Cuentos completos (108 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

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BOOK: Cuentos completos
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Mon Dieu
! ¿Qué esta usted imaginándose? Esta señora, mi antigua e íntima amiga, Madame Joyeuse, es tan cuerda como yo. Tiene sus pequeñas excentricidades, claro está… pero bien sabe usted que todas las mujeres… todas las mujeres
muy
ancianas las tienen en mayor o menor grado.

—Por supuesto —convine—. Por supuesto… pero entonces, el resto de las damas y caballeros…

—Son mis amigos y colaboradores —interrumpió Monsieur Maillard, irguiéndose altaneramente.— Mis excelentes amigos y ayudantes.

—¡Cómo! ¿Todos ellos? ¿Las damas también?

—Claro está; no podríamos arreglarnos sin ayuda de mujeres, que son las mejores enfermeras del mundo para atender a los locos. Tienen una modalidad propia, sabe usted; sus ojos brillantes producen efectos maravillosos… algo así como la fascinación de la serpiente.

—Por supuesto —repetí—, por supuesto… De todos modos, actúan de manera un tanto extraña, ¿no? Son ligeramente
raras
… ¿no le parece a usted?

—¡Extrañas! ¡Raras! ¿Por qué piensa así? Aquí, en el Sur, no somos nada mojigatos; hacemos lo que más nos gusta, gozamos de la vida y de todo el resto… ¿Comprende usted?

—Por supuesto —dije—. Por supuesto.

—Y, además, puede ser que este Clos Vougeot se suba un tanto a la cabeza, ¿sabe usted?… Un tanto
fuerte
… Usted comprende, ¿no?

—Por supuesto —dije—, por supuesto. Dicho sea de paso, señor, ¿no dijo usted, si he oído bien, que el sistema que había adoptado en reemplazo del famoso sistema de la dulzura es de una extremada severidad?

—De ninguna manera. La reclusión es obligadamente rigurosa; pero el tratamiento… quiero decir el tratamiento médico, es más bien agradable a los pacientes.

—¿Y es usted el inventor del nuevo sistema?

—No en su totalidad. Parte del mismo procede del profesor Tarr, de quien habrá usted oído hablar seguramente; y mi plan contiene, además, modificaciones que, me complazco en decirlo, provienen del celebrado Fether, con quien, si no me equivoco, está usted estrechamente vinculado.

—Me avergüenza muchísimo reconocer que no he oído jamás mencionar a dichos caballeros —repliqué.

—¡Grandes dioses! —exclamó mi huésped, echando bruscamente atrás su silla y alzando las manos—. ¡Sin duda he oído mal! ¿No pretenderá decirme que jamás ha oído hablar del sabio doctor Tarr o del famoso profesor Fether?

—Me veo precisado a reconocer mi ignorancia —repuse—, pero la verdad está por encima de todas las cosas. Mucho me humilla ignorar las obras de esos extraordinarios estudiosos. Las buscaré lo antes posible, para leerlas con la máxima atención. Monsieur Maillard, usted ha conseguido… se lo digo muy sinceramente… avergonzarme de mí mismo.

Y era muy cierto.

—No diga usted más, mi joven amigo —replicó amablemente el director, estrechándome la mano—, y acompáñeme con una copa de Sauternes.

Bebimos. La asamblea imitó sin vacilar nuestro ejemplo. Todos charlaban, bromeaban, reían, hacían las cosas más absurdas, mientras los violines chirriaban, el tambor tronaba, los trombones mugían como otros tantos toros de bronce de Falaris… y aquella escena, empeorando de minuto en minuto, a medida que los vinos hacían su efecto, se convertía finalmente en una especie de pandemonio
in petto
. A todo esto, con algunas botellas de Sauternes y Vougeot entre los dos, Monsieur Maillard y yo continuábamos nuestro diálogo a gritos. Cualquier palabra pronunciada con tono natural se hubiera oído mucho menos que la voz de un pez en las cataratas del Niágara.

—¿No mencionó usted antes de la cena —le grité al oído— que el antiguo sistema de la dulzura encerraba ciertos peligros? ¿Puede explicarme cuáles?

—Sí —repuso él—, en algunas ocasiones era sumamente peligroso. Los caprichos de los locos son inexplicables, y en mi opinión, así como en la del doctor Tarr y el profesor Fether,
nunca
se está seguro si se los deja andar solos y sin vigilancia. Un insano puede ser «calmado» por un tiempo, pero terminará siempre provocando algún alboroto. Su astucia, además, es tan proverbial como grande. Si proyecta alguna cosa, la ocultará con maravillosa sagacidad, y la destreza con que finge la cordura presenta para el filósofo uno de los problemas más singulares del estudio de la mente. Créame usted: cuando un loco parece
completamente
sano, ha llegado el momento de ponerle la camisa de fuerza.

—Pero el
peligro
del cual hablaba usted, mi querido señor… En el curso de su propia experiencia… mientras dirigía esta casa… ¿ha tenido razones para creer que la libertad era peligrosa en un caso de locura?

—¿Aquí? ¿En el curso de mi propia experiencia? Pues bien… sí. Por ejemplo:
no hace mucho
, sucedió en esta misma casa algo muy extraño. Como usted sabe regía el sistema de dulzura y todos los enfermos andaban en libertad. Se conducían muy bien…; tan bien, que cualquier persona sensata se hubiera dado cuenta de que se preparaba algún designio diabólico, tanta era la compostura con que se portaban. Y así ocurrió, en efecto: una mañana, los guardianes se despertaron atados de pies y manos y metidos en las celdas, donde fueron atendidos como si fueran los locos… por los locos mismos, que habían usurpado las funciones de guardianes.

—¡No me diga usted! ¡Jamás he oído cosa tan absurda!

—Le cuento la verdad. Todo sucedió por culpa de un imbécil… un loco que sostenía haber inventado el mejor sistema de gobierno jamás imaginado… gobierno de locos, se entiende. Supongo que quería experimentar su invención y persuadió al resto de los enfermos a que se le unieran en una conspiración destinada a derrocar los poderes reinantes.

—¿Y lo consiguió?

—Naturalmente. Los guardianes y los guardados cambiaron muy pronto de puesto, con la importante diferencia de que los locos habían estado sueltos con anterioridad, mientras que los guardianes fueron encerrados en las celdas y tratados, lamento decirlo, de una manera muy desdorosa.

—Pero supongo que no tardó en producirse una contrarrevolución. Imposible que semejante estado de cosas se prolongara mucho. Las personas de la vecindad… los visitantes que acudían al establecimiento… no hay duda de que debieron dar la alarma.

—Pues se equivoca usted. El jefe de los rebeldes era demasiado astuto para eso. No admitió a ningún visitante, excepción hecha, cierto día, de un joven de aire tan estúpido que no le inspiró el menor temor. Lo dejó entrar en el establecimiento… simplemente para variar un poco… para divertirse con él. Tan pronto se hubo burlado lo suficiente, lo dejó salir para que se volviera a sus negocios.

—¿Y cuánto tiempo duró el reinado de los locos?

—¡Oh, mucho tiempo! Por lo menos, un mes…, no podría decir exactamente cuánto. Pero, entretanto, lo pasaron admirablemente, eso puedo jurárselo. Tiraron sus viejas ropas ajadas y se apoderaron del guardarropa y las joyas de la familia. La bodega del establecimiento estaba bien provista de vino, y esos diablos de locos son precisamente los que mejor saben beberlo. Vivieron muy bien, se lo aseguro.

—Y el tratamiento… ¿En qué consistía ese tratamiento especial que puso en práctica el jefe de los rebeldes?

—Pues bien; como ya le he hecho notar, un loco no es necesariamente un tonto, y en mi honesta opinión, dicho tratamiento era muchísimo mejor que el anterior. Consistía en un sistema verdaderamente extraordinario… muy sencillo… pulcro… nada complicado… realmente delicioso… Era…

Las observaciones de mi huésped se vieron bruscamente interrumpidas por una nueva serie de alaridos semejantes a los que tanto nos habían desconcertado previamente. Pero esta vez parecían proceder de personas que se aproximaban rápidamente.

—¡Santo Dios! —grité—. ¡Los locos han debido escaparse…!

—Mucho me lo temo —replicó Monsieur Maillard poniéndose mortalmente pálido.

Apenas había terminado la frase cuando se oyeron gritos e imprecaciones bajo las ventanas, y no tardó en verse que algunas gentes del exterior estaban tratando de abrirse paso en el comedor. Golpeaban la puerta con algo que parecía ser un acotillo, mientras sacudían las persianas con violencia prodigiosa.

Siguió una escena de espantosa confusión. Para mi indescriptible asombro, Monsieur Maillard se metió debajo del aparador. Yo hubiera esperado una mayor resolución de su parte. Los miembros de la orquesta que en el último cuarto de hora habían dado la impresión de estar demasiado borrachos para cumplir con su obligación, se enderezaron bruscamente aferrando sus instrumentos y, trepándose a la mesa, atacaron de común acuerdo el
Yankee Doodle
, que ejecutaron, si no afinadamente, por lo menos con energías sobrehumanas durante todo el transcurso del tumulto.

Entretanto, el caballero a quien con tanta dificultad habían impedido que saltara sobre la mesa se apresuró a hacerlo y, tras de plantarse entre las botellas y vasos, comenzó una arenga que no dudo hubiera sido de primer orden de haber podido escucharla. En el mismo instante, el hombre cuyas predilecciones iban hacia las perinolas comenzó a girar por la estancia con inmensa energía, abiertos los brazos en ángulo recto con el cuerpo, con lo cual se parecía realmente a una peonza, y derribando a todo aquel que se le ponía en el camino. Entonces, al escuchar un increíble ruido de botella descorchada y de vino espumante saliendo de ella, terminé por descubrir que procedía de la persona que había imitado a una botella de champaña en el curso de la cena. Por su parte, el hombre-rana croaba como si la salvación de su alma dependiera de cada sonido que profería. Y en mitad de todo esto alzábase el continuo rebuznar de un asno. En cuanto a mi buena amiga Madame Joyeuse, me daba verdadera lástima contemplar el estado de perplejidad en que se encontraba. Todo lo que hacía era quedarse en un rincón, al lado de la chimenea, repitiendo continuamente y con todas sus fuerzas: «¡Cocoricó-o-o-o-o!».

Y entonces se produjo la crisis, la catástrofe del drama. Como, aparte de los hurras, los alaridos y los cocoricós, quienes me rodeaban no ofrecían la menor resistencia a los de fuera, las diez ventanas no tardaron en ser forzadas casi simultáneamente. Y jamás olvidaré el asombro y el horror con que vi saltar por ellas y lanzarse entre nosotros, golpeando, pateando, arañando y aullando, un ejército que creí de chimpancés, orangutanes o enormes babuinos negros del cabo de Buena Esperanza.

Recibí una terrible paliza, tras de la cual rodé bajo un sofá y me quedé inmóvil. Luego de un cuarto de hora, tiempo en el cual escuché con todos mis sentidos lo que seguía ocurriendo en la habitación, llegué a una explicación satisfactoria del desenlace de aquella tragedia. Por lo visto, al hablarme del loco que había incitado a sus compañeros a la rebelión, Monsieur Maillard no había hecho otra cosa que relatarme sus propias hazañas. Este caballero había sido el director del establecimiento dos o tres años atrás, pero acabó por enloquecer a su turno y pasó a la categoría de paciente. El compañero de viaje que me había presentado ignoraba semejante cosa. En cuanto a los guardianes, dominados por los locos, habían sido primeramente untados de alquitrán, luego emplumados y finalmente metidos en las celdas subterráneas. Llevaban allí un mes, en el curso del cual Monsieur Maillard no solamente les había prodigado generosamente el alquitrán y las plumas (que constituían su «sistema»), sino que los había tenido a pan y agua. Esta última en forma de ducha diaria… Pero, al fin, tras de escapar por una cloaca, uno de los prisioneros logró poner en libertad a los demás.

El «sistema de la dulzura» —con importantes modificaciones— se ha reanudado en el
château
; sin embargo, no puedo dejar de reconocer con Monsieur Maillard que su propio «tratamiento» era verdaderamente radical. Como muy bien lo había expresado, era «muy sencillo… pulcro… nada complicado…».

Sólo me resta añadir que, aunque he revisado todas las bibliotecas de Europa en busca de las obras del doctor Tarr y del profesor Fether, he fracasado hasta ahora en mi empeño por procurarme un ejemplar de las mismas.

Nunca apuestes tu cabeza al diablo

Cuento con moraleja

Con tal que las costumbres de un autor sean puras y castas
—dice don Tomás de las Torres en el prefacio a sus
Poemas amatorios
—,
importa muy poco que no sean igualmente severas sus obras
[108]
. Presumimos que don Tomás ha de estar ahora en el Purgatorio a causa de su afirmación. Sería bueno tenerlo allí, desde un punto de vista de justicia poética, hasta que sus
Poemas amatorios
se agoten o empiecen a juntar polvo en las bibliotecas por falta de lectores. Toda ficción
debería
tener una consecuencia moral; y, lo que es más, los críticos han descubierto que no hay ficción que no la tenga. Hace ya tiempo, Felipe Melancthon escribió un comentario de la
Batracomiomaquia
, probando que lo que el poeta quería era volver odiosas las sediciones. Pierre La Seíne, dando un paso adelante, mostró que la verdadera intención consistía en recomendar a los jóvenes la temperancia en la comida y la bebida. Jacobus Hugo, por su parte, quedó convencidísimo de que, en Euenis, Homero insinuaba la persona de Calvino; que Antinoo era Martín Lutero; los Lotófagos, los protestantes en general, y las arpías, los holandeses. Nuestros escoliastas modernos son igualmente agudos. Estos señores demuestran la existencia de un sentido oculto en Los
antediluvianos
, de una parábola en
Powhatan
, de nueve ideas en
Arrorró mi niño
y del trascendentalismo en
Pulgarcito
. En resumen, se ha demostrado que ningún hombre de este mundo puede sentarse a escribir sin un profundísimo designio. Con esto, los autores se ahorran muchas preocupaciones. Un novelista, por ejemplo, no necesita preocuparse de las consecuencias morales, pues allí están —vale decir, están en alguna parte de su libro—, y tanto ellas como los críticos pueden arreglarse solos. Cuando llegue el momento oportuno, todo lo que dicho caballero se proponía y todo lo que no se proponía asomará a la luz, sea en el
Dial
o en el
Down Easter
, conjuntamente con aquello que debería haberse propuesto y aquello que claramente intentó proponerse; vale decir que todo se arreglará muy bien al final.

No hay ninguna justificación, pues, en la acusación que ciertos ignorantes han formulado contra mí; a saber: que jamás he escrito un cuento moral o, con palabras más precisas, un cuento con moraleja. Lo que pasa es que aquéllos no son los críticos predestinados a ponerme de manifiesto y a
desarrollar
mis moralejas; he ahí el secreto. Poco a poco, la
North American Quarterly Humdrum
los hará sentir avergonzados de su estupidez. Pero por el momento, con el fin de aplazar la ejecución capital y mitigar las acusaciones alzadas contra mí, ofrezco el siguiente y triste relato, cuya obvia moraleja no puede ser cuestionada de ninguna manera, ya que cualquiera puede leerla en las mayúsculas que forman el título del relato. Debería reconocerse mi mérito por esta disposición, mucho más sabia que la de La Fontaine y otros, que reservan hasta el último momento la impresión que desean producir y la meten de rondón en el final de sus fábulas.

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