Borges, visionario escéptico, nos encanta aun cuando hayamos aceptado su advertencia: la realidad cede con demasiada facilidad. Puede que las fantasías de cada uno de nosotros no sean tan complejas ni abstractas como Tlön; pero Borges ha esbozado una tendencia universal y cumplido un anhelo fundamental en relación con las razones por los cuales leemos.
«Todos salimos de debajo del capote de Gogol«, es fama que dijo Dostoievski. «El capote» es un cuento sobre un mísero escribiente a quien le roban un abrigo nuevo. Desdeñado por las autoridades, ante quienes protesta debidamente, el pobre sujeto muere de frío y su fantasma continúa la infructuosa búsqueda de justicia. Pero, por bueno que sea, ese cuento no es el mejor de Gogol. No puede compararse a «Terratenientes antiguos» ni al demencial «La nariz», que empieza cuando un peluquero, durante el desayuno, descubre el apéndice nasal de un cliente suyo dentro de un panecillo recién horneado por su mujer. El espíritu de Gogol, sutilmente vivo en mucho de lo escrito por Nabokov, alcanza la apoteosis en el triunfal «La mujer de Gogol», del cuentista italiano Tommaso Landolfi, tal vez el relato breve más gracioso y enervante que he leído en mi vida.
El narrador, amigo y biógrafo de Gogol, nos cuenta «reticentemente» la historia de la esposa del escritor ruso. El Gogol real, un religioso obsesivo, no se casó nunca y a los cuarenta y tres años más o menos se dejó morir de hambre, deliberadamente, después de haber quemado sus manuscritos inéditos. Pero el Gogol de Landolfi (que parece un invento de Kafka o de Borges) se ha casado con un globo, una espléndida muñeca inflable que adopta diversas formas y tamaños según el capricho del marido. Muy enamorado de la mujer en una u otra de sus formas, Gogol goza de relaciones sexuales con ella y, por razones que sólo él conoce, le otorga el nombre de Caracas, en homenaje a la capital de Venezuela.
Por unos años todo marcha bien, hasta que Gogol contrae sífilis y bastante injustamente le echa la culpa a Caracas. Con el tiempo crece sostenidamente en él la ambivalencia hacia su silenciosa compañera. Como la acusa de autogratificación y hasta de traición, ella se vuelve amarga y excesivamente religiosa. Por último, el encolerizado Gogol infla (adrede) a Caracas de tal modo que la hace reventar. El gran escritor recoge los restos de madame Gogol y los quema en la chimenea, donde comparten el destino de sus obras inéditas. Al mismo fuego echa otro muñeco de goma, el hijo de Caracas. Después de la catástrofe final, el biógrafo defiende a Gogol del cargo de maltrato a su mujer y saluda la memoria de su alto genio.
Como preludio (o epílogo) al cuento de Landolfi, lo mejor es leer algunos cuentos de Gogol, sobre la base de los cuales no pondremos en duda la realidad de la infeliz Caracas. Es lo más parecido a la amada que Gogol habría podido descubrir (o inventar) para sí. De otro lado, Landolfi difícilmente habría podido componer una historia semejante con el título de «La mujer de Maupassant», no digamos ya «La mujer de Turguéniev». No, tenía que ser Gogol y nadie más que Gogol, y a mí rara vez se me ocurre dudar de la historia de Landolfi, sobre todo cuando acabo cada relectura. Caracas posee una realidad que Borges no busca ni alcanza para su Tlön. Como única compañera posible para Gogol, ella me parece la parodia culminante de la insistencia de Frank O’Connor en que la voz solitaria que clama en el cuento moderno es la de la Población Sumergida. ¿Existirá acaso un ser más sumergido que la mujer de Gogol?
Otros maestros del cuento son tratados en distintos lugares de este volumen, bien como novelistas (Henry James y Thomas Mann), bien como poetas (D. H. Lawrence). La presente sección deseo cerrarla con otro gran fabulador italiano, Italo Calvino, quien murió en 1985. Mi favorito entre sus libros (en realidad un favorito universal) es
Las ciudades invisibles
. De hacerse adecuadamente, la descripción de la invención de Calvino debería mostrar a otros cómo y por qué el libro ha de leerse una y otra vez. El que cuenta historias sobre ciudades imaginarias es Marco Polo y su público el venerable Kublai Khan, pero también escuchamos nosotros. Pese a tener sólo una o dos páginas las historias son auténticos
cuentos
, más al modo de Borges o Kafka que al de Chéjov. Aunque las ciudades de Marco Polo no han existido nunca, ni podrían existir, la mayoría de los lectores irían a visitarlas si ello fuera posible.
Las «ciudades invisibles» vienen en once rubros, dispersos más que agrupados: los hay de las ciudades y la memoria, el deseo, los signos, los ojos, el nombre, los muertos, los cambios y el cielo, así como de ciudades tenues, continuas y ocultas. Aunque mantener tanto en la cabeza puede dar mareos, no conviene pensar que todos estos lugares son en verdad uno solo. Considerando que todos llevan nombre de mujer, sería como decir que todas las mujeres son una sola, doctrina ésta del filósofo y novelista español Miguel de Unamuno pero no de Calvino. Sin duda, escuchando a Marco Polo, el Kublai Khan concordaría más con él y con Calvino que con Unamuno. Pues el Kublai, viejo y cansado del poder, encuentra en las visionarias ciudades de Marco Polo una pauta que perdurará cuando su propio imperio sea polvo.
Nostalgia por las ilusiones perdidas, amores que no llegaron a ser del todo, felicidad apenas probada: he aquí las emociones que Calvino evoca. En Isidora, una de las ciudades de la memoria, «cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera»; la pena es que sólo se llega a Isidora en la vejez. De Támara uno se marcha «sin haberla descubierto» y en Zirma ve «una muchacha que lleva un puma por una correa». Al cabo de muchos recitales, Kublai empieza a notar un aire de familia entre las ciudades, pero esto sólo significa que está aprendiendo a interpretar el arte narrativo de Polo: «No hay lenguaje sin engaño». En Armilla, una de las ciudades tenues, la única actividad parece ser la de las ninfas que se bañan: »Por las mañanas se las oye cantar». Esto es superado por: »Una vibración voluptuosa agita constantemente a Cloe, la más casta de las ciudades». Y a su vez esto guarda afinidad con uno de los principios narrativos de Marco Polo: »La falsedad no está nunca en las palabras; está en las cosas».
El Kublai objeta que a partir de entonces las ciudades las describirá él y Marco Polo viajará a comprobar si existen. Pero Marco niega la ciudad arquetípica del Kublai y a cambio propone un modelo hecho únicamente de excepciones, exclusiones, incongruencias y contradicciones. Así despunta en el lector la comprensión de que la verdadera historia es el debate presente entre el visionario Marco y el escéptico Kublai, entre la juventud perpetua y la edad eterna. Y así continúa el recital: Esmeralda, donde «gatos, ladrones y amantes clandestinos se mueven por vías más altas y discontinuas y se dejan caer de una azotea a un balcón«, o Eusapia, una ciudad de los muertos donde «una muchacha de calavera risueña ordeña una osamenta de vaquillona».
Fatigado aun de este ejercicio, el Kublai le ordena a Marco que interrumpa los viajes y entable con él una interminable partida de ajedrez. Pero la artimaña no detiene a Marco; el movimiento de las piezas será el relato de las ciudades invisibles. Llegamos por fin a Berenice, la ciudad injusta, que contiene una ciudad de los justos, dentro de la cual hay a su vez una ciudad injusta, y así sucesivamente. Berenice es pues una sucesión de ciudades, alternativamente justas e injustas, pero todas las Berenices del futuro están presentes ya «en ese instante, envueltas una dentro de la otra, estrechas, apretadas, inextricables». Y como allí es donde vivimos todos, Marco Polo calla. No hay más Ciudades Invisibles.
Queda sin embargo un diálogo final. ¿Dónde —pregunta el Kublai— están las tierras prometidas? ¿Por qué no ha hablado Marco de la Nueva Atlántida, de Utopía, de la Ciudad del Sol, de Nueva Armonía y otras ciudades de la redención? «Para esos puertos no sabría trazar la ruta en la carta ni fijar la fecha de llegada», replica Marco, pero ya el Gran Khan, alzando su atlas, da con las ciudades «que amenazan en las pesadillas y en las maldiciones»: Babilonia, Yahoo, el Mundo Feliz. Desesperado, el anciano Kublai afirma su nihilismo: la corriente acaba por arrastrarnos a la ciudad infernal. Conmovedoramente, las últimas palabras corresponden a Marco, quien habla por lo que en el lector hay aún de esperanzado. Estamos por cierto en «l infierno de los vivos». Podemos aceptarlo, y así dejar de ser conscientes de él. Pero hay un camino mejor, y podemos decir que ese camino es la sabiduría de Calvino:
…buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.
El consejo de Calvino nos está diciendo una vez más cómo leer y por qué: ser vigilantes, percibir y reconocer la posibilidad del bien, ayudarlo a que dure, darle espacio en la propia vida.
Es útil considerar el cuento moderno como dividido en dos tradiciones rivales, la chejoviana y la kafkiano — borgiana.
Pese a las apariencias, Flannery O’Connor pertenece a la tradición de Chéjov tanto como Italo Calvino a la de Kafka y Borges. El cuento chejoviano no es del orden de la fantasía, por muy extravagante que se vuelva en el caso de Flannery O’Connor. Hemingway, que quería ser Tolstoi, es sumamente chejoviano, como lo es el Joyce de Dublineses aunque negara haber leído a Chéjov. Los cuentos chejovianos se ponen en marcha de golpe, terminan elípticamente y no se preocupan por llenar los huecos que uno esperaría encontrar cubiertos en los relatos (sobre todo los más largos) de Henry James. Con todo, Chéjov confía en que uno crea en su realismo, esa fidelidad a la existencia ordinaria. Kafka, y tras él Borges, ponen su confianza en la fantasmagoría; no nos dan lamentos por la vida no vivida.
No siempre es fácil distinguir un estilo del otro, porque ninguno de los dos se interesa necesariamente por contar una historia a la manera en que, acabada y fehacientemente, cuenta Tolstoi la vida y muerte de Hadji Murad, el héroe checheno de la novela breve que lleva su nombre. Chéjov y Kafka crean a partir de un abismo o un vacío; el soberbio sentido de la realidad de Tolstoi lo persuade a uno como sólo son capaces de hacerlo Shakespeare y Cervantes. Pero, sean de una u otra especie, los cuentos, como señaló Borges, constituyen una forma esencial. Los mejores exigen muchas relecturas que constituyen también una recompensa. Henry James observó que el cuento se sitúa «en el punto exquisito en donde acaba la poesía y empieza la realidad». Esto los coloca entre los poemas y las novelas; sus personajes, siguiendo todavía a James, tienen que ser «extraña, fascinantemente particulares y a la vez reconocibles en general».
Por tradición, las obras de teatro imitan acciones; con frecuencia los cuentos no. Eudora Welty, probablemente la mejor cuentista estadounidense viva, comentó una vez que los personajes de D. H. Lawrence «no dicen en realidad sus palabras; no conversan; no están hablando en la calle sino exhalando sonidos como las fuentes, irradiando como la luna o encrespándose como el mar, y cuando callan su silencio es el silencio de las rocas malvadas». Lawrence es un extremista visionario, pero el elocuente argumento de Welty podría ajustarse a todos los grandes cuentos, que deben encontrar siempre una forma propia, sea chejoviana o kafkiana. En los cuentos de primer orden, la realidad se vuelve fantástica y la fantasmagoría desconcertantemente mundana. Tal vez sea por eso que hoy en día muchos lectores rehuyen los libros de cuentos y prefieren comprar novelas, aún si los cuentos son de mucha mayor calidad.
El cuento favorece lo tácito; obliga al lector a entrar en actividad y discernir explicaciones que el escritor evita. Como ya he dicho, el lector debe reducir la velocidad, con toda deliberación, y ponerse a escuchar con el oído interior. Una atención de este tipo nos permite captar de pasada lo que dicen los personajes, además de escucharlos; piensa en ellos como si fueran tus personajes, y reflexiona no tanto sobre lo que se nos cuenta acerca de ellos sino sobre lo que está sugerido o implícito. Al contrario de lo que ocurre con la mayoría de las figuras novelísticas, el primer plano y el fondo dependen en gran medida del lector, de su aprovechamiento de los indicios que el escritor proporciona sutilmente.
De Turguéniev a Eudora Welty y otros posteriores, los cuentistas se abstienen de emitir juicios morales.
Middlemarch
, la obra maestra de George Eliot —una de las más grandes novelistas que ha habido— rebosa de observaciones morales fascinantes. Pero los cuentistas más diestros son tan elípticos en materia moral como en la continuidad de la acción o en los detalles del pasado de los personajes. Como lector uno deberá decidir si el juicio moral es relevante y después tendrá que juzgar por su cuenta.
Los vacíos significativos que proporcionan tanto el modo chejoviano como el borgiano resultan en beneficios inmensos para el lector. Al mismo tiempo hay que ser cauteloso con el supuesto simbolismo, que en el cuento magistral está más a menudo ausente que presente. Ni siquiera el gran relato de terror «El Horla» ofrece abiertamente al Horla como símbolo, si bien he sugerido que acaso haya cierta relación entre la obsesión del protagonista innominado y la locura sifilítica de Maupassant. Hasta cierto punto, el simbolismo es tan ajeno al buen cuento como debería serlo la alusión literaria; pero dentro del intento de formular una Ley de Bloom de la ficción breve, Nabokov constituye una excepción escandalosa y soberbia. A menudo es alusivo aunque raramente simbólico. El simbolismo es peligroso para los cuentos; en la novela hay tiempo y mundo suficientes para enmascarar los emblemas bajo un aire naturalista, pero al cuento, por necesidad más abrupto, le es difícil hacerlos discretos.
Concluyo este epílogo a cómo y por qué leer cuentos ofreciendo el doble aserto de que nunca habrá de preferirse una de las dos maneras a la otra. Las necesitamos a ambas, pero por razones diferentes; si la manera chejoviano —hemingwayana nos satisface el apetito de realidad, la kafkiano— borgiana nos enseña cuan ávidos seguimos estando de lo que hay más allá de la realidad supuesta. Es claro que a cada escuela la leemos de una forma distinta; buscamos la verdad con Chéjov o el reverso de la verdad con los borgianos. Cuando el Gogol de Landolfi destruye la muñeca de goma que tiene por esposa, la impresión que sentimos es tan honda como cuando el estudiante de Chéjov se detiene junto a la hoguera de las dos mujeres desconsoladas y les cuenta la historia de San Pedro. Las energías de nuestras reacciones tienen cualidades distintas, pero ambas son igualmente intensas.