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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (37 page)

BOOK: Conversación en La Catedral
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Y Fermín cada vez que viene a preguntarme cómo está, qué hace, lo veo más abatido.

—Si me va a buscar, sería por gusto —dijo Santiago —. Me puede llevar a la casa a la fuerza cien veces y cien me vuelvo a escapar.

—El no lo entiende, yo no lo entiendo —dijo el tío Clodomiro —. ¿Te enojaste porque te sacó de la Prefectura? ¿Querías que te dejara encerrado con los otros locos? ¿No te ha dado gusto en todo siempre? ¿No te ha engreído más que a la Teté, más que al Chispas? Sé sincero conmigo, flaco. ¿Qué cosa tienes contra Fermín?

—Es difícil de explicar, tío. Por ahora es mejor que no vaya a la casa. Después que pase un tiempo iré, te prometo.

—Déjate de adefesios y anda de una vez —dijo el tío Clodomiro —. Ni Zoila ni Fermín se oponen a que sigas en
La Crónica
. Lo único que los preocupa es que con el trabajo vayas a dejar de estudiar. No quieren que te pases la vida de empleadito, como yo.

Sonrió sin amargura y llenó de nuevo las copas. Ya iba a estar el chupe, se oía a lo lejos la cascada voz de Inocencia, y el tío Clodomiro movía la cabeza, compasivo: la pobre vieja ya casi ni veía, flaco.

Qué frescura, qué sinvergüenzura, decía Gertrudis Lama, ¿volver a buscarte después de lo que te hizo?, qué horror. Y Amalia qué horror. Pero él era así, desde la primera vez había sido así. Y Gertrudis: ¿cómo, cómo había sido? Se tomaba su tiempo, hacía que las cosas se volvieran misteriosas. Buscaba pretextos para meterse al repostero, a los cuartos, al patio cuando Amalia estaba ahí. Al principio no le diría nada con la boca, pero le hablaba con los ojos, y ella asustada de que la señora Zoila o los niños se dieran cuenta y le pescaran las miradas. Pasó mucho antes que se animara a decirle cosas, y Gertrudis ¿qué cosas?, qué jovencita se le ve qué cara tan primaveral y ella asustada, porque ése había sido su primer trabajo. Pero, al menos de eso, pronto se tranquilizó. Sería fresco, pero también sabido, o mejor dicho cobarde: les tenía más miedo a los señores que yo, Gertrudis. Ni siquiera por las otras empleadas se dejó pescar, estaba fastidiándola y aparecía la cocinera o la otra muchacha y él volaba. Pera, a solas, de los atrevimientos de boca pasó a los de mano, y Gertrudis riéndose ¿y tú? Amalia le daba manotazos, una vez una cachetada. Te aguanto todo a ti, me pegas y sabe a besos, esas mentiras que dicen, Gertrudis. Se dio maña para tener el mismo día de salida que ella se averiguó dónde vivía y un día Amalia lo vio pasando y repasando frente a la casa de su tía en Surquillo, y tú adentro espiándolo encantada se rió Gertrudis. No, enojada. A la cocinera y a la otra muchacha las impresionaba, decían tan altazo, tan fuerte, cuando está de azul se sienten escalofríos y cochinadas así. Pero ella no, Gertrudis, a Amalia le parecía como cualquier otro nomás. Si no fue por su pinta entonces por qué te conquistó, dijo Gertrudis. A lo mejor por los regalitos que le dejaba escondidos en su cama. La primera vez que vino y le metió un paquetito en el delantal, se lo devolvió sin abrirlo, pero después, ¿qué bruta no, Gertrudis?, se los aceptaba, y en las noches pensaba curiosa qué me dejaría hoy. Los ponía bajo la frazada, sabe Dios en qué momento entraría, un prendedor, una pulserita, pañuelos, o sea que ya estabas con él, dijo Gertrudis. No, todavía. Un día que no estaba su tía en Surquillo y él apareció, ella, ¿bruta, no?, salió. Conversaron en plena calle, tomándose unas raspadillas, y la semana próxima, el día de salida, fueron a un cine. ¿Ahí? dijo Gertrudis. Sí, se había dejado abrazar, besar. Desde entonces se creería con derechos o qué, estaban solos y quería aprovecharse Amalia tenía que andarse corriendo. Dormía junto al garaje, su cuartito era más grande que el de las empleadas, bañito propio y todo, y una noche y Gertrudis qué, qué. Los señores habían salido, la niña Teté y el niño Santiago se habrían dormido ya, el niño Chispas se había ido a la Escuela Naval con su uniforme —qué, qué — y ella, idiota pues, le había hecho caso, idiota se había metido a su cuarto. Claro, se aprovechó, y Gertrudis o sea que ahí, muerta de risa. La hizo llorar, Gertrudis, sentir qué miedo, qué dolor. Pero allí mismo había comenzado Amalia a decepcionarse, esa misma noche él se le achicó, y Gertrudis ajajá, ajajá, y Amalia no seas tonta, no por eso, ay qué cochina, me has hecho avergonzar. ¿De qué te decepcionaste entonces?, dijo Gertrudis. Estaban con la luz apagada, echados en la cama, él consolándola, diciéndole esas mentiras, nunca me había pensado encontrarte doncellita, besándola, y en eso los sintieron hablando en la puerta, acababan de llegar. Ahí Gertrudis, por eso Gertrudis. ¿Cómo era posible que se hubiera puesto así, a ver? Cómo, qué. Se le empaparon las manos de sudor, escóndete escóndete, y la empujaba, métete bajo la cama, no te muevas, llorando casi del miedo que sentía, y semejante hombrón, Gertrudis, cállate y de repente le tapó la boca con furia, como si yo fuera a gritar o qué, Gertrudis. Sólo cuando oyeron que habían cruzado el jardín y entrado a la casa la soltó, sólo ahí disimuló, por ti, para que no te fuera a pescar a ti, a reñir a ti, a botar a ti. Y que tenían que cuidarse mucho, la señora Zoila era tan estricta. Qué rara se había sentido al día siguiente, Gertrudis, con ganas de reírse, con pena, feliz, y qué vergüenza cuando fue a lavar a escondidas las manchitas de sangre de las sábanas, ay no sé por qué te cuento estas cosas, Gertrudis. Y Gertrudis: porque ya te olvidaste de Trinidad, cholita, porque ahora te estás muriendo de nuevo por el tal Ambrosio, Amalia.

—Esta mañana estuve con los gringos —dijo, por fin, don Fermín —. Son peores que Santo Tomás. Se les ha dado todas las seguridades pero insisten en tener una entrevista con usted, don Cayo.

—Al fin y al cabo se trata de varios millones —dijo él, con benevolencia —. Se explica esa impaciencia.

—No acabo de entender a los gringos, ¿no le parecen unos aniñados? —dijo don Fermín, con el mismo tono casual, casi displicente —. Medio salvajes, además. Ponen los pies sobre la mesa, se quitan el saco donde estén. Y éstos no son unos cualquieras, sino gente bien, me imagino. A veces me dan ganas de regalarles un libro de Carreño.

Él veía por la ventana los tranvías de la Colmena que llegaban y partían, oía los inagotables chistes de los hombres de la mesa vecina.

—El asunto está listo —dijo, de pronto —. Anoche comí con el Ministro de Fomento. El fallo debe aparecer en el Diario oficial el lunes o martes. Dígales a sus amigos que ganaron la licitación, que pueden dormir tranquilos.

—Mis socios, no mis amigos —protestó don Fermín, risueño —. ¿Usted podría ser amigo de gringos? No tenemos mucho en común con esos patanes, don Cayo.

Él no dijo nada. Fumando, esperó que don Fermín alargara la mano hacia el platito de maní, que se llevara el vaso de gin a la boca, bebiera, se secara los labios con la servilleta, y que lo mirara a los ojos.

—¿De veras no quiere esas acciones? —lo vio apartar la vista, interesado de pronto en la silla vacía que tenía al frente —. Ellos insisten en que lo convenza, don Cayo. Y, la verdad, no veo por qué no las acepta.

—Porque soy un ignorante en cosas de negocios —dijo él —. Ya le he contado que en veinte años de comerciante no hice un sólo negocio bueno.

—Acciones al portador, lo más seguro, lo más discreto del mundo —don Fermín le sonreía amistosamente —. Que se pueden vender al doble de su valor en poco tiempo, si no quiere conservarlas. Supongo que no piensa que aceptar esas acciones sería algo indebido.

—Hace tiempo que no sé lo que es debido o indebido —sonrió él —. Sólo lo que me conviene o no.

—Acciones que no le van a costar un medio al Estado, sino a los gringos patanes —sonreía don Fermín —. Usted les hace un servicio, y es lógico que lo retribuyan. Esas acciones significan mucho más que cien mil soles en efectivo, don Cayo.

—Soy modesto, esos cien mil soles me bastan —sonrió él de nuevo, un acceso de tos lo hizo callar un momento —. Que se las den al Ministro de Fomento, que es hombre de negocios. Sólo acepto lo que suena y se cuenta. Mi padre era un usurero, don Fermín, y decía eso. Se lo he heredado.

—Bueno, entre gustos y colores —dijo don Fermín, encogiendo los hombros —. Me encargaré del depósito, el cheque estará listo hoy.

Estuvieron callados hasta que el mozo se acercó a recoger las copas y trajo el menú. Un consomé y una corvina, ordenó don Fermín, y él un churrasco con ensalada. Mientras el mozo ponía la mesa, él oía, ralamente, a don Fermín hablar de un sistema para adelgazar comiendo que había aparecido en Selecciones de este mes.

—Nunca te invitaban a la casa —dijo Santiago —. Te han tratado siempre como si fueran superiores a ti.

—Bueno, gracias a tu fuga ahora nos vemos más —sonrió el tío Clodomiro —. Aunque sea por interés, me buscan todo el tiempo para que les dé noticias de ti. No sólo Fermín, también Zoilita. Ya era hora que acabara ése distanciamiento tan absurdo.

—Pero por qué ese distanciamiento, tío —dijo Santiago —. Siempre te hemos visto a la muerte de un obispo.

—Las tonterías de Zoilita —como si dijera las gracias, piensa, las lindas manías de Zoilita —. Sus aires de grandeza, flaco. Yo sé que es una gran mujer, toda una señora, por supuesto. Pero siempre tuvo prevención contra la familia nuestra, porque éramos pobretones y sin pergaminos. Ella lo contagió a Fermín.

—Y tú les perdonas eso —dijo Santiago —. Mi papá se pasa la vida haciéndote desplantes y tú le permites eso.

—Tu padre tiene horror a la mediocridad —se rió el tío Clodomiro —. Pensaría que si nos juntábamos mucho le iba a pasar la peste. Él fue muy ambicioso desde chico. Siempre quiso ser alguien. Bueno, lo ha conseguido y eso no se le puede reprochar a nadie. A ti te debería enorgullecer, más bien. Porque Fermín ha conseguido lo que tiene a fuerza de trabajo. La familia de Zoilita lo ayudaría después, pero cuando se casaron él tenía ya una magnífica posición. Mientras tu tío se pudría vivo en las sucursales de provincias del Banco de Crédito.

—Siempre hablas de ti como un mediocre, pero en el fondo no lo crees —dijo Santiago —. Y yo tampoco te creo. No tendrás plata, pero vives contento.

—La tranquilidad no es la felicidad —dijo el tío Clodomiro —. Ese horror de tu padre por lo que ha sido mi vida, antes me parecía injusto, pero ahora lo comprendo. Porque, a veces, me pongo a pensar, y no tengo ni un recuerdo importante. La oficina, la casa, la casa, la oficina. Tonterías, rutinas, sólo eso. Bueno, no nos pongamos tristes.

La vieja Inocencia entró a la salita: ya estaba servido, podían pasar. Sus zapatillas, su chalina, Zavalita, su delantal tan grande para su cuerpecillo raquítico, su voz cascada. Había un plato de chupe humeando en su asiento, pero en el de su tío sólo un café con leche y un sandwich.

—Es lo único que puedo comer de noche —dijo el tío Clodomiro —. Anda, sírvete, antes que se enfríe.

De rato en rato venía Inocencia y a Santiago ¿qué tal, qué tal estaba? Le cogía la cara, qué grande estabas, qué buen mozo estabas, y cuando se iba el tío Clodomiro guiñaba un ojo: pobre Inocencia, tan cariñosa contigo, con todo el mundo, pobre vieja.

—Por qué no se casaría nunca mi tío Clodomiro —dice Santiago.

—Esta noche te estás luciendo con tus preguntas —dijo el tío Clodomiro, sin rencor —. Bueno, cometí el error de pasarme quince años en provincias, creyendo que así haría carrera más rápido en el Banco. En esos pueblecitos no encontré una novia que valiera la pena.

—No te escandalices, qué tendría de malo que hubiera sido —dice Santiago —. En las mejores familias se dan, Ambrosio.

—Y cuando vine a Lima, el drama fue que para las muchachas no valía la pena yo —se rió el tío Clodomiro —. Después de la patada que me dio el Banco, tuve que comenzar en el Ministerio con un sueldito miserable. Así que me quedé solterón. Pero no creas que me han faltado aventuras, sobrino.

—Espera muchacho, no te levantes —gritó, de adentro, Inocencia —. Falta todavía el postre.

—Ya casi ni ve ni oye y la pobre trabaja todo el día —susurró el tío Clodomiro —. Varias veces he tratado de tomar otra muchacha, para que ella descanse. No hay forma, le dan unas pataletas terribles, dice que me quiero librar de ella. Es terca como una mula. Se irá derechito al cielo, flaco.

Estás loca, dijo Amalia, no lo he perdonado ni lo voy, lo odiaba. ¿Se peleaban mucho?, dijo Gertrudis. Poco, y siempre por la cobardía de él, si no se hubieran llevado regio. Se veían los días de salida, iban al cine, a pasear, en las noches ella cruzaba el jardín sin zapatos y se quedaba con Ambrosio una horita, dos. Todo muy bien, ni las otras muchachas sospechaban nada. Y Gertrudis: ¿cuándo te diste cuenta que tenía otra mujer? La mañana que lo vio limpiando el auto y conversando con el niño Chispas. Amalia estaba mirándolo de reojo mientras metía la ropa a la lavadora, y de repente vio que se confundía y oyó lo que le decía al niño Chispas: ¿a mí, niño? Qué ocurrencia, a él qué le iba a gustar ésa, ni regalada la aceptaría, niño. Señalándome, Gertrudis, sabiendo que lo estaba oyendo. Amalia imaginó que soltaba la ropa, corría y lo rasguñaba. Esa noche fue a su cuarto sólo para decirle te he oído, qué te has creído, creyendo que Ambrosio le pediría perdón. Pero no, Gertrudis, no, nada de eso: fuera, anda vete, sal de aquí. Se había quedado aturdida en la oscuridad, Gertrudis. No se iba a ir, por qué me tratas así, qué te he hecho, hasta que él se levantó de la cama y cerró la puerta. Furioso, Gertrudis, lleno de odio. Amalia se había puesto a llorar, ¿crees que no oí lo que le dijiste al niño de mí?, y ahora por qué me botas, por qué me recibes así. El niño se está sospechando, la sacudía de los hombros con qué furia, nunca más pises mi cuarto, con qué desesperación, Gertrudis: nunca más, entiéndeme, fuera de aquí. Furioso, asustado, loco, sacudiéndola contra la pared. No es por los señores, no busques pretextos, trataba de decir Amalia, te has conseguido otra, pero él la arrastró hasta la puerta, la empujó afuera y cerró: nunca más, entiéndeme. Y todavía lo has perdonado, y todavía lo quieres, dijo Gertrudis, y Amalia ¿estás loca? Lo odiaba. ¿Quién era la otra mujer? No sabía. Nunca la vio. Avergonzada, humillada, corrió a su cuarto llorando tan fuerte que la cocinera se despertó y vino, Amalia tuvo que inventarle que era la regla, me viene siempre con muchos dolores. ¿Y desde entonces nunca más? Nunca más. Claro, él había tratado de amistarse, te voy a explicar, sigamos juntos pero viéndonos sólo en la calle. Hipócrita, cobarde, maldito, mentiroso, subía Amalia la voz y él asustado volaba. Menos mal que no te dejó encinta, dijo Gertrudis. Y Amalia: no le hablé más, hasta después, mucho después. Se cruzaban en la casa y él buenos días y ella volteaba la cara, hola Amalia y ella como si hubiera pasado una mosca. A lo mejor no era un pretexto, decía Gertrudis, a lo mejor tenía miedo de que los pescaran y los botaran, a lo mejor no tenía otra mujer. Y Amalia: ¿tú crees? La prueba que después de años te vio en la calle y te ayudó a encontrar trabajo, decía Gertrudis, si no por qué la hubiera buscado, invitado. A lo mejor siempre la había querido, a lo mejor mientras estabas con Trinidad sufría por ti, pensaba en ti, a lo mejor estaba arrepentido de veras de lo que te hizo. ¿Tú crees, decía Amalia, tú crees?

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