Cuentos completos (78 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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Llamaré a Mauricio

Aliiiirio. Aliiiirio Bengoa. Demasiado clamor para ser escuchado a las siete y media de la mañana. Pero allí está el hombre, agitando los brazos desde la vereda de enfrente y gritando Aliiiirio, mientras los autobuses y los camiones pasan entre él y yo. Y yo, que efectivamente soy Alirio Bengoa, no consigo enterarme de quién es el gritón.

Cuando el semáforo se pone rojo, el tipo cruza corriendo entre un auto y un camión que han frenado, y antes de que yo intente el menor ademán de esquive o de defensa, me aprisiona en un abrazo que no deja lugar a dudas, ni tampoco espacio para respirar.

Sólo entonces lo reconozco, no precisamente por su voz o el estilo de su efusión, sino por el fogoso aliento que me da justo en la oreja. Es Mauricio, claro. Mauricio Lemos. Por lo menos quince años sin vernos. En su aspecto actual viene a ser como un tío gordo de aquel Flaco Mauricio que trabajaba en el Banco.

Exige que tomemos un café, un cortado, una cerveza, cualquier cosa con tal de que yo no me escape. Son quince años, viejo, y vos estás igualito, alguna canita aislada y nada más, cómo hacés para mantenerte así, porque vos tenés como cuarenta y pico, ¿no? Y siete. Ya lo decía yo, ya lo decía, y sin embargo nadie te da más de cuarenta y seis. Se ríe con gran estrépito, porque está convencido, como siempre, de que su chiste es campeón.

Yo sonrío, solidario o idiota, no sé bien. Y claro, vamos al café. Hago un gran esfuerzo por recordar el nombre de su mujer. ¿Y Maruja? Olvidada, che, olvidada, después vino Carlota. ¿Y qué tal? Olvidada, che, olvidada; ahora estoy con Sandra. ¿Olvidada? Estás loco, Sandra es una joyita, no chafalonía como las otras, Sandra es oro macizo. Hago un gesto ambiguo, inmotivado, busco el pañuelo en el bolsillo trasero y limpio minuciosamente los lentes, que por supuesto no estaban empañados. En realidad no sé qué hacer, qué decir, qué esperar de este Mauricio que lo recuerda todo. Entre risas y muecas enumera mis éxitos, mis fracasos, mis amores, mis inquinas, todo lo sabe, incluso cosas de las que ya no me acuerdo.

Así que estuviste exiliado, ¿dónde? No me digas que se te escapó ese dato fundamental. Bueno, sé que estuviste en México, Francia, España. Bueno, te falta Holanda. Tenés razón, me falta Holanda. Le pregunto por su salud, de algo hay que hablar. No sólo me falta Holanda, también me falta medio estómago. Y se ríe con ganas. Un tumor, un asunto feo, pero ya ves, sobrevivo, y aquí estoy, no sé por cuánto.

De pronto su euforia se diluye. Sus mejillas, tan rozagantes, se agrisan. Estoy jodido, Alirio, me queda poco. Su sollozo no es estridente. Tampoco ahora sé qué hacer. Lo último que esperaba era descubrir que este macizo, este reidero, este radiante, estuviera condenado. Adquiere un tono natural y austero para pedirme disculpas, no se lo digo a nadie, nunca me gustó el papel de víctima, pero vos siempre me inspiraste confianza y si no lo digo a nadie (porque ni Sandra está enterada) me asfixio, es mucha noticia, sabés, para gastarla a solas.

Apoyo mi mano sobre su brazo, no se me ocurre otra cosa, no encuentro nada que decirle, en materia de comunicación soy un fracaso. De pronto se levanta, me deja una tarjetita con su dirección y su teléfono, dice chau Alirio, fue bueno encontrarte, y se va tal como vino, corriendo entre los autos y los camiones.

Después de todo, hace sólo dos meses que regresé, tras doce años de distancias. La ciudad es y no es la misma. Las mismas baldosas flojas de la vereda, el mismo sol que se filtra por entre las hojas de los plátanos, la misma hermosura frugal/frutal de las muchachas mañaneras, las mismas galerías de fulgor devaluado. Pero hay también un deslustre, un deterioro, que son nuevos. Hay una sombra en las miradas, una fatiga en los pasos, una lejanía entre prójimo y prójimo, que son otras, distintas de las que empezaban a vislumbrarse quince años atrás.

En cada esquina, en cada quiosco, hay un notorio despliegue de diarios, semanarios, revistas. La gente se detiene a leer los titulares, pero son pocos los que compran. Evidentemente, para enterarse de las noticias está la radio, que es gratis, y además un diario cuesta más que un litro de leche.

Hola, don Alirio, me saluda el diariero de quien fui cliente durante casi diez años. Cuándo volvió. Le recito la ficha que he memorizado para responder a la pregunta de siempre. Usted que sabe, usted que ha viajado, dígame si por esos pagos la cosa está tan jodida como aquí. Está también, pero es otra manera de estar jodido, hay una miseria del consumismo. Qué suerte, ¿no? Gente que sabe me ha dicho, don Alirio, que la miseria del consumismo es una maravilla. No es una maravilla, qué va a ser, pero cómo explicárselo. Le compro un diario como pretexto para decirle chau.

Y sigo solo, nadando entre la muchedumbre que está llegando pero atrasada. Pasan los portafolios, los bolsos, los pantalones remendados, los zapatos sin medias, las polleras del año pasado. Pasan los ojos irritados, los labios mal pintados, las calvicies precoces, las manos que se abren y cierran como monologando.

Ayer pregunté por tres amigos de los años sesenta. Dos murieron. Uno en un accidente; otro se roció con nafta y se prendió fuego. El sobreviviente se incineró de otra manera. Colaboró con los milicos, hizo pingües negocios, hoy tiene bruto piso en Bulevar, un lujoso rancho en la Barra de Maldonado, y además se casó con la hija segunda de un barraquero de primera. Cuando el gobierno hace alarde de un PNB de más de tres mil dólares
per
capita
, él aprueba en silencio con su capita propia.

Y bien, soy de aquí. Ojo, no lo afirmo, más bien me lo pregunto. ¿Soy de aquí? Después del trago amargo de la identidad, un té de boldo por favor. En doce años olvidé detalles, esquinas, apellidos, direcciones, teléfonos, anécdotas. Contemporáneamente construí vínculos, paisajes, imágenes, sonidos, abrazos, lealtades. Tengo nostalgia de los lugares donde sentí nostalgia. Y sin embargo creo, casi estoy seguro, de que soy de aquí.

Si rengueo es por algo que también es mi culpa. Cada pozo es mi pozo. Esa descomunal basura de Mercedes y Florida es también mi basura, mi detritus, mis escombros. Tengo mi cuota en las desavenencias, en los pequeños y grandes odios, en los puentes derribados, en las cerrazones del corazón, en los murmuradores solitarios, en las mezquindades a flor de piel.

Mi extrañeza, mi incomunicación, no constituyen en realidad mucha noticia (como la tan terrible de Mauricio) sino poca, poquísima noticia, pero de todos modos no estoy dispuesto a gastarla a solas. Mañana sin falta llamaré a Mauricio.

Lejanos, pequeñísimos

«¿Y eso por qué?», preguntó Montse en su tercera sesión de café montevideano.

«Sencillamente porque la dictadura nos dejó una herencia de mezquindad», respondió Jorge, «un legado de resentimientos, envidias, frustraciones, pequeños rencores. Hoy, hasta la solidaridad se nos empieza a escurrir entre los dedos».

«¿Y eso por qué?», insistió Montse.

«Bueno, veníamos de aletargados desengaños, de derrotas injustas pero irreversibles, y estábamos convencidos de que en nosotros ya no había lugar para la expectativa sino tan sólo para la expiación. Y sin embargo, cuando sobrevino el borroso amanecer político, todavía con espesos nubarrones y sin fantasías, comprobamos que, pese a todo, en nosotros quedaban expectativas (todavía no sé cómo habíamos podido conservarlas) y así, poquito a poco, la costra del desánimo se nos fue cayendo, recuperamos la vocación de hacer proyectos, de imaginar un después y no limitarnos a las veinticuatro horas de la palpable jornada, de hacer creíble una alternativa (quizá distinta para cada uno), de figurarnos otra convivencia, de despojarnos de una ansiedad casi profesional y divagar acerca de un futuro que no se pareciera demasiado a un pasado entrevisto y entreoído en el ámbito clandestino y familiar, o semiolvidado en la competitiva faena por el sustento. Y entonces, un día cualquiera, aquella vislumbre se fue concretando, fue dejando de ser un espejismo. La moderada expectativa se tiñó de euforia, olvidó las garantías de la sensatez y la perseverancia; especuló con que el cambio estaba hecho, la recuperación sería automática, y sobre todo que se haría justicia.»

«Perdón», interrumpió Montse, «¿pero no era un planteo demasiado ingenuo?».

«Mirá, Montse, vos naciste en España y venís de allí y sólo te llegaron los últimos coletazos del franquismo. Para entender nuestra fase de ingenuidad, ese brote tardío de inocencia o, si querés, ese explicable fardo de bobería, tendrías que ponerte en nuestro lugar, tras casi un decenio de alertas, de zonas de silencio, de (aparentes) espirales y (verdaderos) círculos viciosos. Lo cierto es que habíamos estado enfermos de miedo y que éste no sólo era contagioso sino que además generaba desconfianza y escepticismo. Y todo lo llevábamos en nosotros mismos, aunque no se lo mencionáramos a nadie y se lo ocultáramos hasta al espejo. La unidad familiar se había deshecho, y eso, que quizá no sea tan grave en otras partes, aquí sí lo era, porque siempre fuimos muy "familiares' ¿sabés? ¿Y quién no tenía un padre, una madre; un tío, un hermano, huido, oculto, emboscado o preso, pero siempre al margen, segado del afecto cotidiano, extirpado como un tumor maligno, quitado hasta del habla callejera y la comunicación telefónica porque había que manejarse con metáforas y apodos, hasta que unas y otros se gastaban y era preciso sustituirlos con nuevos tapujos que obviamente debían ser sencillos, elementales, ya que la menor extravagancia los volvía sospechosos. Tenés que situarte en esa franja oscura para entender por qué la primera claridad nos desacomodó, nos tomó de sorpresa, nos llenó de infundadas ilusiones.»

«Después de todo, los militares se retiraron», dijo ella.

«En apariencia sí. Los presos recuperaron el mundo y todo volvía a ser nombrado. En realidad nos devolvían el permiso de nombrarlo. En los calabozos sólo quedaban los alaridos, las sombras, los delirios, las pesadillas, los fantasmas en fin. Abrazábamos los huesos de los escuálidos queridos, besábamos las cabezas rapadas y con huellas. Todavía no éramos capaces de narrarnos nuestras vidas de dentro y de fuera, y no porque hubiese custodios como antes, sino porque de pronto la memoria era un caos, un mercado persa, un arca de Noé. Se lloraba, claro, pero era un llanto de fiesta, y los escasos prudentes que exhortaban a pensar en mañana no tenían el menor éxito, porque la gala era hoy, y después ya se vería.»

«Y se vio, naturalmente.»

«Por supuesto. Las promesas se hicieron humo. Ese humo nos irritó los ojos y empezamos a mirar, primero con desconfianza, luego con desencanto y más tarde con desesperación. Y allí fue que apareció el legado del que te hablaba: la herencia de mezquindad. Cuando te clausuran el rumbo de la ecuanimidad, cuando da lo mismo ser reo que inocente, y la víctima inicia su trámite de pasaporte o de jubilación codo a codo con su verdugo, algo se quiebra en la comunidad, algo se infecta en la relación con el prójimo.»

«A veces», sugirió Montse, «la venganza puede ser un aliciente. En España, después de la guerra civil, hubo miles de derrotados que se aferraron a la idea de la revancha; casi te diría que sobrevivieron gracias a ese rencor inextinguible. Es claro, a lo largo de cuarenta años de franquismo, casi todos fueron muriendo en el exilio, con el rencor intacto».

«Pero no, mujer. No se trata de venganza. Si el sentimiento prioritario fuera ése, ya se habría concretado en hechos (después de todo, no es tan difícil). No se trata de venganza ni de ajuste de cuentas ni de ley del talión. Se trata de no quedar inermes ante el odio demencial, sólo eso. Y si no tenés esa seguridad, si la justicia, obligada por las pobres circunstancias, te quita su respaldo y caés de culo, eso viene a ser algo como un fraude moral. Ya sé que la palabra "moral' no está de moda, pero ¿de qué otra manera vas a llamarlo? Es un fraude moral, y cuando te sentís moralmente trampeado, es entonces cuando empezás a volverte mezquino.»

«Si es así», dijo Montse, «hay que inventar una vacuna contra la mezquindad».

«No es mala idea», murmuró Jorge, resignándose por primera vez a sonreír.

Pero ya empezaban a llegar los otros. Todos fueron besando puntual y ordenadamente a Montse (exclusiva turista europea en varios meses a la redonda) y luego, como siempre, arrimaron otra mesa y varias sillas.

Hablaron atropelladamente de otras cosas, más frívolas pero menos conflictivas. Montse pidió asesoramiento sobre prendas de lana, ceniceros de cuarzo y otros
souvenirs
posibles. Nancy y Mónica se ofrecieron a acompañarla en las tiendas y a aleccionarla en el regateo. Montse elogió el sol montevideano («nunca había visto un otoño tan luminoso»), la amabilidad de la gente y el churrasco, sobre todo el churrasco.

Cuando al cabo de dos horas el grupo se desgranó, Jorge y Montse salieron juntos del café.

«Quiero mostrarte la costa», dijo Jorge, «es lo mejor que tenemos».

Hizo cálculos mentales sobre el contante de su billetera y el sonante de su bolsillo, y ante el resultado ajustadamente satisfactorio, le hizo señas a un taxi.

En Pocitos, la rambla estaba muy concurrida, pero la arena estaba libre. De pronto Montse, sin mirar a Jorge, le tomó una mano, y así anduvieron un buen rato, esquivando a menudo las olitas que terminaban débiles junto a la resaca acumulada en la orilla.

Entonces ella dijo: «¿Y si vinieras conmigo a España? Allá lucharíamos juntos contra la mezquindad. La de aquí y la de allá».

Jorge la miró, sorprendido, y encontró los ojos de ella, no menos asombrados. En realidad, fue como si la observara a través de unos prismáticos invertidos. La vio pequeñísima y lejana, y tuvo la impresión de que ella, a su vez, también lo estaba viendo lejano y pequeñísimo.

Rutinas

A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina.

Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado.

«¿Qué fue eso?», preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: «Fue una bomba». «¡Qué suerte!», dijo el niño. «Yo creí que era un trueno.»

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