Cumbres borrascosas (28 page)

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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

BOOK: Cumbres borrascosas
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Cuando llegamos, el señor se había retirado a descansar. Cati entró en su habitación y vio que dormía profundamente. Entonces volvió y me pidió que le acompañara a la biblioteca. Tomamos juntas el té, luego ella se sentó en la alfombra y me rogó que no le hablase, porque se sentía extenuada. Cogí un libro y fingí leerlo. En cuanto ella creyó que yo estaba entregada a la lectura empezó a llorar. La dejé que se desahogara un poco, y luego le reproché el que creyese en las afirmaciones de Heathcliff. Pero tuve la desventura de no lograr convencerla, ni contrarrestar en nada las palabras de aquel hombre.

—Acaso tengas razón, Elena —dijo la joven—, pero no me sentiré tranquila hasta cerciorarme de ello. Es necesario que haga saber a Linton que si no le escribo no es por culpa mía, y que no han cambiado mis sentimientos hacia él.

Habría sido inútil insistir. Aquella noche nos separamos incomodadas, pero al otro día ambas caminábamos hacia las «Cumbres». Yo me había determinado a ceder, con la remota esperanza de que el propio Linton nos manifestaría que aquella estúpida historia carecía de fundamento.

Capítulo veintitrés

A la noche lluviosa siguió una mañana de niebla, con escarcha y una ligera llovizna. Arroyos improvisados descendían de las colinas, dificultando nuestro camino. Yo, mojada y furiosa, estaba muy a punto de sacar partido de cualquier circunstancia que favoreciese mi opinión. Entramos por la cocina, a fin de asegurarnos que era verdad que el señor Heathcliff estaba ausente, pues yo no creía nada de cuanto decía.

José se hallaba sentado. A su lado crepitaba el fuego, sobre la mesa a que estaba instalado había un enorme vaso de cerveza rodeado de gruesas rebanadas de torta de avena, y en la boca tenla su negra pipa. Cati se acercó a la lumbre para calentarse. Cuando pregunté al viejo si estaba el amo, tardó tanto en responderme, que tuve que repetírselo, temiendo que se hubiera quedado sordo.

—¡No está! —rezongó—. Así que te puedes volver por donde has venido.

—¡José! —gritó una voz desde dentro—. Llevo un siglo llamándote. Vamos, ven, no queda fuego.

José se limitó a aspirar mas vigorosamente el humo de su pipa y a contemplar insistentemente la lumbre. La criada y Hareton no aparecían por parte alguna. Como reconocimos en el que llamaba la voz de Linton, entramos en su habitación.

—¡Así te mueras abandonado en un desván! —prorrumpió el muchacho creyendo, al sentir que nos acercábamos, que nuestros pasos eran los de José.

Y al ver que se había confundido, se turbó. Cati corrió hacia él.

—¿Eres tú, Cati? —dijo él, levantando la cabeza del respaldo del sillón en que estaba sentado—. No me abraces tan fuerte, porque me ahogas. Papá me dijo que vendrías a verme. Cierra la puerta, haz el favor. Esas odiosas gentes no quieren traer carbón para el fuego. ¡Y hace tanto frío!

Yo misma llevé el carbón y revolví el fuego. Linton se quejó de que le cubría de ceniza, pero tosía de tal modo y parecía tan enfermo, que no me atreví a reprenderle por su desagradecimiento.

—¿Te agrada verme, Linton? ¿Puedo serte útil en algo? —preguntó Cati.

—¿Por qué no viniste antes? —repuso él—. Debiste venir en vez de escribirme. No sabes cuánto me cansaba escribiendo aquellas largas cartas. Hubiera preferido hablar contigo. Ahora ya no estoy ni para hablar, ni para nada. ¿Y Zillah? ¿Quiere usted, Elena, ver si está en la cocina?

Yo no me hallaba muy dispuesta a obedecerle, tanto más cuanto que ni siquiera me había agradecido el arreglarle el fuego, y respondí:

—Allí está José únicamente.

—Tengo sed —dijo Linton—. Zillah no hace mas que escaparse a Gimmerton desde que mi padre se fue. ¡Es una miserable! Y tengo que bajar aquí, porque si estoy arriba no me hacen caso cuando les llamo.

—¿Su padre se cuida de usted, señorito? —pregunté.

—Por lo menos, hace que los demás me atiendan —contestó—. ¿Sabes, Cati? Aquel animal de Hareton se burla de mí. Le odio a él y a todos éstos. Son odiosos.

Cati tomó un jarro de agua que halló en el aparador y llenó un vaso. Él le rogó que añadiese una cucharada de vino de una botella que había encima de la mesa, y después de beber se mostró más amable.

—¿Estás satisfecho de verme? —volvió a preguntar la joven, animándose al ver en el rostro de su primo un esbozo de sonrisa.

—Sí. Es muy agradable oír una voz como la tuya. Pero papá me afirmaba que no venias porque no me querías, y esto me disgustaba. Él me acusaba de ser un hombre despreciable y me afirmaba que de haberse hallado él en mi lugar, sería a estas horas el amo de la «Granja»… Pero., ¿verdad que no me desprecias, Cati?

—¿Yo? —repuso ella—. Después de papá y a Elena, te quiero más que a nada en el mundo. Pero no tengo simpatía al señor Heathcliff y cuando él esté aquí no vendré. ¿Pasará fuera muchos días?

—Muchos, no… Pero suele irse a los pantanos desde que empezó la temporada de caza, y tú podrías estar conmigo una hora o dos cuando esté ausente. Anda, prométemelo. Procuraré no ser molesto para contigo. Tú no me ofenderás y no te disgustará atenderme, ¿verdad?

—No —afirmó la joven, acariciándole la cabeza—. Si papá me lo permitiera, pasaría la mitad del tiempo contigo. ¡Qué guapo eres! Me gustaría que fueras mi hermano.

—¿Me querrías entonces tanto como a tu padre? —dijo él, más animado—. El mío me dice que si fueras mi esposa me amarías más que a nadie en el mundo, y por eso quisiera que estuviésemos casados.

—Más que a mi padre, no es posible —aseguró ella gravemente—. A veces los hombres odian a sus mujeres, pero nunca a sus padres y hermanos. Así que si fueras mi hermano vivirías siempre con nosotros y papá te querría tanto como a mí misma.

Linton negó que los esposos odien a sus mujeres, pero ella insistió en que sí, y como prueba citó la antipatía que el padre de Linton había mostrado hacia la tía Isabel. Yo intenté cambiar de conversación, mas antes de conseguirlo, Catalina ya había soltado todo lo que sabía al respecto. Linton, enfadado, aseguró que aquello no era cierto.

—Mi padre me lo contó, y él no miente —contestó ella.

—Mi padre desprecia al tuyo y asegura que es un imbécil —replicó Linton.

—El tuyo es un malvado —aseveró Cati—. No sé cómo eres capaz de repetir sus palabras. ¡Muy malo debe de haber sido cuando obligó a tía Isabel a abandonarle!

—¡No me contradigas, Cati! Ella no le abandonó.

—¡Sí le abandonó! —insistió la joven. .

—Pues mira —dijo Linton—. Tu madre no amaba a tu padre, ¿sabes?

—¡Oh! —exclamó Cati furiosa.

—¡Y amaba a mi padre!

—¡Embustero! ¡Te odio! —gritó ella encolerizada.

—¡Le amaba! —repitió Linton, arrellanándose en su sillón, malignamente complacido de la agitación de su prima.

—Cállese, señorito —intervine—. ¡Eso es un cuento de su padre!

—No es un cuento —replicó él—. Sí, Cati, le amaba, le amaba, le amaba…

Cati, fuera de sí, dio un violento empellón a la silla, y él cayó sobre su propio brazo. Le acometió un acceso de tos, que duró tanto que me asustó a mí misma. Cati rompió a llorar con pena, pero no dijo nada. Linton, cuando dejó de toser, quedó en silencio mirando a la lumbre. Cati, a su vez, cesó de llorar y se sentó al lado de su primo.

—¿Cómo se siente ahora, señorito? —le pregunté, pasado un rato.

—¡Ojalá se encontrara ella como yo! ¡Qué cruel es y qué implacable! Hareton no me pega nunca. Y hoy, que yo me encontraba mejor… —replicó él, terminando por prorrumpir en llanto.

—No te he pegado —contestó Catalina, mordiéndose los labios para contenerse.

Él gimoteó y suspiró. Se notaba que lo hacía adrede para aumentar la aflicción de su prima.

—Lamento haberte hecho daño, Linton —dijo ella, al fin, traspasada de pena—, pero a mí un empellón como aquél no me hubiera lastimado, y creí que a ti tampoco. ¿Te duele? No quiero volver a casa con el pensamiento de haberte hecho daño. ¡Contéstame!

—No puedo —respondió el joven—. Tú no sabes lo que es esta tos, porque no la tienes. No me dejará dormir en toda la noche. Mientras tú descanses tranquilamente yo me ahogaré, aquí solo. No sabes las noches que paso.

Y el muchacho, empezó a gemir, tanta era la pena que le inspiraban sus propios sufrimientos.

—No será la señorita quien vuelva a molestarle —dije yo—. Si no hubiese venido, no habría perdido usted nada. Pero no volverá a importunarle, estese tranquilo…

—¿Quieres que me vaya, Linton? —preguntó Catalina.

—No puedes rectificar el mal que me has hecho —replicó él—. ¡A no ser que quieras seguir molestándome hasta producirme calentura!

—Entonces, ¿me voy?

—Por lo menos, déjame solo. No puedo ahora hablar contigo.

Cati se resistía a marcharse, pero, al fin, como él no le contestaba, cedió a mis instancias y se dirigió hacia la puerta seguida por mí. Pero antes de que llegáramos, oímos un grito que nos hizo volver. Linton se había dejado caer de su silla y se retorcía en el suelo. Era una simple chiquillada de niño mal educado, que quiere molestar todo lo posible. Comprendí por este detalle cuál era su carácter y la locura que sería tratar de complacerle. En cambio, la señorita se aterrorizó y, deshecha en llanto, trató de consolarle. Pero él no dejó de retorcerse y gritar hasta que le faltó la respiración.

—Mire —le dije—, voy a levantarle y a sentarle en la silla, y allí retuérzase cuanto quiera. No podemos hacer otra cosa. Ya se habrá usted convencido, señorita Cati, de que no se convienen ustedes mutuamente, y que la falta de usted no es lo que tiene enfermo a su primo. Ea, ya está… Ahora, cuando él sepa que no hay nadie para hacer caso de sus caprichos, se tranquilizará solo.

Cati le puso una almohada bajo la cabeza y le ofreció agua. Él la rechazó y empezó a hacer dengues sobre la almohada, cual si fuese incómoda como una piedra. Cati quiso arreglársela bien.

—Esta no es bastante alta —dijo el muchacho—. No me sirve.

Cati puso otra sobre la primera.

—¡Ahora queda alta en exceso! —murmuró el caprichoso joven.

—Entonces, ¿qué hago? —dijo ella, desesperada.

Linton se inclinó hacia Cati, que se había arrodillado a su lado, y descansó la cabeza sobre el hombro de la joven.

—No, eso no es posible —intervine yo—. Conténtese con la almohada, señorito Heathcliff. No podemos entretenernos más aquí.

—Sí podemos —repuso la joven—. Ahora va a ser bueno ya. Estoy pensando en que me sentiré más desdichada que él esta noche si me voy con la idea de haberle perjudicado. Dime la verdad, Linton. Si mi visita te ha perjudicado, no debo volver.

—Ahora debes venir para curarme —alegó él—, ya que me has puesto peor de lo que estaba cuando viniste.

—Yo no he sido la única culpable —contestó la muchacha—. Has sido tú con tus arrebatos y tus llantos. Vaya, seamos amigos. ¿Quieres de verdad volver a verme?

—¡Ya te he dicho que sí! —replicó el muchacho con impaciencia—. Siéntate y déjame que me recueste en tu regazo. Mamá lo hacía así cuando estábamos juntos. Estate quieta y no hables, pero canta o recítame alguna balada, o cuéntame un cuento.

Cati recitó la balada más larga que recordaba. Aquello les agradó mucho a los dos. Linton le pidió luego que recitase otra, y otra después, y así siguió la cosa hasta que el reloj dio las doce, y oímos regresar a Hareton, que venía a comer.

—¿Vendrás mañana, Cati? —preguntó él cuando la joven, contra su voluntad, empezaba a levantarse para irse.

—No —repuse yo—; ni mañana, ni pasado.

Mas ella opinaba lo contrario, sin duda, a juzgar por la expresión que puso Linton cuando ella se inclinó para hablarle al oído.

—No volverá usted, señorita —le dije—. No se le ocurrirá semejante cosa. Mandaré arreglar la cerradura para que no pueda usted escaparse.

—Puedo saltar por el muro —repuso ella, bromeando—. Elena, la «Granja» no es una prisión, ni tú un carcelero. Tengo ya diecisiete años y soy una mujer. Y Linton se repondría seguramente si yo le cuidara. Tengo más edad y más juicio que él, no soy tan niña. Él hará lo que yo le diga si le mimo un poco. Cuando se porta bien, es adorable. ¡Cuánto me gustaría que viviera en casa! Una vez acostumbrados el uno al otro no reñiríamos nunca. ¿No te agrada Linton, Elena?

—¿A mí? ¡Es el chico más insoportable que he visto en mi vida! Menos mal que no llegará a cumplir veinte años, según dijo el mismo señor Heathcliff. Mucho dudo de que llegue ni a la primavera. Y no creo que su familia pierda nada porque se muera. Hemos tenido suerte con que no se quedara en casa. Cuanto mejor le hubiéramos tratado, más pesado y más egoísta se hubiera vuelto. Celebro mucho, señorita, que no haya ninguna posibilidad de que llegue a ser su marido.

Mi compañera se puso seria al oírme, ofendida de que hablase con tanta frialdad de la muerte de su primo.

—Es más joven que yo —repuso— y lógicamente debiera vivir más, o por lo menos tanto como yo. Está ahora tan fuerte como cuando llegó. Y si dices que papá se pondrá bueno, ¿por qué no es posible que también él mejore de su dolencia?

—No hablemos más —repuse—. Si usted se propone volver a «Cumbres Borrascosas», se lo diré al señor y si él lo autoriza, acordes. Si no, no se renovará la amistad con su primo.

—Ya se ha renovado —argumentó Cati.

—Pero no continuará.

—Ya veremos —replicó. Y espoleando a la jaca, Catalina partió al galope, obligándome a apresurarme para alcanzarla.

Llegamos poco antes de comer. El señor, creyendo que veníamos de pasear por el parque, no nos pidió explicaciones. En cuanto entré me cambié de zapatos y medias, ya que tenía empapados unos y otras, pero la mojadura había producido su efecto, y a la mañana siguiente tuve que guardar cama, en la que permanecí tres semanas seguidas, lo que no me había ocurrido antes, ni gracias a Dios me ha vuelto a suceder.

Cati me cuidó tan solícita y cariñosamente como un ángel. Quedé muy abatida por el prolongado encierro, que es lo peor que puede sucederle a un temperamento activo. Cati dividía su tiempo entre el cuarto del señor y el mío. No tenía diversión alguna, no estudiaba, ni apenas comía, consagrada a cuidarnos como la más abnegada enfermera. ¡Muy buen corazón debía de tener, cuando tanto se ocupaba de mí y tanto quería a su padre! Ahora bien, el señor se acostaba temprano, y yo después de las seis no tenía necesidad de nada, de modo que a Cati le sobraban las horas siguientes al té. Yo no adiviné lo que la pobrecita hacía después de esa hora. Y cuando venía a darme las buenas noches, y notaba el vivo color de su mejillas, nunca se me ocurrió que la causa de ello fuera, no el fuego de la biblioteca, como suponía, sino una larga carrera por la campiña.

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