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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Criptozoico (22 page)

BOOK: Criptozoico
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—La pistola se disparó por accidente.

—¡Estás mintiendo! Vi la intención en tus ojos cuando apretaste el botón.

—Estaba loco de desesperación… ¡Tú lo sabes! Tú sabes que yo creía que estabas trayendo a Howes para que me matara. Era porque te amaba, Ann, nada más. ¡Por eso me volví loco!

Ann bajó la mirada y dijo resentidamente:

—No confías en mí.

—Ahora tenemos que conseguir confiar en cada uno de nosotros —dijo Howes—. Porque si no nos vamos de aquí rápidamente, Grazley y los suyos caerán de nuevo sobre nosotros. Podríamos eliminarlos fácilmente mientras están indefensos ahí, quizá Bush querría hacerlo, pero prefiero viajar antes de que se recuperen.

—Excelente idea, capitán… Aunque pienso que es usted injusto con Bush, que nos sacó a los dos de manos del Partido de Acción Popular, y debemos agradecérselo —dijo Silverstone—. Ahora tengo mi paquete; unamos nuestros brazos e inyectémonos una dosis de CSD. Mantengamos la disciplina en nuestras mentes, y vayámonos de esta casa de locos. Viajemos mentalmente hasta el jurásico, los cuatro.

—Pensé que volvíamos a 2093 —dijo Bush.

—Usted obedecerá las órdenes —dijo Howes, levantándose una manga, sacando una ampolla y apretándola contra su brazo.

—Tenemos un pequeño asunto que atender…, recoger a alguien en el jurásico —dijo Silverstone, tratando claramente de atenuar la brusquedad de Howes.

Bush se encogió de hombros.

—Quiero hablar contigo, Ann —dijo a la chica en voz baja mientras se preparaba también para el viaje mental.

Ella dijo con voz deprimida:

—No tengo ganas de hablar. David me ha contado lo suficiente de la teoría de la submente de Silverstone como para aturdirme por completo…

—¡Ann, vamos, por favor! —dijo Silverstone—. No hablen. ¿Preparado, capitán Howes?

Howes ya había tomado a Silverstone del brazo. Con el otro sujetó el de Bush, quien a su vez enlazó el brazo de Ann.

—Vamos —dijo.

5 EN LAS DECRÉPITAS MÁRGENES DEL TIEMPO

El palacio de Buckingham, las estepas del jurásico. No había mucha diferencia entre ambos lugares, en un aspecto muy importante, para un viajero mental: ambos yacían eternamente bajo la maldición del silencio, eran tridimensionales pero difícilmente accesibles a ningún sentido excepto el de la vista. Y no había pterodáctilos volando.

Los cuatro llegaron al mismo tiempo, y un inmenso cansancio hizo arraigo en Bush, que miró reprobatoriamente a Silverstone y Howes. A medida que recordaba las buenas resoluciones y los sentimientos de divinidad con que había abandonado Breedale, el desagradable episodio en el palacio de Buckingham le disgustaba más y más. Todos sus intentos por participar en los acontecimientos del mundo eran un fracaso; necesitaba de nuevo silencio y soledad, y reflexionó con cinismo que “la impotencia absoluta corrompe absolutamente”. El significado del mal funcionamiento de su arma aún no lo había abandonado.

Estaban de pie contemplando el paisaje junto a un río de cauce poco profundo, la opaca selva azul-verdosa extendida detrás, mientras delante se abrían la llanura y la montaña. Nada se movía excepto el río. El cielo estaba lleno de las mismas nubes que Bush había observado rodar siempre en el jurásico.

—Seguiremos con nuestro plan —dijo Silverstone—. Capitán Howes: yo me quedaré aquí con Bush mientras usted y Ann van a buscar a nuestro otro amigo.

—Vamos inmediatamente —dijo Howes—. Duerma usted algo, profesor. Parece que también Bush necesita descabezar un sueño. Si todo va bien, estaremos de vuelta en dos o tres horas.

Ann hizo un gesto con la mano a modo de saludo, y sin más ceremonias echaron a andar con el letárgico paso de los que aún se hallan bajo los influjos del CSD.

Silverstone empezó inmediatamente a desenrollar una cama de campaña de su mochila, indicando a Bush que hiciera lo mismo.

—Estamos completamente seguros aquí. He elegido este lugar porque está a unos tres kilómetros de la habitación humana más cercana. El capitán y Ann recogerán a alguien y cuando se reúnan de nuevo con nosotros haremos el resto de nuestro viaje.

—Profesor… Me estoy controlando porque me doy cuenta que no soy más que un peón en este juego, pero por favor, ¿querría explicarme con quién vamos a encontrarnos ahora y adónde iremos a continuación?

—Usted está demasiado preocupado por las cosas pequeñas, amigo mío. Pero… Yo también estoy… preocupado todavía porque he roto mi reloj de pulsera y no sé la hora que es… ¡La hora! ¡
Una hora
! Y sin embargo sé que los relojes de pulsera han quedado totalmente obsoletos. Bueno…, soy un hombre incoherente.

—¡Yo también! El genio es incoherente. ¿Recuerda usted su infancia?

—Tenemos que descansar un poco. Pero contestaré a su primera pregunta —empezó a desembalar el paquete de plástico que había traído consigo de la época victoriana—. Usted era una especie de artista, ¿no?


Soy
artista. ¡Uno jamás deja de ser artista!

—Bueno, digamos entonces que ha dejado de manifestarse, ¿no es así?

Bush buscó ironía en esas palabras, pero olvidó completamente el tema cuando el panel emergió del paquete.

—Vamos a encontrarnos con el hombre que realizó esto; él comprenderá mis descubrimientos cuando se los explique, visceralmente si no intelectualmente. Es necesario que todas las cosas nuevas del mundo sean interpretadas para el público más amplio posible no sólo a través de los científicos sino también a través de los artistas…, ése es el eterno papel del artista, y ese hombre demuestra que es ideal para mis propósitos. Observe este magnífico trabajo.

Bush estaba observando.

—Es un Borrow. Admirable…, ¿no?

Sin ostentación, Borrow había establecido varias áreas de oscuridad en su composición, interrelacionadas por motas de color que se combinaban aquí y allá en masas dominantes presentadas de modo que pudieran ser tanto núcleos atómicos como ciudades o estrellas; puesta así en duda la escala del conjunto, aparecían otras ambigüedades que multiplicaban los significados. Algunas partes parecían más burdas y menos logradas, pero eran inseparables del conjunto, como si Borrow se hubiera ampliado a sí mismo, desechando el papel de dandy, y hubiera intentado afrontar simultáneamente la totalidad de sí y la totalidad de su mundo.

Era una composición menos perfecta, a juicio de Bush, que los montajes que él había observado en
El huevo amniótico
, pero infinitamente más grande; supo sin la menor vacilación que se trataba de una obra posterior, para la cual las anteriores le habían servido como ejercicios preliminares. Era un Roger Borrow parecido a uno de los últimos Turner, de los últimos Kandinsky, de los últimos Braque, de los últimos Rellom, de los últimos Wotaguci. A Bush le costaba creer que el poco ardiente Borrow hubiese podido producir una manifestación tal; y sin embargo, en toda ella estaba la firma de su amigo, por impersonal que pareciera.

Y Borrow iba a reunirse con ellos cuando volviera con Ann y Howes…

Se dio cuenta de que llevaba varios minutos mirando la obra. Partes de ella estaban, partes de ella parecían estar, en un lento movimiento contrapunteado; su atención fue atraída por la oprimente circunstancia humana, por el medido desplazamiento de galaxias y protones, y por los estratos temporales que se amontonaban como una ominosa tormenta sobre su mundo.

Levantó los ojos hacia Silverstone. Ni siquiera sentía deseos de preguntarle dónde irían cuando llegara Borrow.

—Como decía usted, profesor, será mejor que durmamos un poco…

Sonido de voces. Ann, que se inclinaba para tocarle el brazo. Bush se sentó; parecía que no hubiera pasado el tiempo desde que había cerrado los ojos, aunque su cabeza volvía a estar clara. Algo había ocurrido en ella…, su padre había reído o su madre sonreído… Nuevamente era capaz de ocupar su conciencia. Inmediatamente recordó la obra maestra.

Apretando la mano de Ann se puso de pie y extendió su mano hacia la de Borrow.

—Has hablado por tu tiempo —dijo.


El huevo amniótico
lo hizo…, verse atado allí, a las órdenes de todo el mundo. Fui creado para descubrir un medio de autoexpresión.

—Es más que eso. Seguro que Ver te habrá dicho que era más que eso.

Borrow dio señales de querer cambiar de tema.

—He dejado a Ver custodiando el fuerte —dijo—. Norman Silverstone ha tocado los clarines de la aventura. Será algo nuevo para mí, estoy tan nervioso como un cachorrillo.

Parecía completamente tranquilo. Como siempre, iba meticulosamente vestido, con un dos piezas de línea clásica, la mochila echada sobre un hombro al descuido. Un extraño profeta del nuevo orden, pensó Bush… Sea cual fuese ese nuevo orden.

—Todos estamos nerviosos, Roger, pero al menos el jurásico es más seguro que el victoriano palacio de Buckingham.

—No apuesten nada sobre eso —dijo Howes, interrumpiéndolos—.
El huevo amniótico
pulula de agentes. Seguro que nos han reconocido, y es sólo cuestión de tiempo, poco tiempo, que se organicen y acudan a buscarnos. La cabeza de Silverstone tiene un precio.

—Entonces tengo que comer algo —dijo Bush—. Desfallezco.

—No hay tiempo. Profesor Silverstone, ¿estamos listos para partir?

El profesor estaba enrollando su cama de campaña, y se hallaba tan despierto como Bush, quien observó al acercársele cuán ansioso parecía. Vio también que la Dama Oscura estaba de nuevo a poca distancia de ellos, mirando pacientemente. Dominando el impulso de averiguar quién era, pensó que era tan inaccesible como el ánima de su mente por la cual la tomaba a veces.

Silverstone dijo:

—Excepto usted, señor Borrow, todos los demás tenemos todavía CSD en nuestras venas. ¿Quiere inyectarse, por favor? Estoy contento de que venga con nosotros. ¿Podrá su esposa encargarse de
El huevo amniótico
sin usted?

—Seguro. Tiene un apagabroncas para ayudarle —Borrow estaba apretando una ampolla contra la arteria de su antebrazo izquierdo, y no perdió tiempo en cháchara educada.

—Usted va a ser una especie de huevo amniótico para los tiempos venideros…, usted y el señor Bush, espero, con sus talentos artísticos unidos. La raza humana debe arrancarse de lo que era, tan definitivamente como los reptiles se arrancaron de los anfibios, y espero que ustedes dos formarán parte del vehículo que efectúe la transformación.

—El capitán Howes me ha dicho dónde íbamos.

—Bien —Silverstone se dirigió a Bush—. Entonces usted es el único que no está informado de mi plan. Tome el brazo de Ann… Y usted, Ann, sujétese del señor Borrow, y usted, señor Borrow, del capitán. Yo tomaré su otro brazo, Bush, y procederemos juntos a la disciplina. Viajaremos mentalmente hasta el único lugar que todos podemos alcanzar donde estemos seguros de las interrupciones violentas…, más allá del devónico, tan lejos como podamos dentro del criptozoico.

—¿Sabe usted del cambio de aire dentro del mundo primitivo?

—Por supuesto. Nos sumergiremos hasta el límite en que aún podamos respirar.

—¿Es realmente necesario? —preguntó Borrow—. ¿Qué hay de una extensión remota del carbonífero? Un buen lugar, lleno de escondrijos. El enemigo no podría rastrearlo todo.

—Soy muy consciente de ello. Pero podrían rastrear una parte, y no deseo más huidas por los pelos como la que tuvimos que efectuar en la época victoriana. El capitán Howes es un militar; él puede soportarlo, pero yo no. Así que será el criptozoico… Y espero que si nos vemos metidos en problemas, otros poderes vengan a ayudarnos —señaló con un dedo a la Dama Oscura, dirigiéndole al mismo tiempo una cortés inclinación de cabeza.

Se tomaron del brazo, y Bush se cuidó de sujetar muy fuertemente a Ann. Se negaba a decir nada, no sólo porque viera que Howes seguía manteniendo una inquina contra él que podía causar problemas, sino porque se sentía como embarrancado en una orilla de la que la realidad se estaba retirando cual marea que baja. Hasta el pensamiento de que alguna especie de gratificación artística obtendría de ello había dejado de emocionarlo.

No conseguía dejar de pensar —mientras una parte automática de su mente recitaba las partes apropiadas de la disciplina Wenlock— en la comparación estúpida que su padre había utilizado para explicar las eras de la Tierra a la señora Annivale: la esfera del imaginario reloj, con el mundo prestidigitado a la medianoche y cuya madrugada se llenaba con los terribles volcanes de la creación, las agujas giraban en la esfera con el tono de los eternos tornados y los cuartos de hora sonando en una habitación desierta en la que los mares de plasma rodaban… El día amanecía, sonaba la campanilla del despertador agitando las cadenas pépticas bajo las durmientes nubes… El largo y lúgubre amanecer se había consumido casi antes de que los primeros dientes en las primeras mandíbulas mordieran los primeros flancos, y hasta las once no acudían los pelicosaurios del pérmico a tomar su café. Sólo a unos pocos segundos del mediodía mostraba la humanidad una pierna…, a cuya hora, según la fantasía, la oscuridad volvía a caer y todo empezaba otra vez. Pero en ocasión de esta revolución particular, cinco de los mamíferos que habían exhibido la pierna se proponían retroceder abriéndose camino hasta el amanecer.

Salió a la superficie, y encontró todo tan oscuro como lo había visto en su alucinación. Los otros estaban a su lado, Ann apretada contra él. Permanecieron totalmente inmóviles, respirando pesadamente por medio de sus filtraires.

Estaban de pie sobre el suelo generalizado con el que el viaje mental los había familiarizado. El suelo real estaba a unos tres metros por debajo de sus talones, de tal modo que parecían suspendidos en el aire.

Pasó un rato largo antes de que ninguno de ellos diera un paso adelante. Abajo, el mundo transpiraba y se estremecía, despertando a la larga fiebre de la existencia. Grandes cinturones de lluvia cruzaban la superficie del planeta, más parecidos a ríos que fluyeran verticalmente que a tradicionales trombas de agua. La lluvia tenía el color de un barniz tenue.

—El criptozoico… ¡Pero hemos elegido un día lluvioso! —dijo Silverstone, sonriendo incómodo.

Debajo de ellos el desierto de rocas fermentaba en estado líquido. Por todos lados, negros y tremendos dientes eran lavados por un torbellino de agua que buscaba un lugar por donde discurrir. El agua no bullía espumosa ni salpicaba, pese a que la lluvia azotaba con fuerza.

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