Cuando comer es un infierno (4 page)

BOOK: Cuando comer es un infierno
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Desde hacía algunos años yo asistía a cursos de teatro: mi amor por las tramas terribles y los personajes apasionados no había disminuido, y me hubiera gustado convertirme en actriz; eso me hubiera demostrado que era hermosa, porque no conocía a ninguna actriz que no lo fuera, y me permitiría vestir trajes caros, y diferentes, y vivir existencias suficientes como para calmar el aburrimiento de la mía.

Aquel otoño me permitieron inscribirme en una academia que impartía cursos más serios. Me habían prometido que si en unos años deseaba continuar, me sería posible estudiar arte dramático, y buscar mi salida sobre un escenario. Acudí a las primeras clases con mucha ilusión, y bastante miedo, bien oculto bajo mi fachada habitual de serenidad y amabilidad.

Tras los cursos anteriores ya no era una novata, y los profesores decidieron inscribirme en un nivel superior al mío: la mayor parte de mis compañeros me llevaban varios años, y los de mi edad parecían esforzarse en aparentar un lustro más. Enseguida vi que ninguna de las chicas poseía talento, y que quizás dos de los chicos podrían ganarse la vida como actores; no lo comenté con nadie. Pensé que mis padres considerarían que perdía el tiempo, y que mis amigas me creerían orgullosa y despectiva.

Sin embargo, clase tras clase me alejaba más de mis compañeros. Yo procedía de un entorno en el que el trabajo era la prioridad más importante. Después venía la familia, y más tarde, la tranquilidad de una conciencia en paz. Los aspirantes a actores hacían gala de su independencia, vivían, a mis ojos, una existencia desgajada de todo lazo familiar, se quejaban y rechazaban las normas de los profesores, y se saltaban las clases para fumar y charlar.

Con mis ojos de quince años no era capaz de reconocer la rebelión adolescente que aún coleaba en ellos, ni la defensa de su individualidad frente a unas normas rígidas, ni la necesidad que ellos mismos sentían de crear vínculos. A mi juicio eran perezosos y no deseaban enmendarse, y para colmo, no se habían interesado por mí. Me toleraban en su grupo, y condescendían a hablar de su vida en mi presencia, pero ahí acababa todo.

Los temas de conversación eran las dietas y los productos de belleza entre las mujeres, el gimnasio y nuevamente la dieta entre los hombres. Una de las chicas juraba haber perdido tres kilos en dos días comiendo únicamente naranjas y hamburguesas. Aquella dieta permaneció en mi memoria por mucho tiempo, pese a que la chica no estaba especialmente delgada. Otras comparaban barras de labios y cremas hidratantes.

Yo prestaba especial atención a los tratamientos para la piel, porque mis padres no me permitían maquillarme. A escondidas me pintaba la raya del ojo, pero no me atrevía a llegar más allá, salvo en las obras que representábamos, en las que cargaba la mano todo lo posible. En la academia nos permitían usar unos cofres de maquillaje desplegables en tres niveles, con la forma de una mariposa, y si me hubieran preguntado qué era lo que más deseaba en el mundo, hubiera respondido que uno de aquellos estuches.

Llegó el mes de diciembre y no había nada que contar. El diario que escribía todos los días era una lista de actividades sin importancia, una entrada de los movimientos de los chicos que me gustaban. No escribía sobre mis sentimientos, ni sobre mis impresiones. Registraba lo que hacía, y en aquella vida ordenada, sobre aquella adolescente sensata y aburrida no había aparentemente nada que reseñar.

Poco antes de Navidades mi tía preferida me invitó a pasar unos días con ella en un hotel de lujo. Había ganado una estancia, y me escogió como acompañante. Nos levantábamos con pereza, elegíamos el desayuno en el gran bufé, y después bajábamos a la piscina, o paseábamos, sin apenas charlar, cada cual en nuestra esfera.

Nunca me hubiera imaginado que existían tantos alimentos en el mundo: el bufé reservaba una mesa a los yogures y los quesos, otra a los cereales, otra a los embutidos y el salmón ahumado. Me acercaba a las frutas y admiraba el corte dentado de los kiwis, la perfección simétrica de las rodajas de piña. Me acostumbré a levantarme muy temprano, y durante los últimos días desayunaba sola en el inmenso salón. No comía grandes cantidades, pero deseaba probarlo todo. Aún conservaba algunas manías con la comida, no me gustaban los plátanos, ni el queso, ni las verduras, pero decidí hacer un esfuerzo y acostumbrarme a los nuevos sabores.

El resto del día lo dedicaba al ayuno. No me apetecía engordar, pero el desayuno me tentaba, y no quería resistirme. Luego me unía a mi tía en la sauna, o en la piscina.

Dos días antes de regresar a casa, me quedé en la habitación mientras mi tía salía a divertirse. Me probé su maquillaje y un par de sus faldas. Entonces, semidesnuda frente al espejo, me vi por primera vez: había adelgazado, las faldas se deslizaban flojas en mis caderas, y en el espejo una muchachita delgada y guapa me observaba con incredulidad. Tardé unos segundos en reconocerme, y me invadió una alegría salvaje, una carcajada interna que no llegué a liberar. Estúpidos chicos... ¿Dónde miraban? Yo era preciosa, tan frágil y tensa, y todo me parecía posible. Cuando regresara al instituto iban a descubrirlo.

Fue la única vez en mi vida en la que he disfrutado de esa sensación. Paseé ante el espejo, me observé de frente y perfil y sonreí e hice muecas hasta que me cansé. Guardo ese momento como uno de los más felices de mi vida. Esa noche, en el jardín, bajo el balcón de mi habitación, observé cómo un hombre mayor y gordo pagaba a un jovencito para que le hiciera una Felación. Escuché sus gruñidos de satisfacción, y el desprecio mal disimulado al despedirse. Permanecí inmóvil en la oscuridad, asqueada y decepcionada ante aquella brusca prueba de que el amor físico ocultaba muchas más dobleces de las que yo imaginaba. Los nervios me clavaban las uñas en el estómago, me atrincheré en el cuarto de baño y vomité. Cuando mi tía regresó mi respiración era normal, mi sonrisa templada y el inodoro blanco volvía a brillar con olor a pino.

Regresé a casa deprimida, decepcionada por no haber conocido a nadie durante aquellos días, y con cuarenta y ocho kilos de peso. Continuaba considerando que mis muslos no poseían el tono muscular debido, pero durante la estancia en el hotel me había cansado de pasar hambre, y no me parecía que el sacrificio se compensara con el resultado. Comenzaba a desconfiar de que un cuerpo bonito fuera todo lo que se necesitara para conseguir amigos. Sabía que era necesario acudir a los lugares en los que se fraguaban las conquistas y se conocía a gente nueva, y esos lugares eran las discotecas.

Mis padres, que no compartían mi entusiasmo por mis salidas de fin de semana, y las limitaban todo lo posible, pensaban que yo exageraba. Raras veces estaba sola. Conservaba a mis amigas del colegio, pero me parecían infantiles, demasiado serias, y cada vez encontraba menos temas de conversación con ellas. Tampoco había logrado intimar con las chicas de mi nueva clase. Y mis compañeros de la academia estaban, o fingían estar, a años luz en sofisticación y exigencia.

No sabía qué hacer. Me aburría tanto, me sentía tan sola y desgraciada que había llegado a aceptarlo como un estado natural. Era consciente de que las adolescentes sufrían por nimiedades, y que nadie les prestaba atención, de modo que no comentaba nada, porque no soportaba que se me tuviera por histérica, pero la frustración me resultaba inaguantable. Y, al mismo tiempo, sentía la certeza de que existían otras posibilidades de vida, de entretenimiento, de que se me escapaba algo, de que desperdiciaba mis días sin saber cómo cambiar esa rutina.

Sin darme cuenta de la rapidez con la que se impuso esa costumbre, comencé a vomitar: primero todos los jueves por la noche, después de la clase en la academia. Después, también los domingos, tras la comida familiar. Cuatro meses más tarde pesaba nuevamente cincuenta y cuatro kilos, y nadie parecía advertir que yo vomitaba después de cada comida.

La enfermedad. Tengo hambre

LOS DIEZ MANDAMIENTOS PARA ADELGAZAR

1. Si no estás delgada, no eres atractiva.

2. Estar delgada es más importante que estar sana.

3. Compra la ropa adecuada, córtate el pelo, toma laxantes, muérete de hambre, lo que sea para parecer más delgada.

4. No comerás sin sentirte culpable.

5. No comerás comida que engorde sin castigarte a posteriori.

6. Contarás las calorías y limitarás tus comidas de acuerdo con ellas.

7. Los designios de la báscula son los únicos importantes.

8. Perder peso es bueno. Engordar es malo.

9. Nunca se está lo suficientemente delgada.

10. Estar delgada y no comer demuestran la auténtica fuerza de voluntad y el nivel de éxito.

Estos diez mandamientos se resumen en dos: amarás tu báscula sobre todas las cosas, y a tus huesos como a ti misma.

(Encontrado en varias páginas web pro anorexia,
primavera de 2000)

Durante siete años, el plazo de los hechizos y los maleficios en los cuentos de hadas, estuve enferma. No existía una causa aparente, y por mucho tiempo nadie lo supo: era una enfermedad invisible, y nadie la sospechaba en una chica de quince, diecisiete, veinte años, vital, con notas brillantes, una familia afectuosa y sensata y un aspecto físico normal.

Viví con un vampiro que prefería mis ideas a mi sangre. De pequeña me habían contado historias siniestras sobre parásitos intestinales, tenias o solitarias que engullían con voracidad cualquier alimento que los niños comiesen; y pese a todo, pese a las cantidades enormes de comida, los niños caminaban flacos y pálidos, desmedrados. Uno de los famosos artistas del hambre del siglo XIX había vivido con una de cinco metros en su interior. La leyenda decía que la diva María Callas, gordita y miope, se había tragado una tenia en una copa de champán, y que a los pocos meses había reaparecido, esbelta, airosa y elegante, aunque con la voz irremediablemente deteriorada.

En aquella época, a principios de los años noventa, si hubiera encontrado a mi alcance el modo de conseguir una tenia, hubiera imitado a la Callas. No me importaba mi familia, ni mi salud, y en los momentos más desesperados, ni siquiera mi vida. Hubiera sacrificado todo, sin dudarlo un momento, por pesar nuevamente cuarenta y ocho kilos. Por cuarenta y cinco, hubiera accedido a un pacto con el diablo. Mi alma a cambio de un método eficaz que me permitiera comer lo que deseara y no engordar, o, mejor aún, adelgazar.

Y lo que deseaba comer era la casita de chocolate de Hansel y Gretel: paredes de mazapán, tan dulce que insensibilizaba la lengua, ventanas de turrón y cristales de azúcar, puertas de caramelo (prefería el tofe, no aqueilas pastillas de colores con sabor sintético) y un tejado de chocolate. Decoraría con todo cuidado el interior: almendras y nueces salteadas en los azulejos de láminas de chocolate con menta, una sauna con chocolate caliente, una nevera de helados de nueces de macadamia, y una habitación especial para las delicatessen saladas: paté, pan francés, patatas fritas y galletas de cóctel, panecillos preñados con chorizo y pizzas. Una casa que se regenerara cada mañana, en la que pudiera vivir protegida y feliz, lejos del mundo y sus problemas, comiendo eternamente y eternamente delgada.

Estuve enferma, muy enferma, y no lo supe hasta dos años después, cuando la enfermedad se había instalado firmemente en mi vida y regía cada uno de mis movimientos.

Gran parte de esa época se ha borrado de mi mente, creo que como una maniobra de defensa, de amnesia protectora. Meses enteros. El sufrimiento psíquico era enorme, pero me cuesta encontrar palabras con las que describirlo, términos con los que compararlo. Era dolor por sí mismo, sin causa aparente, día y noche, que se revelaba en actos que no podía evitar durante el día y pesadillas durante la noche, una tortura continua que no cesaba, comiera o no, vomitara o no, y que sólo cedía en los momentos de abandono, en los que mi voluntad se negaba a obedecerme y sentía que quien actuaba no era realmente yo. Que, por tanto, no era a mí a quien se debía culpar.

Una vez que se iniciaron los atracones, la recuperación de peso no resultó espectacular, y fue relativamente lenta, si tenemos en cuenta las cantidades de comida que comencé a ingerir. Primero recuperé los hábitos que había abandonado durante el medio año de dieta: no evitaba salsas ni aceite, y cortaba una gruesa rebanada de pan. Luego fueron dos. Tomaba un vaso de leche con la comida, desayunaba galletas con mantequilla. Intentaba elegir el trozo de carne más grande, o la porción más abundante, y repetía a menudo. Durante un par de meses eso me bastó. Las comidas de los domingos, más pausadas y calóricas, me dejaban con una terrible sensación de culpa. Rondaba entre la cocina y el salón veinte minutos, media hora. Ayudaba a lavar los platos, y picoteaba entre lo que había sobrado en las bandejas. Luego no lo soportaba más, y terminaba en el cuarto de baño.

En un principio mi estómago no admitía más comida por ese día. Yo intentaba engañarme con la idea de que había abusado de la ensaladilla, o la salsa, y que me había sentado mal: nunca me creí, porque jamás me había sentido indispuesta por una comida. Poco a poco, admití una cena casi tan copiosa como la comida principal. Por lo general, vomitaba de nuevo.

Los días entre semana no resultaban tan críticos; las chicas de mi grupo solíamos gastar un poco de dinero durante el descanso de las clases en chicles, en un bollo, en un paquete de patatas.
Yo
me resistía, porque no contaba con mucho dinero, y siempre me había preciado de ser sensata con mis ahorros. De mi asignación semanal guardaba la mitad, habían abierto una cuenta de ahorros a mi nombre, y fantaseaba con comprarme un piso siendo aún muy joven. Ese dinero se destinaba para fines serios, y no debía emplearse en caprichos como ropa, o discos, o mucho menos comida.

Pronto ese razonamiento no me sirvió. Compraba en el descanso algún tipo de alimento que no resultara caro, pero sí muy abundante y saciante. Era raro que antes o después de mi visita a la academia no comprara algún dulce, y aún más raro que regresara a casa sin golosinas en los bolsillos para la noche.

Semana tras semana observaba cómo mi cuerpo perdía su esbeltez, cómo los tobillos y las clavículas dejaban de destacarse con tanta nitidez y cómo mi piel volvía a rebelarse. El embrujamiento del cisne había durado muy poco tiempo, y bajo la tristeza por haber perdido esa ilusión de belleza se escondía un sentimiento de rabia que no era capaz de detectar. No me miraba al espejo, y si lo hacía, enderezaba los hombros y metía tripa, para convencerme de que no estaba engordando.

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