Cumbres borrascosas (35 page)

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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

BOOK: Cumbres borrascosas
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—¡Cuánto me gustaría ir montada en
Minny
! ¡Cuánto me gustaría subir allá! Estoy fatigada y hastiada, Hareton.

Apoyó su linda cabeza en el alféizar de la ventana, y dejó escapar no sé si un bostezo o un suspiro, sin preocuparse de si la mirábamos o no.

—Señora Heathcliff —dije al cabo de un rato—, usted cree que yo no la conozco, y, sin embargo, creo conocerla profundamente. Así que me extraña que no me hable usted. La señora Dean no se cansa de alabarla, y sufrirá una desilusión si me vuelvo sin llevarle más noticias suyas que las de que no ha dicho nada sobre su carta.

Me preguntó asombrada:

—¿Elena le estima mucho a usted?

—Mucho —balbuceé.

—Pues entonces dígale que le contestaría gustosamente, pero que no tengo con qué. Ni siquiera poseo un libro del que poder arrancar una hoja.

—¿Y cómo puede usted vivir aquí sin libros? —dije—. Yo, que tengo una abundante biblioteca, me aburro en la «Granja», así que sin ellos debe ser desesperante la vida aquí.

—Antes yo tenía libros y me pasaba el día leyendo —me contestó—, pero como el señor Heathcliff no lee nunca, se le antojó destruirlos. Hace varias semanas que no veo ni sombra de ellos. Una vez revolví los libros teológicos de José, con gran indignación de éste, y otra vez, Hareton, encontré un almacén de ellos en tu cuarto: tomos latinos y griegos, cuentos y poesías… Todos, antiguos conocidos míos… Me los traje aquí y tú me los has robado, como las urracas, por el gusto de hurtar, ya que no puedes sacar partido de ellos. ¡Hasta puede que aconsejaras al señor Heathcliff, por envidia, que me arrebatase mis tesoros! Pero la mayor parte de ellos los retengo en la memoria, y de eso sí que no podéis privarme.

Hareton, sonrojándose cuando su prima reveló el robo de sus riquezas literarias, desmintió enérgicamente sus acusaciones.

—Quizá el señor Hareton siente deseos de emular su saber, señora —dije yo, acudiendo en socorro del joven— y se prepara a ser un sabio dentro de algunos años mediante la lectura.

—¡Sí, y que mientras me embrutezca yo! —alegó Catalina—. Es verdad, a veces le oigo cuando intenta deletrear ¡y dice cada tontería! ¿Por qué no repites aquel disparate que dijiste ayer? Me di cuenta de cuando apelabas al diccionario para comprender de lo que se trataba aquella palabra, y te oí renegar y maldecir cuando no comprendiste nada.

Noté que el joven pensaba que era injusto burlarse de su ignorancia y a la vez de sus intentos de rectificarla. Yo compartí su sentimiento, y recordando lo que me contara la señora Dean sobre el primer intento de Hareton para disipar las brumas en que le habían educado, comenté:

—Todos hemos tenido que empezar alguna vez, señora, y todos hemos tropezado en el umbral del saber. Si entonces nuestros maestros se hubiesen burlado de nosotros, aún seguiríamos dando tropezones.

—Yo no me propongo limitar su derecho a instruirse —repuso ella—, pero él no tiene derecho a apoderarse de lo que me pertenece, y a profanarlo con sus errores y sus disparates de pronunciación. Mis libros de verso y de prosa eran sagrados para mí porque me recordaban muchas cosas, y me es odioso verlos mancillados cuando los repite. Además, ha elegido para aprender mis obras favoritas, como si lo hiciera a propósito para molestarme…

Por unos instantes, el pecho de Hareton se agitó en silencio. Estaba colérico y mortificado y le costó mucho dominarse. Yo me puse en pie y me asomé a la puerta. Él salió de la habitación y a los pocos minutos volvió cargado con seis u ocho libros. Se los echó a Cati en el regazo y dijo:

—Ahí los tienes. No quiero volver a verlos más, ni a leerlos, ni a ocuparme para nada de lo que dicen.

—Ya no los quiero —contestó ella—. Me harían recordarte y los odiaría.

Sin embargo, abrió uno, que mostraba haber sido manoseado muchas veces, y comenzó a leer un pasaje con la pronunciación lenta y dificultosa de alguien que estuviera aprendiendo a leer. Después se echó a reír.

—¡Escuchen! —dijo después. Y comenzó a recitar de la misma manera los versos de una antigua balada.

Él no pudo aguantar más. Oí —y no me sentí inclinado a censurarle del todo— un bofetón que hizo callar la provocativa lengua de la muchacha. Ella había hecho todo lo posible para exasperar los incultos pero susceptibles sentimientos de amor propio de su primo, y a éste no se le ocurrió otro argumento que aquel tan contundente para saldar la cuenta. Después él cogió los libros y los arrojó al fuego. Me di cuenta de que este sacrificio que hacía en aras de su rencor le era muy penoso. Supuse que mientras los veía quemarse recordaba el placer que su lectura le había producido, y también pensé en el entusiasmo con que había empezado secretamente a estudiar. Él se había limitado a trabajar y hacer una vida vegetativa hasta que Cati se cruzó en su camino. El desdén que ella le demostraba y la esperanza de que algún día le felicitase habían sido los móviles de su afán de aprender, y he aquí que, por el contrario, ella premiaba sus esfuerzos con mofas.

—¡Mira para lo que valen a un bruto como tú! —gimió Catalina chupándose el labio lastimado y asistiendo al incendio con indignados ojos.

—Más te vale callar —repuso él furiosamente.

Y se dirigió muy agitado hacia la puerta. Me aparté para dejarle pasar, pero en el mismo umbral se tropezó con el señor Heathcliff, que llegaba en aquel momento, y que le preguntó, poniéndole una mano en el hombro:

—¿Qué te pasa, muchacho?

—Nada —contestó el joven.

Y se alejó para devorar a solas su pena.

Heathcliff le miró, y murmuró sin notar que yo estaba allí al lado:

—Sería extraordinario que yo me rectificase. Pero cada vez que me propongo ver en su cara el rostro de su padre veo el de ella. Me es insoportable mirarle.

Bajó la vista, y entró. Estaba pensativo. Noté en su rostro una expresión de inquietud que las otras veces no observara, y me pareció más flaco. Su nuera, al verle entrar, había huido a la cocina.

—Me alegro de que ya pueda salir de casa, señor Lockwood —dijo Heathcliff respondiendo a mi saludo—, aunque hasta cierto punto sea por egoísmo, ya que no me sería fácil encontrar otro inquilino como usted en esta soledad. No crea que no me he preguntado algunas veces cómo se le ha ocurrido venir aquí.

—Sospecho que por un capricho tonto, como es un capricho tonto el que ahora me estimula a marcharme —contesté—. Me vuelvo a Londres la semana próxima y debo avisarle que no me propongo renovar el contrato de la «Granja de los Tordos» cuando venza. No pienso volver a vivir más allí.

—¿Se ha cansado usted de aislarse del mundo? Bueno, pero si espera usted que le condone los alquileres de los meses que faltan, pierde usted el tiempo. No renuncio a mis derechos nunca.

—No he venido a pedirle que renuncie a nada —respondí, molesto. Y, sacando la cartera del bolsillo, agregué—: Si quiere, liquidaremos ahora mismo.

—No es necesario —respondió con frialdad—. Seguramente usted dejará objetos suficientes a cubrir su débito, en el supuesto de que no vuelva usted. No me corre prisa. Tome asiento y quédese a comer con nosotros. ¡Cati! Sirve la mesa.

Cati llegó con los cubiertos.

—Tú puedes comer con José en la cocina —le dijo Heathcliff, aparte— y estarte allí hasta que éste se vaya.

Ella le obedeció y acaso no se le ocurrió siquiera lo contrario. Viviendo como vivía entre palurdos y misántropos es muy fácil que no supiese apreciar otra clase mejor de gente cuando por casualidad la encontraba.

La comida —con Heathcliff, melancólico Y huraño, a un lado y Hareton, silencioso, a otro— transcurrió muy poco alegremente. Me despedí en cuanto pude. Me hubiese gustado salir por la puerta de atrás para ver otra vez a Cati y para molestar al viejo José, pero no pude hacer lo que me proponía, porque mi huésped mandó a Hareton que me trajese el caballo y él mismo me acompañó hasta la salida. «¡Qué tristemente viven en esta casa! —medité mientras bajaba por el camino—. ¡Y qué hermoso y romántico cuento de hadas hubiese sido para la señora Linton Heathcliff el que nos hubiésemos enamorado, como su buena aya quería, y hubiésemos marchado juntos a la turbulenta ciudad!».

Capítulo treinta y dos

En setiembre de hace un año, un conocido me invitó a hacer estragos con él en los cazaderos que poseía en el Norte y, de camino, pasé, sin esperarlo, a poca distancia de Gimmerton. El mozo de cuadra de la posada en que me había parado para que mis caballos bebiesen, dijo, al ver un carro cargado de avena recién cortada.

—Ése viene de Gimmerton. Siempre siegan tres semanas después que en los demás sitios.

—¿Gimmerton? —dije.

El recuerdo de mi residencia en aquel lugar casi se había borrado en mi memoria.

—¡Ah, ya! —agregué . ¿Está lejos de aquí?

—Unas catorce millas de mal camino —me contestó el mozo.

Sentí un repentino deseo de visitar la «Granja de los Tordos». No era mediodía aún y pensé que pasaría la noche bajo el techo de la que todavía era mi casa, tan bien por lo menos como en una posada. Y, de paso, podía arreglar mis cuentas con el dueño, lo que me evitaría más adelante hacer un viaje con aquel objeto. Así que, tras descansar un rato, encargué a mi criado que averiguase el camino de la aldea, y, no sin fatigar mucho a nuestras caballerías, llegamos finalmente a Gimmerton al cabo de tres horas.

Dejé al criado en el pueblo y me dirigí a través del valle. La parda iglesia me pareció aún más parda, y el desolado cementerio más desolado aún. Una oveja mordía el exiguo césped que cubría las tumbas. El aire, demasiado caluroso, no me impidió gozar del bello panorama. Si no hubiese estado la estación tan adelantada, creo que me hubiese sentido tentado a quedarme una temporada allí.

En invierno no había nada más sombrío, pero en verano nada más agradable que aquellos bosques escondidos entre los montes y aquellas extensiones cubiertas de matorrales.

Llegué a la «Granja» antes de ponerse el sol y llamé a la puerta. Pero sus habitantes estaban en la parte trasera, a juzgar por la ligera humareda que salía de la chimenea de la cocina, y no me oyeron. Entonces entré en el patio. En la puerta una niña de nueve o diez años se entretenía haciendo calceta y una vieja fumaba en una pipa.

—¿Está la señora Dean? —pregunté a la anciana.

—¿La señora Dean? Vive en las «Cumbres».

—¿Es usted la guardiana de la casa?

—Sí —contestó.

—Pues yo soy Lockwood, el inquilino de la casa. Quiero pasar aquí la noche. ¿Hay alguna habitación preparada?

—¡El inquilino! —exclamó estupefacta—. ¿Cómo no nos avisó de su llegada? En toda la casa, señor, no hay siquiera un cuarto en condiciones.

Se quitó la pipa de la boca y se lanzó dentro. La niña la siguió y yo la imité. Pude comprobar que la anciana no había faltado a la verdad, y, además, que mi presencia la había desconcertado. Procuré calmarla diciéndole que iría a dar un paseo, y que entretanto me arreglase una alcoba para dormir y un rincón en la sala para cenar. No era preciso andar con limpiezas ni barridos. Me bastaban un buen fuego y unas sábanas limpias. Ella mostró el deseo de hacer cuanto pudiera, y si bien en el curso de sus trabajos metió la escoba en la lumbre confundiéndola col el hurgón y cometió varias equivocaciones, no obstante me marché en la confianza de que al volver encontraría donde instalarme. El objetivo de mi paseo era «Cumbres Borrascosas», pero antes de salir del patio se me ocurrió una idea que me hizo pararme.

—¿Están todos bien en las «Cumbres»? —pregunté a la anciana.

—Que yo sepa, sí —me contestó en tanto que salía llevando en la mano un cacharro lleno de ceniza.

Me hubiese agradado preguntarle el motivo de que la señora Dean no estuviera ya en la «Granja», pero comprendiendo que no era oportuno interrumpirla en sus faenas, me volví y me fui lentamente. A mi espalda, brillaba aún el sol y ante mí se levantaba la luna. Salí del parque y escalé el pedregoso sendero que conducía a la casa de Heathcliff. Cuando llegué a ella, del día sólo quedaba, en poniente, una leve luz ambarina. Pero una espléndida luna permitía divisar cada piedra del camino y cada brizna de hierba. No tuve que llamar a la verja; cedió al empujarla. Pensé que esto siempre era una mejora. Y aún aprecié otra: una fragancia de madreselvas que inundaba el aire.

Puertas y ventanas estaban abiertas. Como es frecuente ver en aquellas regiones, un gran fuego brillaba en la chimenea, a pesar del calor. El salón de «Cumbres Borrascosas» es tan grande, que queda sitio de sobra para poder separarse del hogar. Las personas que había allí estaban sentadas junto a las ventanas. Antes de penetrar, las vi y las oí hablar, y me fijé en ellas con un sentimiento de curiosidad que, a medida que fui avanzando, se convirtió en envidia.

—Con-tra-rio —dijo una voz que sonaba argentina como una campanilla—. ¡Van tres veces, torpón! No te lo volveré a repetir. ¡Acuérdate, o te tiro de los pelos!

—Contrario —pronunció otra voz, que procuraba suavizar su robusto tono—. Ahora dame un beso en recompensa de haberlo dicho bien.

—No; no te lo daré hasta que no lo pronuncies perfectamente.

Volvieron a reanudar su lectura. Era un hombre joven, correctamente vestido, que estaba sentado a la mesa y tenía un libro delante. Sus hermosas facciones brillaban de satisfacción, y sus ojos abandonaron con frecuencia la página para fijarse en una blanca y pequeña mano que se apoyaba en su hombro y le asestaba un cariñoso golpecito cada vez que su poseedora descubría faltas de atención. La dueña de la mano estaba de pie detrás del joven, y a veces sus cabellos rubios se mezclaban con los castaños de su compañero. Y su cara… Pero era una suerte que él no pudiese verle la cara, porque no hubiera podido conservar la serenidad. En cambio, yo sí la veía, y me mordí los labios de despecho pensando en la ocasión que había desperdiciado de hacer algo más que limitarme a mirar aquella prodigiosa belleza.

Concluida la lección, en la que no faltaron algunos tropezones más, el alumno reclamó el premio ofrecido y lo recibió en forma de cinco besos que tuvo la generosidad de devolver. A continuación se acercaron a la puerta y por lo que hablaban saqué en limpio que iban a pasear por los pantanos. Pensé que el corazón de Hareton Earnshaw, por muy silenciosa que permaneciera su boca, me desearía los más crueles tormentos de las profundidades infernales si en aquel instante me presentara yo ante ellos, y me apresuré a refugiarme en la cocina.

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