Creación (63 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
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Cuando hubo desaparecido en el interior de la cueva el último de los que resultaron ser quinientos hombres y mujeres, el nuevo duque volvió a dirigirse a sus antecesores del cielo. Esta vez logré comprender en parte lo que decía. Elogiaba a sus mayores, llamándolos por su nombre. Eso llevó bastante tiempo. Luego les pidió que aceptasen a su predecesor en el cielo. Se refería al duque P'ing como «el de la infinita compasión». En Catay jamás se menciona el nombre exacto de una persona muerta, por el excelente motivo de que su espíritu podría volver a la tierra y habitar el cuerpo de quien la evoca. Si el hombre de la infinita compasión era aceptado por el cielo, el duque juraba no omitir uno solo de los ritos que mantienen en armonía el cielo y la tierra. Pidió la bendición de sus antepasados para el huérfano. Yo ignoraba a quién se refería: luego supe que el nuevo gobernante suele llamarse a sí mismo el huérfano o el solitario, puesto que necesariamente su padre, o su predecesor, ha muerto. A su esposa principal la llama «esa persona»; y los demás la conocen como «esa persona del duque». Y ella se denomina a sí misma «el muchachito». No sé por qué. El pueblo de Catay es muy peculiar.

Oímos música. Provenía de la boca de la caverna. Aparentemente se desarrollaba allí una fiesta. Durante una hora permanecimos inmóviles mirando hacia el norte, mientras el nuevo duque miraba hacia el sur. Durante una hora escuchamos la música procedente del interior de la cueva. Luego, uno por uno, los instrumentos callaron. El último sonido fue el de una campana de bronce al ser tañida. Ahora todos los ojos estaban fijos en la entrada de la cueva. El duque de Sheh, a mi lado, temblaba. Pensé que estaba enfermo; pero estaba únicamente inquieto.

Cuando la campana de bronce calló, el duque de Sheh dejó escapar un largo suspiro. Todo el mundo suspiró, en realidad, como si hubiesen estado previamente de acuerdo. De pronto, los hombres que habían llevado el palanquín emergieron de la entrada. Cada uno traía en la mano derecha una espada; todas las espadas chorreaban sangre.

Gravemente, los hombres saludaron a su nuevo amo, que alzó su rostro al cielo y lanzó un aullido como el de un lobo. Todos sus súbditos respondieron con un aullido unánime. Jamás he sentido tal horror. Los que yo había tomado por hombres, no eran sino lobos disfrazados. Y ahora, ante mis ojos, recuperaban su naturaleza verdadera. También el duque de Sheh se unió al aullido. Con el hocico hacia el cielo, dejaba ver unos dientes sobrenaturalmente largos.

Todavía escucho a veces aquel terrible aullido, cuando revivo en sueños el espantoso momento en que doce hombres cubiertos de sangre emergieron de aquella caverna después de hacer cumplido su tarea. Quinientos hombres y mujeres habían sido asesinados para que sus cadáveres pudieran atender a su amo durante toda la eternidad.

Aunque el sacrificio humano, en verdad, no es desconocido en nuestra parte del mundo, jamás he sabido que se practicara en la escala de Catay. Se me dijo que cuando muere un verdadero hijo del cielo, mil miembros de la corte son ejecutados, lo cual explicaba la extraña intensidad de las plegarias por la salud del duque al final de la cena del cochinillo asado. Vivo, el duque merecía el menosprecio general; muerto, podía llevar a muchos consigo. En realidad, según la costumbre de Ch'in, sólo uno de los miembros del consejo de ministros era sacrificado, después de haber sido sorteado. La suerte y el ingenioso Huan quisieron que el viejo ministro que lo había desafiado durante la cena extrajese la varilla más corta.

La caverna fue cerrada y sellada. Hubo música, bailes, una fiesta. Posteriormente se construiría un túmulo que cubriera la entrada de la tumba. Parece innecesario decir que el sepulcro de un duque constituye una tentación tan grande para los ladrones que los objetos hermosos y caros que se colocan junto al cadáver suelen estar en circulación poco después del funeral.

Huan se negó a venderme al duque de Sheh.

—¿Cómo podría vender a un embajador, libre de ir y venir a su gusto?

—En ese caso, señor Huan, quizás haya llegado el momento de que me marche en compañía del duque de Sheh.

Mi amo sonrió ante esta impertinencia.

—Sin duda, no arriesgarás tu vida en compañía de un hombre que busca dragones en el desierto, combate con bandidos y se casa con brujas. ¡Oh, el duque de Sheh es un hombre peligroso! Jamás podría permitir que alguien a quien he llegado a querer corra tales riesgos en una tierra extraña. ¡No, no y no!

Era su última palabra. Pero yo estaba decidido a huir. Cuando se lo dije al duque, se demostró inesperadamente lleno de recursos.

—Te disfrazaremos —susurró.

Nos encontrábamos en la audiencia semanal del primer ministro. Suplicantes de todo Ch'in se acercaban a Huan, quien estaba de pie, en un extremo de la habitación de cielo raso bajo, entre dos trípodes de oro que simbolizaban su autoridad.

El primer ministro recibía a cada suplicante con una serena cortesía muy alejada de sus feroces puntos de vista políticos. Era lo bastante sagaz para saber que no es posible esclavizar a un pueblo sin ganárselo primero. Hay que convencerlo de que su camino es el nuestro, y de que las cadenas forjadas para él son apenas ornamentos necesarios. En cierto sentido, los Grandes Reyes siempre lo han entendido así. Desde Ciro hasta nuestro actual señor, Artajerjes, los diversos pueblos del imperio han vivido una existencia muy parecida a la anterior. Sólo deben al Gran Rey su tributo anual, y a cambio reciben de él la seguridad y la ley. Huan había logrado convencer a los bárbaros y remotos habitantes de Ch'in de que, si bien había habido una época de oro en que los hombres vivían en libertad, esa época había concluido porque —cuánto le gustaba emplear esa frase— «ahora había demasiados hombres y demasiadas pocas cosas».

En realidad, Catay tiene una población inferior a la necesaria, y muchas regiones de gran riqueza están deshabitadas. Excepto por una media docena de ciudades con poblaciones de cien mil habitantes, Catay es un país de aldeas con murallas de piedra que se alzan en el ondulado terreno situado entre los dos grandes ríos. El territorio está cubierto en gran parte, sobre todo en el oeste, por densos bosques, y en el sur hay junglas semejantes a las de la India. Por consiguiente, con la excepción de los disciplinados y controlados habitantes de Ch'in, los catayanos tienden a la trashumancia. Si una inundación destruye una granja, el granjero y su familia se limitan a recoger los arados y la piedra ancestral del hogar, y se dirigen a otra región, donde comienzan de nuevo, pagando tributo a un nuevo señor.

Los viajeros más importantes son los shih. No hay una palabra —ni una clase— equivalente en Grecia ni en Persia. Para saber quiénes son los shih, hay que comprender el sistema de clases de Catay.

En la cumbre se encuentra el emperador, o hijo del cielo. Ha existido y quizás existirá, pero, ciertamente, no existe. Mientras digo esto, comprendo cuán sabio es el idioma catayano, carente de pasado, futuro y presente. Por debajo del emperador, hay cinco órdenes de nobleza. El título más elevado es el de duque. Con raras excepciones, como el duque loco de Sheh, los duques son los gobernantes titulares y a veces reales de los estados, es decir que equivalen a nuestros reyes y tiranos. Así como nuestros reyes y tiranos reconocen al Gran Rey como jefe supremo y fuente de legitimidad, cada uno de estos duques ha recibido su autoridad, en teoría, del hijo del cielo, que no existe. Si existiera —es decir, si ejerciera la hegemonía sobre el Reino Medio—, sería probablemente el duque de Chou, descendiente directo del emperador Wen, que estableció la hegemonía Chou sobre el Reino Medio. Por cierto, no lo sería el duque de Ch'in, quien desciende del brutal Wu, hijo de Wen.

El hijo mayor de un duque es un marqués. Cuando un duque muere, aquél se convierte en duque a su vez, salvo si ocurre —y ocurre con mucha frecuencia— algún accidente. Los demás hijos son también marqueses. Pero sólo el hijo mayor del segundo hijo conserva este título; los demás hijos descienden al siguiente orden de nobleza, y sus hijos, a su vez, al inferior; y los de éstos al de barón. Los hijos de un barón —el orden aristocrático más bajo— son shih. Durante los seis o siete siglos transcurridos desde el establecimiento de la hegemonía Chou, los descendientes de Chou han llegado a ser varias decenas de miles. Los que no poseen rango son shih, es decir, una especie de caballeros que sólo conservan un privilegio hereditario: pueden emplear un carro de guerra, si son capaces de mantenerlo.

En los últimos años el número de caballeros ha aumentado considerablemente. Se los encuentra en todas partes. Muchos se especializan en la administración, como hacen nuestros eunucos. Otros son oficiales del ejército. Abundan los maestros. Y unos pocos se dedican, como los zoroastrianos, a observar las normas religiosas que mantienen la debida armonía entre el cielo y la tierra. Finalmente, los caballeros administran la mayor parte de las naciones de Catay, sirviendo a los funcionarios hereditarios del estado que han logrado usurpar el poder, cuando no la divinidad, de los duques.

En los caminos de Catay pululan estos ambiciosos caballeros. Si uno de ellos no consigue un puesto, por ejemplo, en el ministerio de policía de Lu, se trasladará a Wei, donde quizá sus servicios sean más apreciados. Por ser la humanidad como es, un caballero tiene más posibilidades de empleo cuanto más lejos está de su tierra nativa.

Por esta razón, en todo momento hay miles de ellos en viaje. Como tienden a mantener estrecha comunicación entre sí, constituyen una especie de pequeño reino medio. En el lugar que ocupaba el hijo del cielo, hay ahora diez mil caballeros que gobiernan Catay; y aunque los estados están constantemente en guerra unos contra otros, los caballeros logran con frecuencia mitigar la barbarie de sus amos; excepto en Ch'in, donde tienen poca o ninguna influencia sobre Huan y sus despóticos amigos.

Por último, ha aparecido un nuevo elemento en el sistema de clases. Hay ahora una nueva categoría —no podemos llamarla clase— de gentilhombres. Cualquiera puede ser gentilhombre si observa el camino del cielo, un asunto más complejo al que me referiré cuando hable del maestro K'ung, o Confucio, como también lo llaman. Se le atribuye la invención del concepto de gentilhombre, que interesa sobremanera a los caballeros y prácticamente a nadie más.

Mientras Huan escuchaba las peticiones y quejas del pueblo, el duque de Sheh y yo planeábamos mi fuga.

—Debes afeitar tu barba. —El duque simulaba admirar un biombo de plumas—. Te haré llegar ropas de mujer. Viajarás como una de mis concubinas.

—¿Una concubina blanca?

—Precisamente el tipo de concubina que encantaría al duque de Sheh, como todo el mundo sabe. —El duque parecía divertido—. Pero no correremos riesgos. Oscurecerás tu rostro. Te enviaré un tinte que yo mismo uso. Y, por supuesto, llevarás velo.

—¿Registrarán tu comitiva?

Yo conocía los estrictos puestos de guardia de las puertas de la ciudad de Yang, y los dispersos por todo Ch'in. La gente intentaba permanentemente huir del racionalísimo gobierno de Huan.

—¡No se atreverán! Soy también un soberano. Pero si lo hacen… —El duque hizo el gesto universal del soborno.

De repente apareció Huan a nuestro lado. Tenía el don de la ubicuidad silenciosa. Siempre me hizo pensar en la sombra en el suelo de una rápida nube.

—Señor duque… honorable embajador… veo que admiráis mi biombo de plumas.

—Sí —respondió serenamente el duque de Sheh—. Estaba a punto de explicar a tu huésped su significado. —Mis ojos no se habían apartado del biombo, pero sólo entonces lo vi. Ocho pájaros negros sobre un cielo de tormenta.

—Sin duda conoces su significado. —Huan se volvió hacia mí—. Nuestro señor de Sheh nada ignora acerca de nuestra familia ducal, que es también su familia.

—Por cierto. El bisabuelo del hombre de la infinita compasión era también mi tío abuelo. Su nombre era P'ing. Un día recibió a un grupo de músicos del norte. Le dijeron que conocían todas las melodías que se habían ejecutado en la corte del emperador Wu. El duque P'ing no lo creyó. ¿Quién lo habría creído? Todo el mundo sabe que casi toda la música sagrada de la vieja corte Chou ha sido irremediablemente corrompida u olvidada completamente. Eso fue lo que les dijo. Pero el maestro del grupo, que no era ciego, detalle sospechoso puesto que un maestro de música debe ser ciego, afirmó: «Demostraremos que somos capaces de acercar el cielo a la tierra».

De modo que comenzaron a tocar. La música era extraña y como de otro mundo. De otro mundo, pero no del cielo. Ocho pájaros negros llegaron del sur y danzaron sobre la terraza del palacio. Luego un terrible viento barrió la ciudad y las tejas del palacio fueron arrancadas. Los vasos rituales se rompieron. El duque P'ing cayó enfermo y durante tres años nada, ni siquiera una hoja de hierba, creció en Ch'in.

Huan me dirigió una sonrisa.

—El señor duque conoce bien esa triste, esa instructiva historia. Siempre la he tomado con seriedad. A decir verdad, es por eso que siempre he tenido cerca este biombo. Así jamás tendré la tentación de oír la música indebida. No queremos ver, nunca más, que ocho aves negras vienen del sur.

Esa misma noche, el mayordomo del duque sobornó a uno de los criados de Huan, que me visitó a medianoche en mi celda. Me entregó una navaja, pintura para la cara y ropas de mujer. Me transformé rápidamente en una dama catayana inusitadamente alta. Luego seguí al criado por el palacio apenas iluminado, temerosamente consciente del crujido del suelo cuando me deslicé junto a un par de guardias dormidos —es decir, drogados— y salí por una puerta lateral que se abría sobre un jardín rodeado de muros. Allí me esperaba el mayordomo del duque de Sheh. Afortunadamente, no había luna, y tampoco estrellas, por las densas nubes, cargadas de lluvia.

Como almas en pena, corrimos por las callejuelas estrechas y retorcidas; nos escondíamos en los portales cuando aparecía un contingente de la guardia nocturna, cuyas linternas de bronce proyectaban haces de luz semejantes a ofensivas lanzas. Como a ningún ciudadano se le permitía abandonar su casa entre la puesta y la salida del sol, Yang parecía una ciudad fantasma. El mayordomo tenía una autorización especial, pero yo no, y no sabia qué excusa podría dar él si éramos detenidos. Afortunadamente, una tormenta cayó sobre la ciudad con el estruendo de diez mil tambores.

Bajo un diluvio llegamos hasta la puerta de la ciudad, donde los carros del duque de Sheh estaban listos para la partida. El mayordomo alzó las tablas del suelo de uno de ellos, y me ordenó esconderme en un espacio algo más pequeño que yo mismo. Apenas logré acomodarme, las tablas fueron vueltas a clavar. Aunque el bramido de la tormenta no me permitió oír la orden de partida dada por el duque, sentí la brusca sacudida del carro cuando el conductor hizo avanzar las mulas para atravesar la puerta.

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