Corsarios Americanos (39 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Corsarios Americanos
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—¡Intentan remolcarla por sus medios, señor! —voceó de nuevo el vigía.

Bolitho, sin un catalejo a mano, no alcanzaba a ver nada. Ardía de impaciencia y, como el resto de los hombres de su alrededor, suplicaba por oír más detalles de la boca del vigía. Cunningham había arriado los botes; probablemente los iba a usar para fondear un ancla, cobrar de su cable y zafar así su barco de la presa del bajo fondo.

—¿Qué hace ahora el francés? —preguntó Quinn, cuya voz sonaba fuera de sí de tan preocupada.

—Lo más probable es que fondee su ancla, James. Ha alcanzado la isla antes que nosotros. Atacarle ahora significaría prácticamente provocar una guerra.

Desvió la mirada confuso y amargado. La suerte parecía persistir en su contra cualquiera que fuese la acción emprendida, por más justa que fuese la causa defendida.

Lo más probable era que el
Argonaute
transportase una sustanciosa carga de suministros y explosivos. Una parte se iba a traspasar directamente a las bodegas de la goleta. El resto iría a un almacén seguro y escondido, donde esperaría la llegada de un nuevo transporte corsario. El propio Contenay debía de haber hecho el trayecto en más de una ocasión. Eso explicaba la facilidad con que penetró en el fondeadero de Port Exeter.

La voz de otro vigía situado en el mástil pareció mostrar lo acertado de aquellas conjeturas:

—¡Una vela por la aleta de estribor, señor!

Varias figuras cruzaron a toda prisa el alcázar. El sol se reflejaba en los metales y las lentes de los catalejos. El vigía añadió enseguida:

—¡Un bergantín, señor! ¡Está virando por la proa!

Bolitho observó las pálidas facciones de Quinn y comentó:

—¡Por supuesto que vira, James! ¡Le basta con divisar nuestro aparejo! Apuesto a que venía dispuesto a recoger la carga traída por el francés.

—¿No podemos hacer nada para impedirlo?

Quinn alzó la mirada asustada al oír de nuevo la voz de Buller en el aparejo:

—¡Atención, cubierta! ¡La
Spite
ha conseguido librarse, señor! ¡Su gente ya ha largado las gavias!

La mano de Quinn se cerró sobre el brazo de Bolitho, mientras la buena nueva arrancaba de las gargantas de marineros y soldados un grito victorioso.

Se volvieron hacia la popa, donde el grupo de señalaros del guardiamarina Weston se ajetreaban de pronto e izaban hacia las vergas una ristra de gallardetes coloreados.

Bolitho asintió de un gesto. No había que perder un minuto. Coutts había ordenado a la
Spite
abandonar el fondeadero y perseguir al bergantín. El retraso causado por la izada de los botes no iba a afectar mucho a Cunningham. Gozaba del viento a su favor y su honor estaba en juego, por lo que antes de mediodía habría sin duda alcanzado y apresado el velero enemigo.

La goleta todavía estaba allí. Al tratarse de un corsario, el navío francés no podía impedir que Coutts actuara contra ella en cuanto mostrase intención de hacerse a la mar.

Se protegió los ojos contra el sol y vio que en las gavias de la balandra aparecían sucesivamente las velas desplegadas. Imaginó la excitación de su gente, dispuesta a la caza superados los frustrantes momentos de la varada.

—¡La
Spite
da el mensaje por recibido, señor!

El guardiamarina Couzens pasó como una exhalación, con su cara pecosa llena de ilusión y vida.

—¡Ahora es el francés quien tiene que quedarse quieto y mirar, señor!

El eco del fuego de artillería que provenía del fondeadero obligó a Bolitho a volverse a toda prisa. Vio cómo el humo de la pólvora rebotaba sobre el agua tranquila y se proyectaba hacia el cielo, tomando en la pálida luz de la mañana la forma de una nube.

En cubierta todos gritaban y vociferaban a la vez, sorprendidos por el súbito giro de los acontecimientos. La
Spite
viraba hacia el costado, escorada y herida por la salvaje andanada recibida a poca distancia. La munición del
Argonaute
había segado una buena parte de sus mástiles y jarcias. En escasos segundos la balandra había quedado convertida en una balsa inmanejable. Faltaba su mástil trinquete completo. El mastelero del mayor cayó a continuación, mientras miraban, en medio de una conmoción de rociones y cordajes enredados. Luego la
Spite
se detuvo por completo, escorada, lo que hizo pensar a Bolitho que había embarrancado en otro de los extremos del banco de arena. Ver cómo dejaba de avanzar y se quedaba tan quieta era como observar la agonía y muerte de algo bello.

La intención del
Argonaute
era evitar la captura del bergantín. Tras disparar, el navío francés estaba orzando proa al viento para virar de bordo. Su largo bauprés pivotaba barriendo el humo que había dejado su única, pero mortífera andanada.

—¡Dios mío! —dijo Quinn casi atragantándose—. ¡Vienen a por nosotros!

Bolitho echó una mirada hacia popa, donde resonaba la voz de Cairns magnificada por su bocina metálica:

—¡Gavieros arriba, aterren las gavias! ¡Señor Tolcher, prepare las redes de combate!

Un gallardete de intenso color escarlata flotó por su driza y subió hasta el extremo del pico de la mesana. Stockdale se escupió en las palmas de las manos. Coutts mostraba por fin el color de su insignia. Estaba dispuesto a luchar.

Las redes protectoras aparecieron sobre el combés. Los hombres las tensaban tirando de ellas con movimientos mecánicos, como habían aprendido en las numerosas sesiones de instrucción.

Bolitho contempló la silueta del
Argonaute
, más corta a medida que completaba el giro hacia la entrada.

En su popa ondeaban también los colores de guerra. La bandera blanca de Francia. Se habían acabado los disimulos.

Más adelante, en otro lugar, las autoridades y los diplomáticos discutirían probablemente para presentar excusas y engaños. En aquel momento, sin embargo, ambos comandantes tenían sus propias y diamantinas razones para desafiar al enemigo.

—¡Portas de cañones abiertas!

Los cuadernales y las ruedas gimieron dolorosos. Las dos filas de gruesas portas de ambas bandas se alzaron al unísono con las del alcázar, menores en tamaño.

—¡Baterías fuera!

Bolitho tomó aliento y se obligó a observar lo que ocurría en su propio barco. Los cañones retumbaban sobre la madera y alcanzaban las portas, donde sus morros negros como hocicos de jabalíes asomaban ya a la luz del sol.

Dos navíos de línea, desasistidos de otros buques, sin siquiera un espectador que sirviese de testigo al espectacular despliegue de sus fuerzas, maniobraban en rumbo convergente, sin prisa alguna, y en total silencio.

Una nueva ojeada hacia popa le permitió ver cómo Coutts alzaba los brazos para que el asistente del comandante le sujetase el cinto en que colgaba la vaina de su espada.

Bolitho entendió que Coutts no pensaba ceder. No se atrevía. Aquel día quería una victoria. O nada.

—¡Batería de estribor, lista para hacer fuego!

Bolitho empuñó el sable y se encasquetó el sombrero bien firme sobre los ojos.

—¡Listos, muchachos!

Lanzó dos rápidas ojeadas a izquierda y derecha. Las caras familiares surcaron su visión, formando un único conjunto, para desaparecer un instante después y dejar paso a la visión del barco enemigo.

—¡Con el balance!

En algún rincón se oyó la tos violenta de un hombre. Otro, acuclillado junto a su cañón, dibujaba un lento y desesperado tatuaje en las tablas de la cubierta.

—¡Fuego!

14
UN PRECIO MUY ALTO

El casco del
Trojan
se sacudió como si fuese a desencajarse cuando la batería alta soltó su andanada de fuego seguida de la batería de cañones de treinta y dos libras de la cubierta baja.

Aunque ya todos los hombres lo esperaban, el ensordecedor estampido del fuego artillero superaba cualquier previsión. El estruendo parecía no terminar nunca a medida que cada uno de los cañones retrocedía hacia el centro de la cubierta y tiraba de sus bragueros.

Bolitho miró hacia la densa humareda que, empujada hacia sotavento por la brisa, cruzaba hacia la amura de estribor, y se volvió luego en la dirección del navío francés. El agua que le rodeaba se veía surcada por una colección de rápidas plumas blancas. El
Argonaute
gobernaba en rumbo convergente hacia el
Trojan
. Había braceado al máximo sus vergas para ganar distancia sobre la punta más cercana de la tierra. Era imposible, sin contar con un catalejo, descubrir si había sido alcanzado. Una andanada tan cerrada tenía, sin embargo, que haber hallado algún blanco. Pero el
Trojan
había abierto fuego en la primera ocasión que se presentaba, a una distancia estimada por Bolitho de, por lo menos, ocho cables.

A su alrededor los cabos de cañón aullaban como diablos enloquecidos, mientras sus servidores empujaban nuevas cargas y balas en los cañones. Los demás hombres observaban, armados de sus picas y listos para mover o frenar las peligrosas armas.

Todo tenía una sonoridad borrosa e irreal; Bolitho se frotó los oídos intentando recuperar el sentido del oído. La cubierta osciló ligeramente en cuanto Pears ordenó un cambio de rumbo que les acercaba más al otro navío. Se le veía tan invulnerable. Sus gavias y su mayor de trinquete restallaban hinchadas por el viento. El comandante francés tenía obviamente intención de ganar terreno para librar la tierra que, por su aleta opuesta, podía todavía separarle del navío inglés.

¿Qué se proponía? Se preguntó. ¿Qué estrategia tenía en mente el adversario de Coutts? Acaso desease arrastrar al
Trojan
y alejarlo de la isla, y así regalar a la goleta una preciosa oportunidad de huida. O, también, con la
Spite
ya anulada, quizá pretendiese únicamente escaparse y evitar un enfrentamiento más grave. Quizá tenía otras órdenes, como por ejemplo asistir a un segundo encuentro, para lo que precisaba descargar las municiones que transportaba con urgencia.

Le parecía increíble que su mente pudiese pensar tantas cosas. Su mirada se alargó por la cubierta del combés y vio que los cabos de cañón alzaban uno a uno sus puños, sus semblantes enmascarados por la concentración.

Se volvió hacia popa y avisó:

—¡Listos, señor!

El guardiamarina apostado en la escotilla de la cubierta inferior asomó por el hueco y gritó a su vez:

—¡Listos abajo, señor!

Couzens pasó a su lado corriendo. Llevaba un mensaje procedente del castillo de proa y destinado a Cairns, que esperaba en el alcázar.

En el momento de rebasar al guardiamarina, Huss tuvo tiempo de gritarle:

—¡Esta vez han estado ustedes muy lentos!

Ambos se sonrieron, como si todo formase parte de un gran juego.

Bolitho dirigió de nuevo su mirada hacia el enemigo. Al hallarse ya más cerca mostraba claramente su cubierta inclinada hacia sotavento y sus filas de cañones, que como colmillos amenazadores brillaban al sol.

En lo más hondo de su corazón sabía que el almirante francés no tenía intención de ordenar a su comandante la retirada. Iba a pelear. Lo que menos importaba, allí, era lo que el mundo dijese más tarde. Ambos bandos se esforzarían luego en buscar y hallar justificaciones, pero sólo el vencedor tendría la última palabra.

El costado del navío francés desapareció envuelto en una espesa masa de humo que rompían sólo las alargadas lenguas de fuego anaranjado. Por fin respondía al desafío del
Trojan
.

Bolitho apretó los dientes. Esperaba notar el estremecimiento del casco al recibir el impacto de la andanada. Pero sólo algunas balas sueltas alcanzaron la borda, mientras que sobre las cubiertas el aire cobraba vida con los silbidos de las balas encadenadas.

Bolitho vio que las redes, desplegadas a toda prisa por el contramaestre, se agitaban al desplomarse sobre ellas motones y piezas de aparejo arrancadas. Un infante de marina se precipitó desde la cofa del mayor y chocó con la cabeza sobre el pasamanos, para desaparecer por la borda sin lanzar ni siquiera un grito.

Bolitho tragó saliva. Era la primera víctima. Miró hacia atrás y vio que Pears estudiaba al enemigo. Su mano se alzó hasta la altura de su hombro.

—¿Listos, muchachos? —avisó a toda prisa Bolitho.

El brazo del comandante descendió. De nuevo el aire pareció quebrarse bajo el trueno de la artillería.

—¡Afirmen los aparejos! ¡Limpien! ¡Carguen!

Los marineros, que cuando eran obligados a repetir una y otra vez aquellas maniobras en todas las condiciones posibles, maldecían a tenientes y suboficiales, realizaron los movimientos sin siquiera hacer una pausa para observar a sus compañeros, que corrían por el aparejo intentando reparar los daños.

Bolitho vio el desgarro de la gavia del mayor que se abría, rompiendo la tela hinchada por el viento, y reconoció que el enemigo procedía según una habitual estrategia francesa. Se trataba de paralizar al adversario antes que nada; una vez inutilizado su aparejo, imposibilitada su dotación para gobernar el casco, éste caía viento en popa y presentaba su alcázar a las mortíferas andanadas de la artillería. El interior de un navío en zafarrancho de combate estaba abierto desde la popa hasta la proa, sin ninguna mampara que lo dividiera. Así, un bombardeo preciso que le alcanzase por el espejo y la toldilla podía convertir las cubiertas de cañones en un auténtico matadero.

También en el
Argonaute
se apreciaban señales de los daños recibidos. Varios orificios perforaban sus velas, mientras que el pasamanos de babor mostraba un salvaje tajo en el lugar donde dos balas habían impactado al mismo tiempo.

Cinco cables les separaban, algo menos de media milla. Ambos navíos cobraban velocidad al tiempo que se alejaban del peligro que ofrecía la costa.

De nuevo brotó la retorcida humareda, seguida a su vez por el graznido de las balas encadenadas. Parecía imposible que todavía no hubiese sido alcanzado ningún mástil. El terrible aullido cortaba el aliento a más de uno de los hombres que se esforzaban junto a los cañones.

Stockdale se detuvo un instante en su labor y gritó:

—¡Estamos ganando terreno hacia el viento, señor!

Sus facciones fatigadas se veían manchadas por el hollín y el humo, pero continuaba pareciendo indestructible.

—¡Con el balance!

Bolitho oyó que el guardiamarina Huss repetía la orden para Dalyell, al mando de las baterías de la cubierta inferior.

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