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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Dafne desvanecida (16 page)

BOOK: Dafne desvanecida
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El hombre salió del vestíbulo de la tienda y se detuvo para añadir:

—Lamento caerle tan mal… Quizá podamos discutir el tema mañana.

—¡No tengo nada que discutir con usted! ¡Lárguese!

Se encogió de hombros y anotó algo. Comprendí que estaba escribiendo mi propia réplica y acotando: «dijo Natalia». De hecho, pensé que mi frase hubiera podido pertenecer igualmente a la adolescente de 17 años en que sus ojos me convertían. («¡No tengo nada que discutir con usted! ¡Lárguese!», así, pronunciada con voz de muchacha.)

De pronto me pareció imprescindible librarme de aquel espectro transexual: cada vez que Adán Nadal me dedicaba su mirada de galápago yo me sentía (aunque el lector se burle, sí) un poco
Natalia.
Pero ¿cómo impedir que tal cosa suceda? Nada lograría arrebatándole el cuaderno, rompiéndolo, golpeando su rostro fofo y pálido, ni siquiera huyendo. Probablemente (soporté un febril escalofrío) tampoco lo conseguiría si aquel tipo se
muriera.
El terrible poder de la escritura, su espantosa brujería, reside en su propia tenuidad. La acotación «dijo Natalia» es un hecho indestructible: destrozar el papel donde está escrito no puede modificarlo. Nada que yo pudiera hacer o decir, nada en el universo, impediría
el efecto
de aquella acotación, como no hay nada que tú puedas hacer ahora, lector, para impedir que yo declare: «Soy Juan Cabo». Ni siquiera tu incredulidad te salva de la maldición de mis frases. Lo escrito, escrito queda.

Permanecí inmóvil mientras Adán Nadal se alejaba en silencio. Pero, cosa extraña, en ese momento empecé a lamentar haberlo tratado con tanta aspereza. En fin de cuentas el delito de aquel pobre diablo había consistido, tan sólo, en inspirarse en mí para construir a su personaje. Cuando quise reparar mi error me resultó imposible. Se había esfumado. No lo veía por ninguna parte. «Lo siento», pensé, sin saber tampoco muy bien a quién iba destinado aquel pensamiento.

El cansancio volvió a dominarme. Apoyé la cabeza en el cristal del escaparate de la librería sospechando que, si cerraba los ojos, no me costaría ningún esfuerzo dormirme allí, de pie, en el oscuro vestíbulo.

Pero —tan opuesta es la vida a veces, etc.— cinco segundos después de pensar lo anterior me hallaba mucho más despierto de lo que jamás hubiese creído posible.

Mi vista, a punto de apagarse, había tropezado por casualidad con uno de los libros que se anunciaban en el escaparate.

Y el horror hizo sonar la alarma en mi cerebro.

XII

El desafío

—N
os enfrentamos —dijo Horacio Neirs— a un escritor astuto, implacable y perverso. Comprendo que esto no es decir gran cosa: podría ser cualquiera; hoy día todo el mundo escribe.

Se dirigió a la estantería de mi despacho y cogió un libro.

—Se hace llamar Ovidio, como el poeta latino autor de las
Metamorfosis…
—Mostró la edición: era una de las muchas que albergaba mi biblioteca sobre esta obra clásica—. Quizá la idea se le ocurrió cuando vio la rama de laurel que su víctima se había llevado del restaurante… Pero no hay duda de que el seudónimo oculta una clave. En las
Metamorfosis, los
dioses se transforman en otras cosas para conseguir sus propósitos, ¿no es así, señor Cabo?: en toro, lluvia, pájaro… Es posible que nuestro adversario piense que es capaz de transformarse en otros autores para obtener sus deseos… No olvidemos lo fácil que le resulta imitar caligrafías ajenas.

—Lo que es evidente es que está loco de remate —afirmó Virgilio, inclinándose para dejar el libro sobre la mesa—. Aunque hay que reconocer que escribe muy bien.

El título del volumen, en grandes versalitas negras, era lo que me había impulsado a buscar un quiosco abierto aquella tarde de domingo y llevarme un ejemplar. Después había llamado a Neirs por el móvil y habíamos vuelto a reunirnos a las 19:30 en mi casa. En aquel momento eran las 19:55. Neirs fumaba uno de sus cigarrillos mientras disertaba sobre el misterioso autor. Virgilio acababa de terminar la lectura de la obra y se secaba el sudor con un enorme pañuelo. Yo daba vueltas de un lado a otro golpeándome la nariz con el pulgar. El atardecer declinaba en la ventana. Se escuchaba, de vez en cuando, la labor de Ninfa regando las plantas del jardín.

El libro era extremadamente simple: portadas blancas, encuadernado en rústica, sin mención de editorial, depósito legal o registro de propiedad. Apenas tres páginas escritas, el resto en blanco. En la portada figuraba el título, un número entre paréntesis que parecía anunciar futuras entregas, y el supuesto autor:

REPLETA DE FANTASÍA

(1)

por Ovidio

Estaba envuelto en plástico y se distribuía gratuitamente, como uno de esos pequeños ejemplares que a veces se hallan junto a la caja registradora en las librerías. Una nota en la primera página indicaba: «Todos los caracteres y situaciones mencionados en este relato son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia».

En la página siguiente comenzaba la narración, que leí sin detenerme, con el corazón en la boca.

Escogí a aquella mujer porque cenaba sola en el restaurante literario. Ella sería ideal para probar mi teoría. Ahora se encuentra en el suelo, a mis pies, atada y amordazada, mientras yo escribo esto.


No tengo nada contra usted —le dije—. Ni siquiera la conozco. Tampoco me interesa el dinero, lo siento. No voy a pedir ningún rescate por su vida. Se trata de una cuestión puramente teórica. La he secuestrado para poner a prueba mis ideas sobre ficción y realidad, que me obsesionan desde hace tiempo. Mientras le hablo, escribo en mi ordenador. ¿Lo ve? Después lo publicaré a modo de relato por entregas. Debo advertirle que he borrado su identidad de todos los documentos oficiales, he modificado los textos que la mencionan (creo no haberme saltado ninguno) y eliminado a las personas que la recordaban. Usted ya sólo vive aquí, en estas palabras y en estas páginas. Mi interés es filosófico: consiste en probar cómo un ser humano real, cuya identidad ha sido completamente anulada, deja de existir cuando se traslada al papel. Yo podría gritarle al lector: «¡Eh, ella es REAL! ¡Está aquí, en mi casa, atada y amordazada! ¡La secuestré la noche del 13 de abril! ¿No me crees, lector? ¡Dime! ¿No me crees?». Y el lector me leerá (me está leyendo ahora) y moverá la cabeza sonriendo mientras piensa: «¡Qué imaginación!». ¡Por mucho que me esfuerce, nadie apostaría por su existencia, amiga mía!… Porque la literatura es la mejor COARTADA que hemos inventado para la MENTIRA. Nada hay más INÚTIL, VACÍO y FICTICIO que escribir… ¡Por el mero hecho de figurar en este párrafo con un guión delante, usted YA ESTÁ MUERTA!…

Publicaré, en total, 3 libros. Éste es el primero. El segundo saldrá el lunes 26 de abril y el tercero el martes 27. Entonces la mataré. Me divertirá narrar su muerte (que será, sin duda, dolorosa) y publicarla en forma de cuarto libro de la saga. Los lectores no sospecharán que están leyendo un asesinato auténtico… ¡el único de la historia que será perpetrado frente a miles de personas, sin que nadie pueda acusar a su «autor»! ¡Dime, oh, lector! ¿Acaso tu incredulidad no convierte esto en el MÁS PERFECTO de todos los CRÍMENES? ¡Con tu incredulidad, te haces CÓMPLICE de mi delito!

Ahora, mi víctima y yo vamos a jugar un poco. Narraré nuestros juegos en el siguiente libro… Habrá cosas
inventadas,
pero otras
serán reales…
¡No importa! El lector las igualará todas… No sabrá distinguir entre unas y otras… Y tus gritos, amiga mía… ¡Tus GRITOS estallarán en el SILENCIO del PAPEL!

¿Cumplirá su amenaza el misterioso psicópata? Lean la continuación de esta apasionante historia:
Repleta de fantasía
(2).
De próxima aparición en su quiosco o librería habitual.

Cerré el libro con la sensación de que cerraba una tumba. «¡Está completamente loco, pero tiene razón! —pensé—. ¡Nadie lo creerá! ¡Sólo Neirs, Virgilio y yo sabemos que lo que dice es cierto, porque hemos leído todas las pistas desde el principio!»

—Este tipo ha descubierto la literatura
snuff
—observó Virgilio, mordaz—: puede que la haga tan popular como las películas.

—¡Vamos a la policía! —propuse—. ¡Todavía estamos a tiempo!…

Neirs desestimó mi idea con un ademán.

—¿Es que no ha leído la primera página? —Cogió el libro y lo abrió, señalando con su largo dedo meñique—. «Todos los caracteres y situaciones mencionados en este relato son ficticios. Cualquier parecido con…», etcétera. Este simple párrafo fuera de texto es una solapa. Anula todo lo que viene detrás. Es la coartada perfecta. A partir de ahí, Ovidio podría escribir lo que le diera la gana. Gracias a esa solapa, la narración posterior cae en el agujero ciego de la ficción. Nuestro enemigo lo sabe, y ha invertido el orden usual de la literatura: la solapa es ficticia, el texto es real. Su labor ha sido genial, debemos reconocerlo. Los escritores, por regla general, pretenden que admitamos sucesos completamente falsos. Ovidio, en cambio, ha conseguido lo contrario: que no nos creamos un hecho completamente verdadero.

—Es el crimen perfecto —dijo Virgilio—. Al menos está muy bien contado.

—Y, como él mismo dice —prosiguió Neirs—, nos ha convertido en cómplices. Nuestro hombre sabe que la solapa es lo único que importa de un libro. Si la solapa dice: «es ficción», los lectores apretaremos el interruptor de «incredulidad» y nada a lo largo del texto nos hará cambiar de opinión… Al contrario, desafiaremos al escritor a que nos convenza: «A ver si eres capaz de hacerme creer en la fantasía que has inventado», decimos. Y Ovidio, que lo sabe perfectamente, como digo, ha diseñado una trampa diabólica en la que todos colaboramos…

—¡Fantástico! —Me irrité—. ¿Qué les parece si lo proponemos como candidato al Nobel?

—Cálmese, señor Cabo —dijo Neirs—. La situación es como es. De nada serviría restarle mérito al magnífico plan de nuestro enemigo…

—¡Pero una mujer está siendo torturada en estos momentos y va a morir dentro de 3 días! ¡Y usted está ahí, fumando tranquilamente y hablando de problemas literarios!

Manteniendo la calma, Neirs repuso:

—No perdamos la cabeza. A fin de cuentas, sólo es un libro. Nada nos prueba que las amenazas que promete sean reales. Si no me equivoco, nos enfrentamos a un psicópata literario. El placer de Ovidio es idéntico al de cualquier otro escritor: le gusta presumir impunemente de sus obsesiones, que la gente las lea y las comparta. La diferencia estriba en que él ha secuestrado a una mujer real, y goza pensando que puede hacerle todo lo que ha escrito…

—¡No olvide que ya ha asesinado a un hombre! —indiqué.

—No lo olvido. —Neirs proyectó los labios y expulsó un denso cono de humo—. De hecho, pienso que usted sigue con vida, señor Cabo, porque ha perdido la memoria, y Ovidio lo sabe… No le interesa dejar testigos que puedan recordar a esa mujer. —Y sacudió sobre el cenicero una débil colina grisácea, el polvo de un cadáver de embrión.

—¡Tiene que haber alguna forma de que las autoridades nos crean! ¡Con esto! —Cogí las cuartillas del restaurante, el poema de Grisardo, el texto de Rosalía Guerrero…—. ¡Si lo presentamos todo como prueba, quizá…!

Neirs movía la cabeza.

—Quizá alguien lo aprovechara para escribir una novela, nada más. La única prueba con la que contamos es la ausencia de la rama de laurel del restaurante. Sólo esa simple ausencia vale mucho más que todos los textos que tiene en la mano. —Y, asegurándose de que su blanco peinado seguía intocable, añadió—: Literatura y realidad son términos incompatibles.

Hubo otro silencio. Yo seguía paseando por la habitación y torturando la dolorida pirámide de mi nariz con el pulgar. Virgilio miraba fijamente hacia la nada; parecía un muñeco olvidado por un ventrílocuo en la butaca de mi despacho: brazos cruzados, ojos de pupilas puntiformes y gélidas. Neirs fumaba, pensativo. De pronto sentí que mis fuerzas flaqueaban. Me dejé caer en una silla, trémulo.

—Debemos hacer algo… —dije—.
Debo
hacer algo… Ella, sea quien fuere, no merece morir así… —Mi mirada se emborronó. Me quité las gafas, me froté los ojos—. No la conozco, no sé quién es, pero… a lo largo de estos días… he llegado a imaginármela… y a apreciarla… Sé que no es nadie especial, tan sólo un ser humano normal y corriente, con sus culpas y frustraciones… Pero les juro que no dejaré que muera de esta forma… —Mis lágrimas, liberadas, correteaban como niños pequeños. Los detectives me miraban en absoluto silencio—. ¡No sé qué voy a hacer, pero sé que no voy a quedarme esperando cómo este monstruo publica su último libro!

Neirs contemplaba la sinuosa columna de humo de su cigarrillo.

—¿Dice usted que ha llegado a imaginarse a esa mujer? —preguntó.

—Sí… ¿Por qué?

Extendió sus largos dedos y cogió el relato de Ovidio. Lo hojeó durante un instante, en silencio.

—Quizá nos quede una posibilidad —dijo—. Nuestro hombre ha intentado neutralizar a su víctima, borrarla de la realidad, convertirla en un personaje de ficción… ¿Y si usted hiciera todo lo contrario?

Alcé la cabeza y miré al detective. Virgilio también lo interrogaba con ojos sorprendidos.

—¿A qué se refiere? —inquirí.

—Ovidio pretende negar su existencia, disolverla… ¿Y si usted la creara de nuevo, señor Cabo? ¿Y si escribiera sobre ella, sobre su vida, su apariencia, sus sentimientos…?

—¿Y eso de qué serviría, Horacio? —preguntó su ayudante.

—Se me ha ocurrido ahora mismo. Puede que nos ayudara a ganar tiempo. El señor Cabo escribiría sobre ella, nosotros intentaríamos que su texto se publicara de inmediato y… y quizá Ovidio lo leyera y decidiera retrasar la aparición del último libro, por ejemplo, o cambiara de planes… En cualquier caso, dispondríamos de unos días de plazo.

—O quizá eliminara a esa mujer mucho antes de lo previsto —repuso el enano—. ¿Cómo saberlo?

—De acuerdo —admitió Neirs—. Pero, como tú mismo dices, Virgilio, «continuamos metidos en el tremedal de la literatura». ¿Qué más da probar un movimiento que otro?

—Devolverle el golpe con sus mismas armas —razonó Virgilio y me miró—. Una idea MUY sorprendente, la MÁS sorprendente que he oído en mi vida, pero parece buena…

—¿Qué opina usted, señor Cabo?

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