Creación (41 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
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Unos carros tirados por caballos nos aguardaban. Dije que prefería caminar, porque «tres semanas en una carreta de bueyes me han endurecido las piernas». Y así, a la cabeza de una procesión algo irritada recorrí la que afortunadamente era la más corta de las cuatro avenidas que convergen en la plaza de las caravanas. Cada una de las tres avenidas largas comenzaba respectivamente en las puertas del sudoeste, sudeste y sur, punto de llegada o partida de las rutas de las caravanas.

La vasta riqueza de Shravasti se debe a la geografía: la ciudad se encuentra en la encrucijada de las caravanas que van del sur al norte y las que se dirigen de este a oeste. El resultado es que dominan la ciudad los magnates, es decir que, en la práctica, los brahmanes y los guerreros ocupan el segundo y el tercer lugar respecto de la casta de los mercaderes, una anomalía en el mundo védico muy lamentada por las clases dominantes, desplazadas o, más bien, ignoradas. En tiempos de paz, el rey, los nobles y los brahmanes dependen por completo de los mercaderes, que, como los de todas partes, se interesan por el comercio, el dinero y la paz. Sólo en tiempo de guerra las clases dominantes recuperan sus prerrogativas, obligando a los mercaderes a permanecer a cubierto hasta que pase el peligro.

El príncipe Jeta creía que los mercaderes sostenían a los budistas y a los jain porque las dos órdenes respetaban la vida y desaprobaban la guerra. Ambas órdenes agradaban también a los aldeanos, adoradores de los dioses pre-arios. En primer lugar, los aldeanos prefieren la paz a la guerra; en segundo lugar, detestan las enormes y costosas masacres de bueyes, caballos y machos cabrios que los brahmanes ofrecen continuamente a los dioses védicos. Ningún aldeano quiere regalar su buey a nadie, ario o no ario, hombre o dios. Me parece sumamente posible que un día las órdenes jain y budista desplacen a los dioses arios, gracias al esfuerzo de los mercaderes ricos unidos a la población no aria de las zonas rurales.

Hasta que llegué a la India, creí que las ciudades eran solamente muros desnudos, irregulares, de diferentes alturas, dispuestos al azar a lo largo de tortuosas callejuelas. Aun en Babilonia, las casas que dan a las largas avenidas rectas son tan vacías y sin ventanas como las de cualquier ciudad persa o griega. Si no fuera por los ocasionales pórticos griegos, la monotonía sería deprimente, en particular en aquellos climas donde la gente común tiende a vivir en el exterior todo el año.

Pero Shravasti no se parece a las ciudades occidentales. Todas las casas tienen ventanas y balcones, y los terrados ostentan fantásticas torres. Muchas veces, los muros están decorados con escenas de la interminable vida de Rama. Muchas de éstas están hermosamente pintadas; o repintadas, porque las lluvias las lavan y borran todos los años. Algunos dueños de casa cubren ahora sus paredes con bajorrelieves, y el efecto es encantador.

Los carros tirados por caballos nos abrían paso. El gobernador y yo avanzábamos lentamente por el centro de la atestada avenida, mientras los ricos mercaderes nos miraban desde lo alto de sus elefantes. La gente de la ciudad parecía correcta, a diferencia de la muchedumbre del puerto. Era natural: estaban acostumbrados a los extranjeros. Habían visto persas antes, así como babilonios, egipcios, griegos y aun visitantes venidos desde más allá del Himalaya, la gente amarilla de Catay.

—A la izquierda —dijo el príncipe Jeta, quien se conducía constantemente como un atento guía— se encuentran los bazares y los obradores. —No era necesario que me lo dijera. Alcanzaba a oír, y a veces a oler, la especialidad de cada una de las calles que desembocaban en la avenida. Una olía a flores; otra hedía a pieles en proceso de curtido. En algunas se oía el estrépito del metal martilleado, en otras el canto de las aves que se vendían como alimento o como adorno del hogar—. A la derecha están los edificios del gobierno, las grandes casas, el palacio del rey. Y aquí está la gran plaza central, donde se reúnen caravanas de todo el mundo.

La plaza de las caravanas de Shravasti es una visión asombrosa. Miles de camellos, elefantes, bueyes y caballos ocupan la plaza más grande que he visto nunca en una ciudad. Las caravanas llegan y parten, cargan y descargan de día y de noche. Tres grandes fuentes calman la sed de hombres y bestias. Las tiendas y los tenderetes están instalados totalmente al azar. Imperturbables mercaderes compran y venden toda clase de productos, saltando solemnemente de un cargamento a otro, con los ojos tan brillantes como los de esas aves de presa que aparecen después de las batallas.

Más allá de la plaza de las caravanas, el camino real continuaba hasta un verde parque en cuyo centro se elevaba un maravilloso palacio de ladrillo y madera. Aunque algo menos imponente que la reciente creación de Bimbisara, era mucho más hermoso.

Yo estaba ya exhausto, como también mi escolta. Sus miembros no se sentían precisamente satisfechos de la larga y calurosa caminata a que los había sometido. Cuando llegamos al palacio pudieron vengarse sin el menor esfuerzo.

—El rey ha dicho que debes acudir a su presencia de inmediato —anunció, con aire de felicidad, el sudoroso chambelán.

Yo no me sentí feliz.

—Pero es que estoy cubierto de polvo…

—Hoy el rey es indiferente al protocolo.

—En ese caso, al rey no le molestará que me cambie de ropas y que…

—El rey es indiferente al protocolo, señor embajador; pero espera ser puntualmente obedecido en todo.

—Pero traigo presentes del Gran Rey…

—En otro momento.

—Lo lamento —murmuró el príncipe Jeta.

Mientras el chambelán me conducía a través de una serie de salas de alto cielo raso, con incrustaciones de plata, marfil y madreperla en las paredes, tuve clara conciencia del vivido contraste entre el esplendor del ambiente y el desaseo de mi persona.

Finalmente, sin ceremonia, se me indicó una habitación pequeña cuyas ventanas arqueadas daban a unos árboles y enredaderas en flor, y a una fuente de mármol sin agua. Vi, recortados contra la ventana, dos ancianos monjes budistas con la cabeza afeitada.

Durante un momento pensé que me habían llevado a una habitación equivocada. Miré en silencio a los dos ancianos. Ellos sonrieron. Parecían hermanos. Entonces, el más pequeño de los dos dijo:

—Bienvenido a nuestra corte, Ciro Espitama.

Cuando me disponía a dejarme caer sobre una rodilla, el rey Pasenadi me detuvo.

—No, no. Eres un sacerdote. Sólo debes arrodillarte ante aquellos que adoran… el fuego, ¿no es verdad?

—Sólo adoramos al Sabio Señor. El fuego es simplemente su mensajero. —Aunque estaba demasiado fatigado para predicar un sermón mucho más largo, pude percibir la insistencia presente en la amabilidad del rey.

—Por supuesto. Por supuesto. Adoras a un dios del cielo. También nosotros, ¿no es verdad, Sariputra?

—En efecto. Tenemos todos los dioses imaginables —dijo Sariputra, alto y de aspecto endeble.

—Incluso inimaginables —agregó Pasenadi.

—El Sabio Señor es el dios único —dije.

—También nosotros tenemos dioses únicos. ¿No es así, Sariputra?

—En cantidad, querido.

Yo estaba ya acostumbrado a la forma en que los sacerdotes de la India se dirigen a sus discípulos: como si hablaran con niños pequeños a quienes aman. Prodigan los «querido», aunque muy diferentes de los «querido» de Ajatashatru, destinados a coger desprevenido al interlocutor.

—Pienso que eso es una contradicción —respondí secamente.

—Tampoco nos faltan contradicciones —dijo humildemente el rey Pasenadi.

—En verdad, la vida misma es una contradicción —dijo, con una risilla, Sariputra—, aunque sólo sea porque en todos los casos, el nacimiento es la causa directa de la muerte.

Los dos ancianos rieron alegremente.

Como yo ya estaba de muy mal talante, hablé formalmente:

—Vengo aquí en nombre del Aqueménida Darío, el Gran Rey, amo de todas las tierras y rey de reyes.

—¡Querido, lo sabemos, lo sabemos! Y podrás decirnos todo acerca de Darío cuando te recibamos con honores en nuestra corte. Entonces, y sólo entonces, conversaremos con el mensajero, con el embajador del rey persa, cuya presencia en el valle del río Indo es tan importante para nosotros. Pero, en este momento, somos solamente dos ancianos que desean seguir el óctuple camino. No puedo llegar tan lejos como desearía en mi carácter de rey. Pero afortunadamente soy ahora un arhat, en tanto que Sariputra está muy próximo a la iluminación.

—¡No es así, querido! Sirvo en cosas pequeñas al Buda y a la orden…

—¿Oyes eso, Ciro Espitama? Ha sido Sariputra el creador de la orden. Él ha creado las normas. Él se ocupa de que todo aquello que el Buda dice o ha dicho sea recordado. ¡Sariputra recuerda todas las palabras que el Buda ha pronunciado desde aquel día en el parque de los ciervos de Varanasi!

—Mi querido, exageras. Es Ananda, y no yo, quien recuerda todas las palabras. Lo que yo he hecho es poner esas palabras en versos que incluso los niños pequeños pueden aprender. —Se volvió hacia mí—. ¿Puedes cantar, querido?

—No. Quiero decir, no sé hacerlo bien. —Yo tenía la sensación de que me estaba volviendo loco. No podía creer que uno de esos dos ancianos gobernara un país tan grande como Egipto, y que el otro fuera la cabeza de la orden budista. Me parecían dos perfectos tontos.

—Ya veo que no ves. Pero estás cansado. Aun así, querrás saber una cosa que ocurrió una vez. Una muchacha llegó a Shravasti. Dijo que pertenecía al clan de Gautama, ¡cómo el propio iluminado! ¡Oh, yo estaba muy emocionado! Y después que nos casamos, el Buda me contó qué broma encantadora me habían hecho. Aparentemente, los Sakyas no querían mezclar su noble sangre con la casa real de Koshala. Por otra parte, no se atrevían a ofenderme. Así que me enviaron una prostituta; y yo me casé con ella. Pero cuando lo descubrí, ¿me enojé acaso, Sariputra?

—Estabas furioso, queridísimo.

—Oh, no, no es así. —Pasenadi parecía ofendido.

—Sí que lo estabas. Y tanto, que temíamos por ti.

—Tal vez lo pareciera.

—No, querido, estabas furioso.

—No, querido, no era así.

Afortunadamente, una gran mano ha eliminado de mi memoria el resto de esa escena. Quizás haya caído desvanecido como una piedra.

La embajada persa fue alojada en un pequeño edificio en un extremo de los jardines del palacio, del que nos separaban fuentes, árboles, flores, y el silencio. Ni siquiera los pavos reales emitían sonidos. ¿Les habrían cortado la lengua? Y los monos sagrados nos miraban en perfecto silencio desde las copas de los árboles. En el centro de aquella gran ciudad, el rey había creado un bosque donde retirarse.

Durante la semana que me concedieron para preparar mi presentación formal al rey, el príncipe Jeta me tomó a su cargo. Me invitó a su casa, un alto edificio que miraba al río. En la civilizada compañía del príncipe, mi encuentro con aquellos dos tontos ancianos parecía un sueño provocado por una fiebre. Pero cuando le conté al príncipe la historia de mi recepción por el rey Pasenadi, se mostró al mismo tiempo divertido y perturbado.

—El viejo es así —dijo.

Estábamos sentados en el terrado de la casa. El sol se ponía sobre las colinas azul opaco, y las nubes trazaban extrañas franjas, características del comienzo de la estación de los monzones.

Sobre la India, la bóveda celeste parece misteriosamente alta. ¿Un efecto de la luz? No conozco la razón, pero produce una impresión profunda, y un hombre se siente disminuido.

—¿La conducta de Pasenadi explica por qué se deteriora el estado?

—Las cosas no están tan mal —respondió Jeta con precisión—. Koshala es todavía una gran potencia. Pasenadi es todavía un gran rey.

—¿Espías? —pregunté en voz muy baja.

El príncipe Jeta asintió. Pero hasta cierto punto había dicho lo que realmente pensaba.

—El problema es que Pasenadi es al mismo tiempo un arhat y el rey; y es muy difícil ser ambas cosas. Yo lo sé por mí mismo, en medida más pequeña.

—¿Qué es un arhat?

—La palabra significa «uno que ha matado al enemigo». En este caso, el deseo del hombre.

—Como ha hecho el Buda.

—Excepto porque un arhat aún existe; no como el Buda, que ha venido y se ha ido. Hay quienes piensan que, como Sariputra es tan santo como Gautama, también él ha alcanzado el nirvana. Pero eso no es posible. El Buda es único, en el presente. En el pasado, ha habido veintitrés Budas. En el futuro, habrá aún uno más. Y ése ha de ser el fin, en este ciclo temporal.

—¿Se considera realmente un santo a Sariputra?

—Oh, sí. Puede haber dudas acerca de Pasenadi, pero no hay ninguna en el caso de Sariputra. Después de Buda, es quien está más cerca de la liberación entre todos los hombres. Y además, es el creador de la orden. Ha sido Sariputra quien ha trazado las reglas de los monjes. Y ahora, él y Ananda están compilando todas las palabras pronunciadas por el Buda.

—¿Las reúnen por escrito?

—No, por supuesto. ¿Para qué?

—Es verdad. No deben hacerlo.

En aquella época, yo creía que si las palabras sagradas se escribían, perdían su poder religioso. Pensaba que las palabras del Sabio Señor no debían perdurar inscritas en una piel, sino en la mente del verdadero creyente. Lamentablemente, jamás pude convencer a mis primos zoroastrianos de Bactra, que habían tomado de los griegos la manía de escribir.

Demócrito piensa que los primeros textos religiosos eran egipcios. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Pienso todavía que escribir los himnos y las historias sagradas disminuye necesariamente el sentimiento religioso. Nada es más mágico que una narración religiosa, una exhortación o una plegaria que se desarrolla en la mente. Nada es más eficaz que una voz humana para extraer de los abismos de la memoria las palabras de la Verdad. Y, sin embargo, a lo largo de los años he cambiado. Ahora quiero un registro completo, por escrito, de las palabras de mi abuelo; pero solamente porque si nosotros, los sobrevivientes, no lo hacemos, lo harán otros. Y el verdadero Zoroastro se desvanecerá debajo de una pila de pergaminos pintados.

Sin ceremonia, un hombre bien plantado, de unos cuarenta años, se acercó a nosotros en el terrado. Tenía armadura completa, y traía en la mano un casco que parecía de oro.

El príncipe Jeta se echó de rodillas. Yo también, sobre una rodilla, pensando, correctamente, que se trataba de Virudhaka, el heredero del trono.

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