Leslie se hizo a un lado, Dave entró en el apartamento y dejó la maleta en el suelo respirando pesadamente.
—Dios, cuánto pesa —dijo él—. Ahí dentro llevo casi todo lo que poseo. He tenido que venir a pie porque mi coche al fin ha pasado a mejor vida. Oye, Leslie, ¿te importaría que me quedara a dormir aquí esta noche? La casera me ha echado.
A pesar de la nebulosa que el alcohol había formado en su cerebro, Leslie intentó seguir las palabras de Dave y descifrar el sentido que encerraban.
—¿Que te ha echado? —preguntó arrastrando las palabras—. ¿Puede hacerlo sin más?
—Ni idea. Pero estaba histérica. No hacía más que pedir a gritos que viniera la policía; ha causado un buen alboroto… No tenía sentido que me quedara más tiempo. He intentado llamar a una amiga, pero tiene el móvil desconectado. De vez en cuando trabaja en un bar del puerto y he estado esperándola allí desde las diez hasta poco antes de medianoche, pero no ha aparecido. Luego he subido hasta aquí con la esperanza de que estuvieras en casa y me concedieras asilo. En serio, Leslie, no puedo dar ni un paso más. —Dejó de hablar y se la quedó mirando—. ¿Va todo bien?
Leslie no pudo evitar que las lágrimas volvieran a correr por sus mejillas.
—Sí. Es decir, no. Es por Fiona. Es que… —Se secó las lágrimas de los ojos—. Supongo que me durará hasta que lo haya asimilado del todo.
Con cuidado, Dave le quitó la botella de la mano y la dejó encima de una silla que estaba en el pasillo.
—Llevas una buena cogorza, Leslie. Será mejor que pares. De lo contrario, mañana desearás estar muerta.
—Quizá sería lo mejor.
—No —dijo Dave, mientras negaba con la cabeza.
—¡Sí! —replicó ella, tozuda como una niña pequeña.
Dave la agarró por los hombros y la condujo hasta la cocina. Una vez allí, la obligó con mimo a sentarse en una silla.
—Ahora te prepararé un té bien calentito. Con miel. ¿Tienes miel por aquí?
Leslie estaba demasiado hecha polvo para resistirse a la ayuda que Dave le estaba brindando. Se le ocurrió que quizá tampoco quería resistirse.
—Sí. En alguna parte hay miel. No me preguntes dónde.
—Bueno. Ya me encargo yo de encontrarla.
Ella observó con la mirada perdida cómo él se movía por la cocina, cómo ponía agua a hervir, cogía dos tazas del estante y abría un par de armarios hasta encontrar el lugar donde había guardadas distintas variedades de té. El tarro de miel lo halló encima de un estante, sobre los fogones. Leslie contempló cómo aquel fluido dorado y viscoso caía lentamente dentro de la taza. El agua empezó a hervir, Dave la vertió sobre el té, dejó las dos tazas sobre la mesa y se sentó delante de Leslie.
—¿Qué ocurre?
Ella negó con la cabeza y, con cuidado, tomó un primer sorbo. El whisky le había sentado mal. Había bebido demasiado y demasiado rápido. Y con el estómago vacío. Se puso de pie de un brinco, salió corriendo hacia el baño y en el último momento alcanzó el inodoro.
Entre toses y arcadas, vomitó todo el alcohol que había tomado. Aparte de eso, solo bilis.
Dave, que la había seguido, le apartó el pelo de la frente para sostenérsela con una mano mientras le ponía la otra sobre la nuca empapada en sudor.
—Así está bien —dijo él—, mejor que salga todo.
Leslie se enderezó, fue a tientas hasta la pila, dejó que el agua fría fluyera sobre sus manos y se enjuagó la boca.
—Lo siento —murmuró al cabo. Contempló su propio rostro en el espejo, estaba blanca como la nieve, con el pelo desgreñado y el maquillaje de los ojos corrido. Los labios le temblaban.
—¿Cuánto hace que no comes nada? —le preguntó Dave.
Leslie intentó recordarlo. Recordarlo todo, ese día que quedaba ya tan lejos.
—Desde que desayunamos juntos —respondió—. En el puerto. Ayer.
—Un solo mordisco que diste a un bollo, si mal no recuerdo. ¡Estupendo! —Dave negó con la cabeza—. ¿Qué ocurre, Leslie? ¿Por qué te sientas en tu casa de noche a tragar whisky sin ton ni son? ¿Dónde está tu ex marido?
—Stephen se ha mudado a un hotel. Me ha dejado una nota.
Él la miró atentamente.
—¿Y tanto te ha afectado eso?
—¡Qué tontería! —Leslie era consciente de que sus reacciones eran demasiado airadas.
¿Se había puesto de ese modo porque Stephen se había marchado? ¿Se había revuelto de alguna manera el dolor que la corroía por dentro desde que él la había engañado, desde que le había abierto un abismo bajo los pies?
—No quería que viniera. ¿Por qué tendría que haberme afectado que se haya marchado de nuevo?
Notó que estaba menos mareada. Lentamente, regresó a tientas hasta la cocina, se dejó caer sobre la silla y recurrió otra vez a la taza de té. Olía a vainilla y a miel, un aroma tranquilizador y familiar.
—¿Por qué te han puesto de patitas en la calle? —le preguntó a Dave, quien entretanto la había seguido hasta la cocina.
Él volvió a sentarse frente a Leslie antes de responder.
—Cree que he cometido dos asesinatos. Se ha tomado el hecho de que la policía estuviera esperando ayer a mediodía a que volviera a casa como una confirmación de lo que ya sospechaba. No quería tenerme ni un minuto más bajo su techo. Le he dicho que no me habrían dejado en libertad en caso de tener algo contra mí, pero ni siquiera eso ha sido suficiente para convencerla. Al fin y al cabo, casi hasta la comprendo un poco.
—¿Y qué quería de ti la policía?
Dave hizo un gesto negativo con la mano.
—Aclarar unas incongruencias acerca de dónde pasé la noche del sábado. Pero ya he disipado sus dudas. De lo contrario, no estaría aquí sentado.
Ella estaba convencida. Por supuesto que todo estaba aclarado. La policía no deja libres a los asesinos como si nada… al menos cuando han tenido la posibilidad de arrestarlos.
Dave se inclinó hacia delante y repitió la pregunta:
—¿Qué te ocurre, Leslie? ¿Qué ha pasado? Pareces terriblemente agotada. ¿Qué es lo que te atormenta tanto?
Dave tenía una expresión de inquietud en el rostro que a Leslie le inspiró confianza. Era un amigo que se preocupaba por ella. Por un momento, Leslie pensó en contárselo todo: sobre la guerra, sobre Brian Somerville, sobre Fiona y Chad y sobre la fatalidad que cometieron, pero al final decidió que sería mejor no decírselo. Se sentía obligada a proteger a Fiona, y eso pudo más que sus ganas de confiárselo a alguien.
Por eso se limitó a decir:
—Creo que doy demasiadas vueltas a todo. A mi vida. No sé qué dirección tomar de ahora en adelante. Han pasado tantas cosas…
—¿Te quedarás con este apartamento? Probablemente ahora te pertenezca.
—No creo que me lo quede. Jamás me he sentido bien aquí. Este edificio es muy frío, demasiado grande, siempre medio vacío… Creo que lo venderé. Lo que haré con el dinero… ni idea. Tal vez me compre un pequeño piso en Londres para tener por fin un lugar para mí sola. Quizá… acabe descubriendo lo que es tener un hogar. Un puerto en el que poder echar el ancla.
—¿No lo tenías hasta ahora?
—¿Dónde querías que lo tuviera? Tengo casi cuarenta años. Estoy divorciada. El último pariente que me quedaba acaba de morir. Gozo de éxito en mi profesión, pero eso no te aporta mucha calidez que digamos.
—Un pequeño piso de propiedad en Londres —repitió él—. Eso suena muy… solitario. Es decir, sin marido, ni niños, ni un perro grandote… ¡qué sé yo! Sin algo que te dé calidez.
Ella rió, pero se dio cuenta de que su risa sonó forzada y desesperada.
—No, no suena cálido. Pero ¿crees que simplemente chasqueando los dedos puedo hacer que aparezca el hombre de mi vida, que se case conmigo, que me dé tres hijos sanos y bien educados, para poder ir todos juntos de excursión al campo el fin de semana con un perro grandote? Esos tipos no se encuentran así como así por la calle. Al menos yo no me he topado jamás con uno. De hecho… estoy en la misma maldita situación que Gwen. Sola y desesperada.
—Pero tú no eres Gwen. Tú tienes éxito, eres activa y sabes lo que quieres. A diferencia de Gwen, tú sabes exactamente cómo funcionan las cosas en esta vida. Solo tienes un punto en común con ella: vivís demasiado apegadas al pasado. Y no os dais cuenta de hasta qué punto eso os bloquea.
—No creo que yo…
Dave la interrumpió.
—Fíjate en Gwen. Se atrinchera en su granja y se aferra a unos tiempos que ya no existen. Unos tiempos en los que las mujeres no aprendían ningún oficio. En el que se quedaban con sus padres hasta que se hacían mayores y encanecían. A menos que apareciera un hombre y se las llevara a casa. Luego tenían que idolatrarlo y someterse a su voluntad. ¿Por qué crees que no le han ido bien las cosas? Pues porque hoy en día los hombres ya no quieren a ese tipo de mujeres. Porque los hombres buscan ahora a una compañera. A una mujer independiente. Una mujer capaz de seguir su propio camino.