Al iniciar nuestra marcha empezaron a caer algunos copos, y siguieron cayendo el resto de la mañana. Sin embargo, la capa de nieve que cubría el sendero no era demasiado gruesa y, además, Makoto conocía bien el camino. De vez en cuando yo me resbalaba sobre una placa de hielo o caía en un agujero y me calaba hasta las rodillas; al poco rato mis ropas estaban tan mojadas como la noche anterior. El sendero era estrecho; caminábamos uno detrás del otro a paso rápido y apenas hablábamos. Daba la impresión de que Makoto se hubiera quedado sin palabras, y yo empleaba mi tiempo en aguzar el oído intentando discernir el sonido de una respiración o el de una rama al troncharse, el golpe seco de la cuerda de un arco o el silbido de un cuchillo surcando el aire. Me sentía como un animal salvaje: siempre acosado, siempre en peligro.
La luz adquirió un tono gris perla y permaneció así unas tres horas; entonces, empezó a oscurecer. Los copos caían con más fuerza y la nieve formaba remolinos y comenzaba a cuajar. Alrededor del mediodía, paramos para beber en un pequeño arroyo, pero nada más detenernos el frío nos atacó con renovada fuerza y nos apresuramos a continuar el viaje.
—Éste es el río del norte que fluye junto al templo -aseguró Makoto-. Tenemos que seguir el curso hasta llegar a Terayama; quedan menos de dos horas de camino.
Daba la impresión de que era el tramo más fácil que yo había recorrido desde que salí de Hagi. Empecé a relajarme, pues el templo quedaba relativamente cerca... y yo caminaba en compañía de un amigo. Juntos nos dirigíamos a Terayama y allí me encontraría a salvo durante el invierno. El murmullo del río ahogaba cualquier otro sonido, por lo que no me percaté de que unos hombres nos estaban esperando.
Eran dos, y se lanzaron hacia nosotros desde el bosque, como si fueran lobos. Sin embargo, como esperaban a un solo hombre -a mí-, la presencia de Makoto los desconcertó en un principio. Pero supusieron que se trataba de un simple monje, y le atacaron de inmediato, en la creencia de que saldría huyendo. Pero éste derribó al primero de los atacantes con un golpe en la cabeza que debió de fracturarle el cráneo. El segundo de los hombres blandía un sable, y eso me sorprendió, porque los miembros de la Tribu no suelen utilizar tales armas. Cuando ya iba a aséstame un golpe, me hice invisible, me acerqué a él y con mi cuchillo intenté hacerle un corte en la mano con la que empuñaba el sable, en un intento de desarmarle. La hoja rebotó en el guantelete de mi adversario; clavé el cuchillo de nuevo e hice que mi segundo cuerpo apareciera a sus pies. A la segunda puñalada logré mi propósito, y cuando el hombre levantó su arma de nuevo, de su muñeca derecha comenzó a brotar la sangre. Mi segundo cuerpo se desvaneció y yo, todavía invisible, salté sobre mi enemigo e intenté cortarle el cuello, mientras añoraba la presencia de
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entre mis manos para poder darle una digna muerte. Él no podía verme, pero me agarró los brazos y lanzó un grito de terror. Noté que volvía a hacerme visible y que él se percataba de ello al mismo tiempo. Se me quedó mirando a la cara como si estuviera viendo un fantasma; sus ojos se agrandaron a causa del terror y al instante se cerraron... porque Makoto le atacó por la espalda y con el palo le asestó un terrible golpe en el cuello. Nuestro adversario se desplomó como un buey y me arrastró al suelo con él.
Salí como pude de debajo del cadáver, y empujé a Makoto hasta las rocas, donde podríamos encontrar refugio en caso de que hubiera más enemigos aguardando en la ladera. Yo temía sobre todo a los arqueros, que podrían alcanzamos desde la distancia; pero en esta zona el bosque era demasiado denso como para utilizar un arco. Nadie más daba señales de vida.
Makoto respiraba con dificultad, y los ojos le brillaban.
—¡Ahora entiendo lo que me contaste!
—Eres muy hábil con el palo. Gracias.
—¿Quiénes son?
Me acerqué a los cadáveres. El primer hombre era Kikuta, pues le delataban las manos; pero el segundo lucía el blasón de los Otori bajo su armadura.
—Éste es un guerrero -dije, mientras contemplaba la garza-. Eso explica que portase un sable. El otro pertenece a la Tribu: es un Kikuta.
Yo no conocía a este hombre, pero debíamos de ser parientes. Estamos vinculados por las líneas de las manos.
El guerrero Otori me inquietó. ¿Venía de Hagi? ¿Qué hacía en aquel lugar con uno de los asesinos de la Tribu? Por lo visto era de todos conocido que yo me dirigía a Terayama. Mi pensamiento regresó a Ichiro, y recé para que no le hubieran sonsacado información. También pensé que podría tratarse de Jo-An o de uno de aquellos pobres hombres cuya traición yo había temido. Puede que los tipos que yacían ante nosotros ya hubieran estado en el templo y que allí nos esperaran más enemigos.
—Te desvaneciste por completo -exclamó Makoto-. Yo sólo pude ver tus huellas en la nieve. Es extraordinario -me sonrió, y su semblante se transformó. Parecía increíble que fuera la misma persona que el flautista desesperado que encontré la noche anterior-. Hacía tiempo que no participaba en una lucha que entrañara tanto peligro. Es sorprendente cómo el contacto con la muerte otorga tanta belleza a la vida.
La nieve se veía más blanca y el frío era más intenso. Yo sentía un hambre terrible y anhelaba las comodidades que alegran los sentidos: un baño caliente, comida, vino, y el cuerpo de una mujer junto al mío.
Reiniciamos el viaje con energías renovadas. Debíamos apresurarnos, pues desde hacía una hora el viento soplaba con más ímpetu y la nieve empezó a caer con fuerza otra vez. Yo tenía motivos para que creciera el agradecimiento que sentía hacia Makoto, porque aunque al final caminábamos a ciegas, él conocía el camino a la perfección y no se perdió en ningún momento. Desde la última vez que yo había estado en el templo, habían erigido una muralla de madera alrededor de los edificios principales, y antes de llegar al portón de entrada unos guardias nos pidieron que nos identificáramos. Cuando Makoto respondió, ellos le dispensaron una calurosa bienvenida. Habían estado preocupados por él, y su decisión de regresar les proporcionaba un gran alivio.
Atrancaron de nuevo el portón, y cuando Makoto y yo nos encontrábamos en la garita de los guardias, éstos me miraron con curiosidad, sin estar seguros de conocerme o no. Makoto intervino entonces:
—El señor Otori busca refugio aquí para el invierno. Id a informar al abad de su llegada.
Uno de ellos salió corriendo y atravesó el patio; inclinado para protegerse del viento, su cuerpo se iba haciendo blanco a medida que avanzaba hacia el claustro. Los enormes tejados de las naves principales estaban cubiertos de nieve, y las desnudas ramas de los cerezos y los ciruelos, cargadas con las flores heladas del invierno.
Los guardias nos hicieron señas para que nos sentáramos junto al fuego. Al igual que Makoto, eran monjes jóvenes y sus armas consistían en arcos, lanzas y palos de combate. Nos sirvieron té. Nada hasta entonces me había parecido tan delicioso. La sabrosa infusión y nuestras ropas emanaban vapor al mismo tiempo, y creaban un confortable y cálido ambiente. Pero yo intenté no relajarme; aún quería mantenerme despierto.
—¿Ha venido alguien en mi busca?
—A primera hora de la mañana se han visto extraños en la montaña; rodearon el templo y continuaron ascendiendo en dirección al bosque. En ningún momento se nos ocurrió que te estuvieran buscando. Estábamos preocupados por Makoto, pues creímos que podría tratarse de bandidos, pero el tiempo era lo suficientemente infernal como para enviar a nadie a perseguirlos. El señor Otori llega en un buen momento. El camino por el que habéis llegado ya se ha hecho infranqueable, y el templo quedará aislado hasta la primavera.
—Tu regreso es un honor para nosotros -aseguró uno de los monjes con timidez, y las miradas que se cruzaron entre ellos me indicaron que tenían ciertas sospechas del significado de mi presencia en Terayama.
Pasados unos 10 minutos, el monje regresó corriendo.
—Nuestro abad da la bienvenida al señor Otori -anunció-, y le pide que se dé un baño y tome algo de comida. Le gustaría hablar contigo cuando finalicen las oraciones del atardecer.
Makoto apuró su té, me hizo una ceremoniosa reverencia, y dijo que debía prepararse para las oraciones vespertinas, como si hubiera pasado todo el día en el templo con el resto de los monjes en lugar de haber caminado penosamente bajo la nieve y acabado con la vida de dos hombres. Su actitud era seria y solemne. Yo sabía que bajo su apariencia se encontraba el corazón de un verdadero amigo, pero en el templo Makoto era uno más de los allí retirados, mientras que yo tenía que aprender de nuevo a comportarme como un señor. El viento rugía golpeando los gabletes, y la nieve caía sin descanso. Yo había llegado a salvo a Terayama; el invierno me pertenecía, y durante su curso debía dar nueva forma a mi vida.
El joven encargado de comunicarme el mensaje del abad me condujo hasta una de las habitaciones del templo reservadas para los huéspedes. De haber sido primavera o verano, aquellas estancias estarían abarrotadas de visitantes y peregrinos, pero ahora se encontraban desiertas. Aunque las contraventanas estaban cerradas como protección contra la ventisca; el frío era penetrante. El viento gemía a través de las rendijas de las paredes, y por algunas de ellas, más dilatadas, se colaba la nieve. El mismo monje me mostró el camino que conducía al pequeño pabellón de baños construido sobre un manantial de agua caliente. Me despojé de mis ropas sucias y mojadas, y me limpié con fuerza por to do el cuerpo; después, me introduje en el agua, que casi hervía. La sensación fue incluso más placentera de lo que había imaginado. Me acordé de los hombres que habían intentado matarme en los dos últimos días, y me sentí inmensamente feliz por haber sobrevivido. El agua burbujeaba y emanaba vapor a mi alrededor, y me invadió un sentimiento de gratitud hacia ella. Era sorprendente que viniendo desde las montañas bañara mi dolorido cuerpo e hiciera que mis congeladas extremidades volvieran a su ser. Reflexioné sobre otro tipo de montañas, las que escupen fuego y cenizas y sacuden con fuerza sus laderas derribando edificios como si fueran simples astillas de madera; pensé en los hombres que, como insectos, se arrastraban escapando de los troncos ardientes. La montaña que había superado podría haberme atrapado y congelado hasta darme muerte, y sin embargo, ahora me ofrecía sus aguas humeantes.
Los brazos me dolían desde que, brutalmente, me los había atenazado el guerrero, y en el cuello tenía un corte largo -aunque "superficial- donde su sable debió de rozarme. La muñeca derecha, que me había venido molestando de vez en cuando desde que en Inuyama Akio me la torciera hacia atrás y me desgarrara los tendones, se encontraba más fuerte. Mi cuerpo parecía más delgado que nunca, pero por lo demás me encontraba en buena forma tras el viaje.
En ese momento escuché unas pisadas que procedían de una sala contigua, y el monje me llamó diciendo que me había conseguido ropas secas y comida. Salí del agua, con la piel enrojecida por el calor; me sequé con los paños dispuestos para tal propósito y, bajo la nieve, salí corriendo por la pasarela de madera de regreso a la habitación.
La estancia estaba vacía y las ropas se encontraban colocadas en el suelo: calzones limpios, ropa interior acolchada y una túnica de seda -también acolchada- con fajín; ésta era de color púrpura, con dibujos en un tono más oscuro y el blasón de los Otori bordado en plata a la espalda. Me vestí lentamente, disfrutando del tacto de la seda; había pasado mucho tiempo desde que yo había vestido por última vez un manto tan exquisito. Me pregunté por qué aquella prenda estaría en el templo y quién la habría dejado allí. ¿Tal vez fue Shigeru? Sentí que su presencia me envolvía. La mañana siguiente iría a visitar su tumba; él me diría cómo lograr mi venganza.
El olor a comida me hizo darme cuenta de lo hambriento que estaba; desde hacía días no había probado nada tan sabroso, y en sólo dos minutos devoré los alimentos. No quería perder la agradable sensación de calor que el baño me había proporcionado, y tampoco deseaba quedarme dormido, por lo que realicé algunos ejercicios y después me senté un rato a meditar.
Desde más allá del viento y de la nieve, desde la nave central del templo, llegaban hasta mis oídos los cánticos de los monjes. La noche nevada, la habitación desierta -con sus recuerdos y sus fantasmas- y las serenas palabras de los antiguos manirás que entonaban me provocaron una exquisita sensación agridulce. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Sentí deseos de expresar aquella emoción y lamenté no haber prestado más atención a Ichiro cuando intentó enseñarme el arte de la poesía. También ansiaba sostener el pincel en la mano: si no era capaz de transmitir mis sentimientos con palabras, tal vez pudiera plasmarlos con los trazos de un dibujo.
"Vuelve a nosotros", me había dicho el anciano sacerdote, "cuando todo haya terminado...". Por una parte, yo deseaba quedarme en Terayama y pasar el resto de mis días en aquel apacible lugar; pero recordé que incluso allí había escuchado planes de guerra. Los monjes estaban armados y habían fortificado el templo. La lucha no había terminado; en realidad, estaba a punto de comenzar.
Los cánticos cesaron y escuché el sonido amortiguado de pisadas a medida que los monjes se dirigían en fila a tomar la cena; después, dormirían varias horas hasta que el tañido de la campana los hiciera abandonar el lecho a medianoche. Desde el claustro se acercaban pasos, y el mismo monje que me había atendido hasta ese momento abrió la puerta corredera. Hizo una reverencia, y dijo:
—Señor Otori, nuestro abad desea verte ahora.
Me puse en pie y le seguí por el claustro.
—¿Cómo te llamas?
—Norio, señor -contestó, antes de añadir en un susurro-: Nací en Hagi.
No dijo nada más, pues según las normas del templo no se debe hablar innecesariamente. Rodeamos el perímetro del patio, ya cubierto de nieve; dejamos a un lado el refectorio, donde los monjes estaban arrodillados en silenciosas hileras y tenían un cuenco de comida ante sí; después atravesamos por la nave central, con su olor a incienso y acera de velas, donde la estatua dorada del Iluminado emitía su resplandor bajo la penumbra y, por fin, llegamos al tercer extremo del patio. Allí había varias salas de pequeño tamaño que se utilizaban como oficinas y cuartos de estudio. Desde la última de las estancias me llegaba el chasquido de la hilera de abalorios utilizada para la oración y el susurro de un mantra. Nos detuvimos entonces ante las puertas de la primera sala, y Norio anunció en voz baja: