Creación (54 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
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A Mardonio le encantó ganar la apuesta. Yo no me sentía feliz.

—Debe de haber algún modo de llegar a esta gente —dije.

—¿Para qué preocuparse? Él cuida sus cabras, y paga algún tipo de alquiler a un propietario que paga impuestos a la reina, quien entrega su tributo al Gran Rey. ¿Qué más podemos pedirle a un pastor? ¿Por qué le importaría saber quiénes somos nosotros o el Gran Rey?

Mientras continuábamos la ascensión, el sudor cubrió la cara de Mardonio como una cálida lluvia de la India.

—La corte no es el mundo —dijo con cierta brusquedad.

—No —respondió el ojo del rey—. Pero es nuestro mundo, y también el de ellos, lo sepan o no.

—Nunca has estado en el mar.

Era una respuesta críptica. Cuando le recordé que había atravesado el mar del sur, movió la cabeza.

—No quería decir eso. Nunca has gobernado tu propia nave. No hay nada semejante.

—Sí, señor del mar —contesté con amable burla. Pero no pudo responder: estaba nuevamente sin aliento. Nos sentamos sobre una columna rota, justamente frente al palacio, a ver cómo los suplicantes entraban y salían.

—¿Qué noticias tienes de Jerjes? —Mardonio secó su rostro con la manga. Se había disipado el frío de la mañana, y ahora el calor parecía brotar de la tierra misma.

—Está en Persépolis —dije—. Se dedica a las construcciones.

—¿Construcciones? —Mardonio recogió una piña—. Eso no es vida. —Abrió las duras hojas en busca de piñones; no los halló, y arrojó la piña contra el árbol del que había caído—. Le he dicho al Gran Rey que Jerjes debía conducir los ejércitos contra Atenas. —Era mentira, pero no hice comentarios—. Darío estuvo de acuerdo.

—Sin embargo, no se le permitió.

Mardonio frotó su mano contra la áspera superficie de granito de la columna.

—Jerjes necesita victorias —dijo, acariciando la piedra como si fuera un caballo—. El año pasado, cuando comprendí que no estaría en condiciones de marchar a la guerra, aconsejé a Darío que detuviera la ofensiva de primavera al oeste y enviara el ejército a tu país de monos.

—¿Eso es verdad? —La pregunta era ruda, porque yo ignoraba la respuesta.

—Un noble persa no puede mentir —repuso Mardonio, sin sonreír—, ni siquiera cuando lo hace. —Parecía apenado—. Sí, es verdad. Yo sólo quiero una cosa: ser el conquistador de Grecia. Y no deseo compartir esa distinción con Datis ni con Artafrenes. Prefería que este año Jerjes condujera el ejército hasta más allá del río Indo.

—Así, el año próximo, tú marcharías hacia el oeste.

—Sí. Eso es lo que deseaba, pero no conseguí.

Le creí. Después de todo, no era un secreto que ambicionaba ser el sátrapa de los griegos en Europa. Como ahora era probable que el joven Artafrenes alcanzara ese elevado cargo, cambié de tema.

—La reina Artemisia, ¿está contenta con su posición?

Mardonio río.

—¿Con cuál? Tiene varias.

—Hablo como ojo del rey. Ella ignora al sátrapa. Trata directamente con el Gran Rey. El sátrapa no está satisfecho.

—Pero Artemisia sí, y la gente también. Esta es una ciudad doria, y los dorios tienden a amar a sus familias reales. Y además, como he descubierto, ella es popular también por sí misma. Cuando expulsé a los tiranos de Jonia, también la expulsé a ella. Entonces me envió un mensaje: si yo deseaba reemplazar una dinastía tan antigua como los dioses de los arios, me decía, tendría que combatir con ella en el campo.

—¿En combate singular?

—Esa era la implicación.

Mardonio sonrió.

—De todos modos, le envié un mensaje afectuoso, seguido por mi persona.

—¿Te dio la bienvenida en el suelo?

—En el trono. Y luego en la cama. Los suelos son para la gente muy joven. Es una mujer excelente y daría… mi pierna mala por casarme con ella. Pero eso no es posible, de modo que vivo abiertamente con ella, como si fuera un rey consorte. Es asombroso. Los dorios no se parecen a los demás griegos. Ni a nadie. Las mujeres hacen lo que se les antoja. Heredan propiedades. Y hasta tienen sus propios juegos olímpicos como los hombres.

No he conocido otra ciudad de Doria que Halicarnaso. Sospecho que es la mejor, así como Esparta es la peor. La independencia de sus mujeres molestó siempre a Jerjes, que en cierto momento de su reinado se había divorciado o había despedido a todas sus esposas o concubinas dorias porque no podía soportar su melancolía. ¡Verdaderamente se sentían secuestradas en el harén! No hay una sola cosa absurda que no se encuentre, más tarde o más temprano, si uno viaja lo suficiente.

Artemisia nos recibió en una habitación larga y baja con pequeñas ventanas que daban hacia el mar y hacia la isla verde oscuro de Cos. Estaba algo menos delgada que antes; pero su pelo seguía siendo dorado y el rostro era agradable a pesar de una flamante papada.

El heraldo me anunció, como era costumbre. La reina se inclinó, no ante mí, sino ante mi cargo, como era costumbre. Y después de darme la bienvenida a Halicarnaso, le hablé del afecto del Gran Rey por su vasalla. En voz poderosa juró obediencia a la corona persa, y luego nuestro séquito se marchó.

—Ciro Espitama es un inspector muy estricto. —Mardonio estaba ahora de buen humor—. Ha jurado aumentar una vez y media el tributo que pagas. —Se tendió sobre un estrecho diván colocado de tal modo que desde allí podía ver el puerto a través de una ventana. Me dijo que pasaba la mayor parte de su tiempo mirando entrar y salir los barcos. Esa mañana, al amanecer, había reconocido las velas de mi nave, y había cojeado hasta el puerto para acudir a mi encuentro.

—Mi tesoro es del Gran Rey —respondió, formalmente, Artemisia, muy erguida en su alta silla de madera. También yo estaba sentado en una silla, no tan alta—. Así como mi ejército y mi persona.

—Diré eso al señor de todas las tierras.

—Le dirás también que cuando Artemisia dice que es suya, es verdad. Aunque no para el harén; para el campo de batalla.

Debo de haber demostrado sorpresa. La sentía. Pero Artemisia hablaba con plácida seriedad.

—Así es. Estoy siempre lista para conducir mi ejército a todo combate que el Gran Rey disponga. Había esperado unirme a la ofensiva de primavera contra Atenas, pero Artafrenes declinó mi ofrecimiento.

—Y ahora nos consolamos mutuamente —dijo Mardonio—. Dos generales sin una guerra.

Artemisia era algo masculina para mi gusto. Tenía muy buena figura, pero el bello rostro duro que volvía hacia mí era el de un guerrero escita. Sólo le faltaba el bigote. Sin embargo, Mardonio decía que, entre los centenares de mujeres que había conocido, era ella con quien más le placía hacer el amor. No se sabe nunca cómo son realmente los demás.

Hablamos de la guerra en Grecia. No habíamos tenido noticias desde que Artafrenes incendiara la ciudad de Eretria, reduciendo a sus habitantes a la esclavitud. Era presumible que ya hubiese ocupado Atenas. Como Mardonio había eliminado a los tiranos de Jonia, los elementos democráticos de Atenas eran pro-persas y no se esperaba que la ciudad ofreciera gran resistencia. La mayoría de los hombres públicos de Atenas eran pro-persas, o estaban pagados por Persia, o ambas cosas.

Mientras yo hablaba de nuestra victoria en Eretria, Mardonio guardó silencio; Artemisia parecía preocupada. No era un tema que pudiese cautivar a nuestro león herido. Ella interrumpió mi profundo análisis de la situación militar en Grecia.

—Hemos sabido que te has casado recientemente con la hija del Gran Rey.

Mardonio se reanimó.

—Sí, ahora es mi primo. Un día es una especie de Mago que se emborracha con haoma, y al día siguiente se convierte en miembro de la familia imperial.

—No soy un Mago. —Siempre me ha molestado que la gente diga eso, como Mardonio sabía perfectamente. Los amigos de la infancia son así, cuando no son enemigos abiertos.

—Eso es lo que él dice. Pero sitúalo junto al altar del fuego, y cogerá las ramas sagradas, y cantará que…

—¿Cuál de las nobles esposas es la madre de tu mujer? —Artemisia interrumpió firmemente a Mardonio.

—La reina Atosa —respondí formalmente—, hija de Ciro el Grande, en cuyo honor he recibido mi nombre. —Me sorprendió un poco que Artemisia no conociera ya el nombre de mi esposa. Aunque tal vez lo conociera y fingiera lo contrario.

—Estamos tan lejos —dijo—. ¿Sabes que nunca he visitado Susa?

—Vendrás conmigo cuando vuelva a la corte —dijo Mardonio, que subía y bajaba lentamente su pierna herida, ejercitando los músculos.

—No creo que eso sea conveniente. —Artemisia nos dedicó una de sus raras sonrisas. Sonriendo, parecía femenina y hasta hermosa—. ¿Cuál es el nombre de tu esposa?

—Parmys —respondí.

Demócrito quiere saber más acerca de mi matrimonio. Le ha intrigado el nombre de mi esposa. También me ocurrió eso a mí. Después de escuchar los denuestos de Atosa contra la Parmys que era esposa de Darío, casi no pude creer lo que oía cuando el chambelán de la corte anunció que me casaría con la hija de Atosa llamada Parmys. Le pedí al eunuco, recuerdo, que me repitiera el nombre. Lo hizo y agregó: «Es la más hermosa de las hijas de la reina». Era una fórmula convencional de la corte, que puede significar lo contrario, o nada. Pregunté si se llamaba Parmys en honor de la hija del usurpador, pero el chambelán no pudo o no quiso responder.

Atosa tampoco fue muy explícita.

—Parmys es un nombre significativo para los aqueménidas, y eso es todo. Verás que tiene muy mal genio y que es inteligente; dos cualidades que yo no desearía en una esposa si fuera un hombre, cosa que, desgraciadamente, no soy. Pero, de todos modos, sólo importa lo que es, y no cómo es. Tómala. Si se pone insoportable, pégale.

La tomé. Una vez le pegué. No sirvió de nada. Parmys era una mujer de temperamento violento y fuerte voluntad, una especie de Atosa totalmente descaminada. Físicamente se parecía a Darío. Pero los rasgos que parecían bellos en la cara del Gran Rey le sentaban muy mal a ella. Cuando nos casamos, Parmys tenía quince años y estaba horrorizada de su casamiento conmigo. Había esperado, por lo menos, a uno de Los Seis; y en el mejor de los casos, quizás, la corona de algún reino vecino. Para empeorar aún más las cosas, era una devota adoradora de los demonios, y se tapaba los oídos ante la sola mención de Zoroastro. En una ocasión me ofendió de tal modo que le di un violento golpe en la cara con el revés de la mano. Cayó sobre una mesilla y se quebró la muñeca izquierda. Se dice que las mujeres aman al hombre que las trata con violencia. No fue así en el caso de Parmys, que desde ese instante me odió más que nunca.

Durante varios años, yo viví en mi propia casa en Susa. Parmys compartía las habitaciones reservadas a las mujeres con Lais. Es innecesario decir que a Lais le encantaba Parmys. La perversidad de Lais no tiene fin. Yo no tenía concubinas, porque no tenía lugar suficiente, y no tomé otras esposas, de modo que las dos mujeres pasaban mucho tiempo juntas. Jamás sentí deseos de saber de qué hablaban. Puedo imaginar demasiado bien el tono de sus conversaciones.

Cuando una hija nació muerta, dejé de ver a Parmys. Y cuando Jerjes llegó a ser Gran Rey, le pedí que volviera a hacerse cargo de ella, lo cual hizo. Murió mientras yo estaba en Catay. Es una historia muy lamentable, Demócrito, y no veo qué sentido puede tener insistir en ella.

Interrogué a Artemisia sobre sus relaciones con el sátrapa. Como ojo del rey, yo estaba resuelto a deshacer entuertos y a crear cierta cantidad de problemas necesarios. Artemisia respondió a mis preguntas con serenidad y buen humor.

—Tenemos excelentes relaciones. Él jamás viene a verme; yo jamás voy a verlo. Pago el tributo directamente al tesoro de Susa, y el tesorero parece contento. Él sí me ha visitado varias veces.

—¿Quién es el tesorero? —A Mardonio le agradaba simular que no conocía los nombres de los funcionarios de la cancillería, convencido como estaba de que él era demasiado importante para ocuparse de simples empleados. Pero sabía, como sabíamos todos, que el imperio estaba gobernado por los funcionarios de la cancillería, y los eunucos del harén.

—Baradkama —respondí—. Se considera que es hombre honesto. Sé que cuando pide un informe de lo que se gasta en Persépolis, si falta una sola pieza de madera de cedro, ruedan las cabezas.

—Desearía ser igualmente bien servida —dijo Artemisia— en la pequeña escala de mi reino.

De pronto se oyó una lira en la habitación vecina. Mardonio gimió y Artemisia se irguió aún más en su silla.

Había en la puerta un hombre alto y rubio, vestido como los mendigos. Traía una lira en cada mano y un bastón en la otra. Tocaba la lira, más bien torpemente, con la mano que sostenía el bastón. Luego se interrumpió y avanzó, golpeando el suelo con el bastón, como hacen muchos ciegos. Yo no. Al parecer, poca gente sabe que los ciegos sienten la presencia de los obstáculos. No conozco la razón, pero es un hecho. Yo casi nunca tropiezo, y no podría llevarme por delante una pared. Sin embargo, algunos ciegos, por lo general los mendigos, anuncian su defecto golpeteando el suelo con un bastón cuando caminan.

—¡Salud, oh reina! —La voz del ciego era fuerte y nada agradable—. Salud, nobles señores. Permitid que un humilde bardo intente alegraros con las canciones de su antepasado, el ciego Homero, que nació en Cos, bendecida por las montañas y los rápidos ríos. Sí, pertenezco a la familia de aquel que cantaba a los argivos atacantes de Troya, la de altas puertas. Y canto los versos que Homero componía sobre la bella Helena y el falso Paris, el pederasta Patroclo y su pequeño e irritable Aquiles, el señorial Príamo y su calamitosa caída. ¡Oíd!

Entonces, el bardo cantó algo terriblemente extenso, acompañándose con una lira tañida de modo muy imperfecto. La voz no sólo era desagradable, sino ensordecedora. Lo más extraño de todo era lo que cantaba. Como toda persona que habla griego, yo sabía de memoria gran cantidad de textos homéricos, y pude reconocer muchos de los versos que caían —o mejor, se proyectaban— de los labios del ciego, como piedras lanzadas por una honda. Primero cantaba un verso de la
Ilíada
, destacando burdamente los seis pies; después seguía con un verso totalmente nuevo, de siete pies, que con frecuencia desmentía lo dicho anteriormente. Yo tenía la sensación de encontrarme en uno de esos sueños que se padecen después de una cena lidia demasiado abundante.

Cuando finalmente el poeta se interrumpió, Mardonio estaba inmóvil como un muerto; Artemisia seguía muy erguida en su silla y el ojo del rey lo contemplaba todo con asombro.

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