Un temblor helado nos recorrió. El hombre no despertaba ni con compresas de hielo, ni con botellas de amoníaco destapadas junto a su nariz. Ante nuestro desamparado desconcierto nos abandonaron todas las bailarinas, menos una. En los bolsillos de nuestro invitador no hallamos sino un decorativo libro de cheques que, en sus condiciones cadavéricas, no podía firmar.
El cosaco mayor de la boite exigía el pago inmediato y cerraba la puerta de salida para que no escapáramos. Sólo pudimos salvarnos del encerradero dejando allí empeñado mi flamante pasaporte diplomático.
Salimos con nuestro millonario exánime a cuestas. Nos costó un esfuerzo gigantesco acarrearlo a un taxi, incrustarlo en él, desembarcarlo en su fastuoso hotel. Lo dejamos en brazos de dos inmensos porteros de libretas rojas que se lo llevaron como si trasladaran a un almirante caído en el puente de su navío.
En el taxi nos esperaba la muchacha de la boite, la única que no nos abandonó en nuestro infortunio.
Alvaro y yo la invitamos a Les Halles, a saborear la sopa de cebollas del amanecer. Le compramos flores en el mercado, la besamos en reconocimiento a su conducta samaritana, y nos dimos cuenta de que tenía cierto atractivo. No era bonita ni fea, pero la rehabilitaba la nariz respingada de las parisienses. Entonces la invitamos a nuestro misérrimo hotel. No tuvo ninguna complicación en irse con nosotros.
Se fue con Alvaro a su habitación. Yo caí rendido en mi cama, pero de pronto sentí que me zamarreaban. Era Alvaro. Su cara de loco apacible me pareció un tanto extraña.
—Pasa algo —me dijo—. Esta mujer tiene algo excepcional, insólito, que no te podría explicar. Tienes que probarla de inmediato.
Pocos minutos después la desconocida se metió soñolienta e indulgentemente en mi cama. Al hacer el amor con ella comprobé su misterioso don. Era algo indescriptible que brotaba de su profundidad, que se remontaba al origen mismo del placer, al nacimiento de una ola, al secreto genésico de Venus. Alvaro tenía razón.
Al día siguiente, en un aparte del desayuno, Alvaro me previno en español:
—Si no dejamos de inmediato a esta mujer, nuestro viaje será frustrado. No naufragaríamos en el mar, sino en el sacramento insondable del sexo.
Decidimos colmarla de pequeños regalos: flores, chocolates y la mitad de los francos Que nos quedaban. Nos confesó que no trabajaba en el cabaret caucasiano; que lo había visitado la noche antes por primera y única vez. Luego tomamos un taxi con ella. El chofer atravesaba un barrio indefinido cuando le ordenamos detenerse. Nos despedimos de ella con grandes besos y la dejamos ahí, desorientada pero sonriente.
Nunca más la vimos.
Tampoco olvidaré el tren que nos llevó a Marsella, cargado como una cesta de frutas exóticas, de gente abigarrada, campesinas y marineros, acordeones y canciones que se coreaban en todo el coche: íbamos hacia el mar Mediterráneo, hacia las puertas de la luz… Era en 1927. Me fascinó Marsella con su romanticismo comercial y el Vieux Port alado de velámenes hirvientes con su propia, tenebrosa turbulencia.
Pero el barco de las Messageries Martims en el cual tomamos pasaje hasta Singapur, era un pedazo de Francia en el mar, con su petite bourgeoisie que emigraba a ocupar puestos en las lejanas colonias.
Durante el viaje, al observar los de la tripulación nuestras máquinas de escribir y nuestro papeleo de escritores, nos pidieron que les tecleáramos a máquina sus cartas. Recogíamos al dictado increíbles cartas de amor de la marinería, para sus novias de Marsella, de Burdeos, del campo. En el fondo no les interesaba el contenido, sino que fueran hechas a máquina. Pero cuanto en ellas decían era como poemas de Tristan Corbiére, mensajes todos rudos y tiernos. El Mediterráneo se fue abriendo a nuestra proa con sus puertos, sus alfombras, sus traficantes, sus mercados. En el Mar Rojo el puerto de Djibuti me impresionó. La arena calcinada, surcada tantas veces por el ir y venir de Arthur Rimbaud; aquellas negras estatuarias con sus cestas de fruta; aquellas chozas miserables de la población primitiva; y un aire destartalado en los cafés aclarados por una luz vertical y fantasmagórica… Allí se tomaba té helado con limón.
Lo importante era ver qué pasaba en Shangai por la noche. Las ciudades de mala reputación atraen como mujeres venenosas. Shangai abría su boca nocturna para nosotros dos, provincianos del mundo, pasajeros de tercera clase con poco dinero y con una curiosidad triste.
Entramos a uno y a otro de los grandes cabarets. Era una noche de media semana y estaban vacíos.
Resultaba deprimente ver aquellas inmensas pistas de baile, construidas como para que bailaran centenares de elefantes, donde no bailaba nadie. En las esquinas opacas surgían esqueléticas rusas del zar que bostezaban pidiéndonos que las convidáramos a tomar champaña. Así recorrimos seis o siete de los sitios de perdición donde lo único que se perdía era nuestro tiempo.
Era tarde para regresar al barco que habíamos dejado muy distante, detrás de las entrecruzadas callejuelas del puerto. Tomamos un ricksha para cada uno. Nosotros no estábamos acostumbrados a ese transporte de caballos humanos. Aquellos chinos de 1928 trotaban, tirando sin descansar del carrito, durante largas distancias.
Como había empezado a llover y se acentuaba la lluvia, nuestros rickshamen detuvieron con delicadeza sus carruajes. Taparon cuidadosamente con una tela impermeable las delanteras de los rickshas para que ni una gota salpicara nuestras narices extranjeras. «Qué raza tan fina y cuidadosa. No en balde transcurrieron dos mil años de cultura», pensábamos Alvaro y yo, cada uno en su asiento rodante.
Sin embargo, algo comenzó a inquietarme. No veía nada, encerrado bajo un cerco de cumplidas precauciones, pero sí oía, a pesar de la tela engomada, la voz de mi conductor que emitía una especie de zumbido. Al ruido de sus pies descalzos se unieron luego otros ruidos rítmicos de pies descalzos que trotaban por el pavimento mojado. Finalmente se amortiguaron los ruidos, signo de que el pavimento había concluido. Seguramente marchábamos ahora por terrenos baldíos, fuera de la ciudad.
De repente se detuvo mi ricksha. El conductor desató con destreza la tela que me protegía de la lluvia. No había ni sombra de barco en aquel suburbio despoblado. La otra ricksha estaba parada a mi lado y Alvaro se bajó desconcertado de su asiento.
—¡Money! ¡Money! —repetían con voz tranquila los siete u ocho chinos que nos rodeaban.
Mi amigo esbozó el ademán de buscarse un arma en el bolsillo del pantalón, y eso bastó para que ambos recibiéramos un golpe en la nuca. Yo caí de espaldas, pero los chinos me tomaron la cabeza en el aire para impedir el encontronazo, y con suavidad me dejaron tendido sobre la tierra mojada. Hurgaron con celeridad en mis bolsillos, en mi camisa, en mi sombrero, en mis zapatos, en mis calcetines y en mi corbata, derrochando una destreza de malabaristas. No dejaron un centímetro de ropa sin trajinar, ni un céntimo del único y poco dinero que teníamos. Eso sí, con la gentileza tradicional de los ladrones de Shangai, respetaron religiosamente nuestros papeles y nuestros pasaportes.
Cuando quedamos solos caminamos hacia las luces que se divisaban a la distancia. Encontramos pronto centenares de chinos nocturnos pero honrados. Ninguno sabía francés, ni inglés, ni español, pero todos quisieron ayudarnos a salir de nuestro desamparo y nos guiaron de cualquier modo hasta nuestro suspirado, paradisíaco camarote de tercera.
Llegamos al Japón. El dinero que esperábamos, proveniente de Chile, debía hallarse ya en el consulado. Hubimos de alojarnos, mientras tanto, en un refugio de marineros, en Yokohama. Dormíamos sobre malos jergones. Se había roto un vidrio, nevaba, y el río nos llegaba al alma. Nadie nos hacía caso.
Cierta madrugada, un barco petrolero se partió en dos frente a la costa japonesa y el asilo se llenó de náufragos. Entre ellos había un marinero vasco que no sabía hablar ningún idioma, salvo el español y el suyo, y que nos contó su aventura: durante cuatro días y noches se mantuvo a flote en un trozo del buque, rodeado por las olas de fuego del petróleo encendido. Los náufragos fueron abastecidos de cobertores y provisiones, y el vasco, ¡generoso muchacho!, se convirtió en nuestro protector.
En contraste, el cónsul general de Chile —me parece que se llamaba De la Marina o De la Rivera— nos recibió desde su altura empingorotada, haciéndonos comprender nuestra pequeñez de náufragos. No disponía de tiempo. Tenía que comer esa noche con la condesa Yufú San. Lo invitaba la corte imperial a tomar el té. O estaba embebido en profundos estudios sobre la dinastía reinante.
—Qué hombre más fino el emperador, etcétera.
No. No tenía teléfono. ¿Para qué tener teléfono en Yokohama? Sólo lo llamarían en japonés. En cuanto a noticias de nuestro dinero, el director del banco, íntimo amigo suyo, no le había comunicado nada.
Sentía mucho despedirse. Lo esperaban en una recepción de gala. Hasta mañana.
Y así todos los días. Abandonábamos el consulado tiritando de frío porque nuestra ropa se había disminuido en el atraco y sólo disponíamos de unos pobres suéters de náufragos. El último día nos enteramos de que nuestros fondos habían llegado a Yokohama antes que nosotros. El banco había enviado tres avisos al señor cónsul y aquel engolado maniquí y altísimo funcionario no se había dado cuenta de un detalle como ése, tan por debajo de su rango. (Cuando leo en los periódicos que algunos cónsules son asesinados por compatriotas enloquecidos, pienso con nostalgia en aquel ilustre condecorado). Aquella noche nos fuimos al mejor café de Tokio, el «Kuroncko», en la Ghinza. Se comía bien por esos tiempos en Tokio, amén de la semana de hambre que sazonaba los manjares. En la buena compañía de deliciosas muchachas japonesas, brindamos muchas veces en honor de todos los viajeros desdichados desatendidos por los cónsules perversos que andan desparramados por el mundo.
Singapur. Nos creíamos al lado de Rangoon. ¡Amarga desilusión! Lo que en el mapa era la distancia de algunos milímetros se convirtió en pavoroso abismo. Varios días de barco nos esperaban y, para complemento, el único que hacía la travesía había partido hacia Rangoon el día anterior. No teníamos para pagar el hotel ni los pasajes. Nuestros nuevos fondos nos esperaban en Rangoon.
¡Ah! Pero por algo existe el cónsul de Chile en Singapur, mi colega. El señor Mansilla acudió presuroso. Poco a poco su sonrisa se fue debilitando hasta desaparecer de un todo y dejar sitio a un rictus de irritación. —¡No puedo ayudarles en nada. Acudan al ministerio!—. Invoqué inútilmente la solidaridad de los cónsules. El hombre tenía cara de carcelero implacable. Tomó su sombrero, y ya corría hacia la puerta cuando se me ocurrió una idea maquiavélica:
—Señor Mansilla, voy a verme obligado a dar algunas conferencias sobre nuestra patria, con entrada pagada, para reunir el dinero del pasaje. Le ruego conseguirme el local, un intérprete y el permiso necesario. El hombre se puso pálido:
—¿Conferencias sobre Chile en Singapur? No lo permito. Esta es mi jurisdicción y nadie más que yo puede hablar aquí de Chile.
—Cálmese, señor Mansilla —le respondí—. Mientras más personas hablemos de la patria lejana, tanto mejor. No veo por que se irrita usted.
Finalmente transamos en aquella extravagante negociación con cariz de patriótico chantaje.
Tembloroso de furia nos hizo firmar diez recibos y nos alargó el dinero. Al contarlo observamos que los recibos eran por una cantidad mayor.
—Son los intereses —nos explicó—. (Diez días después le enviaría yo el cheque de reembolso de Rangoon, pero sin incluir los intereses, naturalmente). Desde la cubierta del barco que llegaba a Rangoon, vi asomar el gigantesco embudo de oro de la gran pagoda Swei Dagon. Multitud de trajes extraños agolpaban su violento colorido en el muelle, un río ancho y sucio desembocaba allí, en el golfo de artabán.
Este río tiene el nombre de río más bello entre todos los ríos del mundo: Irrawadhy.
Junto a sus aguas comenzaba mi nueva vida.
…Diablo de hombre este Alvaro… Ahora se llama Alvaro de Silva… Vive en Nueva York… Casi toda su vida la pasó en la selva neoyorkina… Lo imagino comiendo naranjas a horas insultantes, quemando con el fósforo el papel de los cigarrillos, haciendo preguntas vejatorias a medio mundo… Siempre fue un maestro desordenado, poseedor de una brillante inteligencia, inteligencia inquisitiva que parece no llevara a ninguna parte, sino a Nueva York. Era en 1925… Entre las violetas que se le escapaban de la mano cuando corría a llevárselas a una transeúnte desconocida, con la cual quería acostarse de inmediato, sin saber ni cómo se llamaba, ni de dónde era, y sus interminables lecturas de Joyce, me reveló a mí, y a muchos otros, insospechadas opiniones, puntos de vista de gran ciudadano que vive dentro de la urbe, en su cueva, y sale a otear la música, la pintura, los libros, la danza…
Siempre comiendo naranjas, pelando manzanas, insoportable dietético, asombrosamente entrometido en todo, por fin veíamos al antiprovinciano de los sueños, que todos los provincianos habíamos querido ser, sin las etiquetas pegadas a las valijas, sino circulando dentro de sí, con una mezcla de países y conciertos, de cafés al amanecer, de universidades con nieve en el tejado… Llegó a hacerme la vida imposible… Yo adonde llego asumo un sueño vegetal, me fijo un sitio y trato de echar alguna raíz, para pensar, para existir… Alvaro andaba de una electricidad a otra, fascinado con los films en que podríamos trabajar, vistiéndonos inmediatamente de musulmanes para ir a los estudios… Por ahí andan retratos míos en traje bengalí (como me quedaba sin hablar creyeron en la cigarrería, en Calcuta, que yo era de la familia de Tagore) cuando acudíamos a los estudios Dum-Dum para ver si nos contrataban… Y luego había que salir corriendo de la YMCA porque no habíamos pagado el alojamiento… Y las enfermeras que nos amaban… Alvaro se metió en fabulosos negocios… Quería vender té de Assam, telas de Cachemira, relojes, tesoros antiguos… Todo se dilapidaba pronto… Dejaba las muestras de Cachemira, las bolsitas de té sobre las mesas, sobre las camas… Ya había tomado una valija y estaba en otra parte… En Munich… En Nueva York…
Si yo he visto escritores, continuos, indefectibles, prolíficos, es éste el mayor… Casi nunca publica…
No comprendo… Ya en la mañana, sin salir de la cama, con unas gafas encaramadas en la jorobilla de la nariz, está delé que delé a la máquina de escribir, consumiendo resmas de toda clase de papel, de todos los papeles… Sin embargo, su movilidad, su criticismo, sus naranjas, sus cíclicas transmisiones, su cueva de Nueva York, sus violetas, su embrollo que parece tan claro, su claridad tan embrollada… No sale de él la obra que siempre se esperó… Será porque no le da la gana… Será porque no puede hacerla… Porque está tan ocupado… Porque está tan desocupado… Pero lo sabe todo, lo mira todo a través de los continentes con esos ojos azules intrépidos, con ese tacto sutil que deja sin embargo que se escurra entre sus dedos la arena del tiempo…