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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (7 page)

BOOK: Cubridle el rostro
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El tictac de los minutos que pasaban sonaba anormalmente fuerte en la oscuridad. Esa noche había llovido con fuerza pero ya había cesado. A las cinco de la mañana le pareció oír moverse a su marido y fue a verlo, pero aún yacía en ese estupor rígido que llamaban sueño. Stephen le había cambiado el somnífero. Le estaban dando un jarabe en vez del comprimido usual, pero parecía tener el mismo efecto. Volvió a la cama pero no durmió. A las seis se levantó, se puso la bata, y llenó y enchufó la pava eléctrica para su té de la mañana. Por fin había llegado el día con sus problemas.

Fue un alivio para ella cuando sintió un golpe en la puerta y Catherine se deslizó adentro, todavía en pijama y bata. Por un momento la señora Maxie tuvo un intenso temor de que Catherine hubiese venido para hablar, de que los sucesos de la noche anterior tuviesen que ser comentados, evaluados, lamentados y revividos. Había pasado la mayor parte de la noche haciendo planes que no podía ni quería compartir con Catherine. Pero se sintió inexplicablemente feliz al ver a otro ser humano. Se dio cuenta de que a la muchacha se la veía muy pálida. Era evidente que alguien más había dormido muy poco. Catherine le confió que la lluvia no la había dejado dormir y que se había despertado temprano con un fuerte dolor de cabeza. Ahora no le ocurría a menudo, pero cuando los tenía eran malos. ¿Tenía la señora Maxie una aspirina? Prefería la soluble, pero cualquier otra serviría. La señora Maxie pensó que el dolor de cabeza podía ser una excusa para una charla confidencial sobre la cuestión Sally-Stephen, pero después de mirarle de nuevo los ojos cargados decidió que el dolor era real. Era evidente que Catherine no estaba en condiciones de maquinar nada. La señora Maxie la invitó a que cogiera la aspirina del botiquín y colocó otra taza en la bandeja. Catherine no era la compañera que hubiese elegido, pero al menos la muchacha parecía dispuesta a tomar su té en silencio.

Estaban sentadas juntas frente a la estufa eléctrica cuando llegó Martha; su porte y su tono denotaban un difícil compromiso entre la indignación y la inquietud.

—Se trata de Sally, señora —dijo—. Supongo que se ha vuelto a quedar dormida. No contestó cuando la llamé, y cuando traté de abrir la puerta, me encontré con que había puesto el cerrojo. No puedo entrar. Señora, realmente no sé a qué está jugando.

La señora Maxie dejó su taza en el plato y observó con indiferencia y una suerte de sorpresa que la mano no le temblaba. La inminencia del mal hizo presa de ella y tuvo que demorarse un segundo antes de poder confiar en su voz. Pero cuando las palabras llegaron, ni Catherine ni Martha parecieron percibir cambio alguno en ella.

—¿Golpeó realmente fuerte? —inquirió.

Martha titubeó. La señora Maxie sabía lo que eso significaba. Martha había preferido no golpear muy fuerte. Convenía a sus propósitos dejar que a Sally se le quedaran pegadas las sábanas. Después de su noche entrecortada, a la señora Maxie esta mezquindad le pareció casi insoportable.

—Sería mejor que probara de nuevo —dijo secamente—. Como todos nosotros, Sally tuvo ayer un día muy pesado. La gente no se queda dormida sin motivo.

Catherine abrió la boca como para hacer algún comentario, lo pensó mejor, e inclinó la cabeza sobre su taza. No habían pasado dos minutos y Martha ya estaba de vuelta. Esta vez no cabía duda. La inquietud superaba a la irritación y en su voz había algo muy cercano al pánico.

—No puedo conseguir que me oiga. El bebé está despierto. Gimotea ahí dentro. ¡No puedo conseguir que Sally me oiga!

La señora Maxie no recordaba haber llegado a la puerta del cuarto de Sally. Estaba tan segura, más allá de toda posible duda, de que la puerta debía estar abierta, que golpeó y tironeó sin resultado por varios segundos antes de que su mente pudiera aceptar la verdad. La puerta tenía corrido el cerrojo por dentro. El ruido de los golpes había despertado del todo a Jimmy y su gimoteo matutino inicial estaba alcanzando ahora un
crescendo
de chillidos de miedo. La señora Maxie podía escuchar el traqueteo de los barrotes de su cuna y lo imaginaba arrebujado en su ropa de dormir irguiéndose para llamar a gritos a su madre. Sintió que un sudor frío empezaba a correrle por la frente. Hizo lo imposible para contenerse y no golpear enloquecida de pánico la rígida madera. Martha gemía ahora, y fue Catherine la que puso una mano firme y tranquilizante sobre el hombro de la señora Maxie.

—No se preocupe demasiado. Haré que venga su hijo.

«¿Por qué no dice Stephen?», pensó la señora Maxie de manera un tanto inconexa. «Stephen es mi hijo».

Al instante estuvo con ellas. Los golpes en la puerta debían haberlo despertado porque Catherine no podía haber tenido tiempo de llamarlo. Stephen habló con tranquilidad.

—Tendremos que entrar por la ventana. Bastará con la escalera que está en el cobertizo. Voy a llamar a Hearne.

Partió y el pequeño grupo de mujeres esperó en silencio. El tiempo pasó lentamente.

—No puede menos que tomarles algún tiempo —dijo Catherine para tranquilizarlas—. Pero no pueden tardar mucho. Estoy segura de que no le ha pasado nada. Probablemente sigue durmiendo.

Deborah se quedó mirándola.

—¿Con todo el ruido que hace Jimmy? Apuesto a que no está ahí. Se ha ido.

—¿Pero por qué habría de irse? —preguntó Catherine—. ¿Y cómo se entiende la puerta cerrada?

—Conociendo a Sally supongo que quiso hacer algo fuera de lo común y salió por la ventana. Parece tener una tendencia a lo espectacular aunque no esté presente para disfrutarlo. Aquí estamos todos temblando de aprensión, mientras Stephen y Felix andan por ahí arrastrando escaleras y toda la casa está patas arriba. Todo muy satisfactorio para su fantasía.

—Pero no hubiera dejado al bebé —dijo Catherine de repente—. Ninguna madre lo haría.

—Aparentemente ésta sí lo ha hecho —contestó secamente Deborah.

Pero su madre notó que no hizo nada por alejarse del grupo.

Los gritos de Jimmy ya habían alcanzado un punto culminante que ahogaba cualquier ruido que pudieran hacer los hombres con la escalera o al tratar de entrar por la ventana. El primer sonido que se escuchó en la habitación fue el rápido ruido de la cerradura. Felix estaba de pie en el vano de la puerta. Al ver su rostro Martha gritó, un agudo chillido animal de terror. La señora Maxie sintió, más que escuchó, el ruido sordo de sus pasos que retrocedían. Las demás mujeres hicieron a un lado el brazo de Felix que pretendía cerrarles el paso y se adelantaron en silencio, como unidas por una urgencia común, hacia donde yacía Sally. La ventana estaba abierta y la almohada de la cama salpicada de lluvia. Sobre la almohada la cabellera de Sally estaba desplegada como una malla dorada. Sus ojos estaban cerrados pero no dormía. De la apretada comisura de la boca había corrido un hilo de sangre ahora seco como un tajo negro. A cada lado del cuello había un cardenal donde las manos de su asesino habían oprimido hasta quitarle la vida.

Capítulo IV
1

B
ONITO lugar, señor —dijo el sargento de detectives Martin cuando el coche de policía se detuvo frente a Martingale—. Hay una gran diferencia con nuestro último trabajo.

Había satisfacción en su voz porque era un hombre de campo por nacimiento e inclinación, y a menudo se le escuchaba quejarse de la propensión de los asesinos a cometer sus crímenes en ciudades superpobladas y casas de vecindad insalubres. Olfateó el aire con gusto y bendijo las razones de política o de prudencia, cualesquiera que fueran, que habían llevado al jefe de policía del condado a hacer intervenir a Scotland Yard. Se había rumoreado que el jefe de la policía conocía personalmente a las personas implicadas y que por eso, sumado al asunto sin resolver en la periferia del condado, había considerado aconsejable pasar a otras manos este problema sin más dilación. Esto le venía muy bien al sargento de detectives Martin. El trabajo era el trabajo dondequiera se hiciera, pero un hombre tenía derecho a sus preferencias.

El inspector en jefe de detectives Adam Dalgleish no contestó sino que salió ágilmente del coche y dio un paso atrás por un momento para observar la casa. Era una típica casa solariega isabelina, sencilla pero claramente formal en cuanto a diseño. Los amplios miradores de dos pisos con sus ventanas con maineles y montantes estaban emplazados simétricamente a ambos lados del porche central cuadrado. Encima del alero había un pesado escudo de armas esculpido. El tejado se inclinaba hacia una pequeña balaustrada abierta de piedra, también esculpida con símbolos en relieve, y las seis grandes chimeneas Tudor se erguían osadamente contra un cielo de verano. Hacia el oeste se curvaba la pared de una habitación que Dalgliesh supuso había sido agregada en una fecha posterior, probablemente durante el siglo pasado. Las puertas ventana eran de vidrio laminado y se abrían al jardín. Por un momento vio una cara en una de ellas, pero luego desapareció. Alguien estaba esperando su llegada. Por el oeste un muro de piedra gris partía de la esquina de la casa en una amplia curva hacia la entrada al jardín y se perdía detrás de los arbustos y las altas hayas. Por este lado los árboles llegaban hasta muy cerca de la casa. Por encima del muro y semi oculta por un mosaico de hojas podía apenas ver la punta de una escalera apoyada contra una ventana voladiza. Presumiblemente ése era el cuarto de la chica muerta. Su ama difícilmente podría haber elegido uno mejor ubicado para facilitar una entrada ilícita. Había dos vehículos aparcados junto al porche, un coche de la policía con un hombre uniformado sentado impasible al volante, y un furgón funerario. Su conductor, recostado contra el respaldo del asiento y la gorra con visera echada hacia adelante, no se dio por enterado de la llegada de Dalgliesh, mientras que su compañero se limitó a levantar la vista con indiferencia antes de volver a su periódico dominical.

El superintendente local estaba esperando en el vestíbulo. Se conocían ligeramente como era de esperar de dos hombres destacados de la misma profesión, pero ninguno de ellos había deseado nunca tener una relación más estrecha. No fue un momento cómodo. Manning se encontraba en la necesidad de explicar exactamente por qué su superior había considerado aconsejable hacer intervenir a Scotland Yard. Dalgliesh respondía adecuadamente. Dos reporteros estaban sentados junto a la puerta con el aire de perros a los que se les ha prometido un hueso si se portan bien y se han resignado a tener paciencia. La casa estaba muy silenciosa y olía levemente a rosas. Después del calor tórrido del coche, el aire resultó tan frío que Dalgliesh tuvo un estremecimiento involuntario.

—La familia está reunida en el salón —dijo Manning—. He dejado un sargento con ellos. ¿Quiere verlos ahora?

—No, primero veré el cuerpo. Los vivos pueden esperar.

El superintendente Manning tomó la delantera por la amplia escalera cuadrada, hablándoles mientras avanzaba.

—Adelanté algo antes de saber que iban a hacer intervenir a la Oficina Central. Probablemente le han puesto al corriente de lo esencial. La víctima es la criada. Madre soltera de veintidós años. Estrangulada. El cuerpo lo descubrió la familia aproximadamente a las 7.15 de esta mañana. La puerta del dormitorio de la chica tenía echado el cerrojo. La salida, y probablemente también la entrada, fue por la ventana. Encontrará pruebas de ello en el caño de la chimenea y en la pared. Parece como si hubiera caído el último metro y medio aproximadamente. Se la vio con vida por última vez anoche a las 22.30 cuando subía para acostarse con su bebida para la noche. No llegó a terminarla. La taza está en la mesilla de noche. Al principio pensé que el trabajo lo había hecho alguien de fuera casi con seguridad. Ayer tuvieron una kermés y cualquiera podría haber entrado en la propiedad. Dentro de la casa incluso. Pero hay dos o tres aspectos extraños.

—¿La bebida, por ejemplo? —preguntó Dalgliesh.

Ya habían llegado al rellano y estaban yendo hacia el ala oeste de la casa. Manning le miró curiosamente.

—Sí. El chocolate. Puede haber sido narcotizado. Hay algo que falta. El señor Simon Maxie es un inválido. De su botiquín falta un frasco de somníferos.

—¿Hay rastros de narcóticos en el cuerpo?

—El médico de la policía está con ella ahora. Pero lo dudo. Me pareció un caso claro de estrangulamiento. Probablemente tengamos la respuesta con la autopsia.

—Lo podría haber tomado ella misma —dijo Dalgliesh—. ¿Hay algún motivo obvio?

Manning vaciló.

—Es posible. Todavía no tengo ninguno de los detalles pero he oído chismes.

—Ah, chismes.

—Una tal señorita Liddell vino esta mañana a llevarse al hijo de la chica. Anoche cenó aquí. Menuda comida debe haber sido, según su relato. Aparentemente, Stephen Maxie se había declarado a Sally Jupp. Para la familia eso podría considerarse un motivo, supongo.

—Dadas las circunstancias pienso que para mí sí podría.

El dormitorio era de paredes blancas y estaba lleno de luz. Después de la penumbra del vestíbulo y de los pasillos bordeados por un maderaje de roble, esta habitación impresionaba con la luminosidad artificial de un escenario. El cadáver era lo más irreal de todo, una actriz de segunda categoría tratando sin éxito de simular la muerte. Sus ojos estaban casi cerrados, pero su cara tenía esa expresión de vaga sorpresa que a menudo había observado en las caras de los muertos. Dos dientes delanteros pequeños y muy blancos estaban apretados contra el labio inferior, dando un aspecto de conejo a una cara que en vida, sintió, debió haber sido llamativa, quizás hasta hermosa. Una aureola de cabello fulguraba sobre la almohada en un desafío incongruente a la muerte. Su mano lo sintió ligeramente húmedo. Casi se sorprendió de que su brillo no se hubiera escurrido junto con la vida de su cuerpo. Se quedó de pie inmóvil mirándola. En momentos como este nunca tenía un sentimiento de compasión y ni siquiera de ira, aunque eso podría venir más tarde y habría que resistirlo. Le gustaba fijarse la imagen del cuerpo asesinado firmemente en la mente. Se había vuelto una costumbre a partir de su primer caso importante siete años atrás, cuando observó el cadáver apaleado de una prostituta del barrio del Soho con silenciosa decisión y pensó: «Eso es. Éste es mi trabajo».

El fotógrafo había terminado su tarea con el cuerpo antes de que el médico de la policía comenzara su examen. Ahora estaba sacando unas últimas fotos de la habitación y la ventana antes de guardar su equipo. El encargado de tomar las huellas dactilares también había acabado con Sally y concentrado en su mundo privado de espirales y compuestos, se movía con discreta eficiencia del pomo de la puerta a la cerradura, de la taza de chocolate a la cómoda, de la cama al marco de la ventana, antes de subirse pesadamente a la escalera para trabajar en el caño de la chimenea y en la escalera misma. El doctor Feltman, el médico de la policía, con una calvicie incipiente, corpulento y deliberadamente jovial, como si estuviera bajo una compulsión constante de demostrar su imperturbabilidad profesional frente a la muerte, volvía a colocar sus instrumentos en un estuche negro. Dalgliesh ya se había encontrado con él antes y sabía que era un médico de primera que nunca había aprendido a reconocer dónde terminaba su trabajo y comenzaba el del detective. Esperó a que Dalgliesh se apartara del cuerpo antes de hablar.

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