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Authors: Jack London

Colmillo Blanco (3 page)

BOOK: Colmillo Blanco
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—¡Pero si no tienes más que tres cartuchos! —objetó Henry.

—Esperaré hasta que el tiro sea seguro —fue la contestación que obtuvo.

Por la mañana, Henry renovó el fuego y preparó el desayuno; le acompañaban los ronquidos de su compañero.

—Dormías tan a pierna suelta que no quise cometer la crueldad de despertarte antes —le dijo Henry al llamarle para que fuera a desayunar.

Bill empezó a comer, somnoliento aún. Observó que su taza estaba vacía y comenzó a buscar la cafetera. Pero esta estaba fuera del alcance de su mano y al lado mismo de Henry.

—Oye, Henry —le dijo como riñéndole suavemente—, ¿no te has olvidado de algo?

Miró este a un lado y a otro, buscando con gran cuidado, y movió negativamente la cabeza. Bill le tendió entonces su taza vacía.

—No hay café para ti —le anunció Henry.

—¿Se ha acabado?

—No.

—¿Crees que no me conviene para la digestión?

—No.

De pronto, la sangre se le subió a Bill a la cabeza y le coloreó fuertemente el rostro.

—Pues entonces ya estás tardando demasiado en darme alguna explicación —dijo.

—El
Zancudo
se ha ido —le contestó Henry.

Sin precipitarse, con aire de persona que admite con resignación una desgracia, Bill volvió la cabeza y, desde el sitio donde estaba sentado, contó los perros con cuidado.

—¿Cómo fue? —preguntó con apatía.

Henry se encogió de hombros.

—No sé. La única posibilidad es que
Oreja Cortada
le haya roído las correas y lo haya dejado suelto. Él mismo no podía hacerlo: eso con seguridad.

—¡Mal bicho! —Bill hablaba grave y lentamente, sin dar rienda suelta a toda la rabia que le devoraba—. ¡Claro! Como no pudo desatarse él mismo, se decidió a hacerlo con el Zancudo.

—¡Bueno! Ese ha acabado de padecer. Me parece que a estas horas estará ya digerido y dando vueltas por ahí, repartido en veinte vientres de otros tantos lobos —ese fue el epitafio que Henry dedicó al último de los perros que habían perdido—. Toma café, Bill —añadió.

Pero Bill movió la cabeza negativamente.

—Toma, hombre —insistió Henry levantando la cafetera.

Bill retiró su taza vacía.

—Que me ahorquen —dijo— si lo tomo. Dije que me quedaría sin él si se perdía otro perro, y no lo quiero.

—Mira que está riquísimo… —indicó el otro para tentarle.

Pero Bill era terco, y tragó el desayuno en seco, ayudándose solo con el buen golpe de maldiciones murmuradas a media voz contra
Oreja Cortada
por la mala partida con que acababa de obsequiarlos librando al otro perro.

—Lo que es esta noche, los ato a distancia para que no puedan acercarse uno a otro —aseguró Bill mientras los dos hombres volvían a reanudar su camino.

Habían andado poco menos de cien metros cuando Henry, que iba delante, se agachó y recogió algo con lo que había tropezado. En la oscuridad no podía verlo, pero supo lo que era por el tacto. Lo arrojó hacia atrás, de modo que primero dio contra el trineo y luego saltó hasta los peludos zapatos de Bill.

—Podría ser que te hiciera falta —dijo.

Bill lanzó una exclamación. Era lo único que había quedado del
Zancudo
: el palo que sirvió para atarlo.

—Se lo comieron con piel y todo —fue su comentario—. El palo está tan limpio y desnudo como si no se hubiera tocado. Se han comido hasta las correas de los extremos. Están hambrientos, los malditos, y me parece que tendremos ocasión de saberlo tú y yo antes de que terminemos este viaje.

Henry se rió con aire de desafío.

—Los lobos no me han seguido nunca hasta ahora —dijo—; pero por cosas peores he pasado sin que perdiera por ello la salud. Se necesita algo más que un puñado de esa peste de animales para acabar con este tu afectísimo servidor, Bill, hijo mío.

—No sé, no sé —murmuró Bill con expresión siniestra.

—Bueno, pues ya lo sabrás cuando lleguemos a Macgurry.

—No me entusiasma mucho esto —insistió Bill.

—Lo que te pasa es que estás muy pálido y necesitas quinina —replicó en tono enigmático Henry—. Voy a darte una buena dosis en cuanto lleguemos a Macgurry.

Bill manifestó, refunfuñando, su disconformidad con el diagnóstico, y luego se quedó callado. El día resultaba como todos los demás. Llegó la claridad a las nueve. A las doce, el lado del horizonte se coloreó un poco al influjo del invisible sol, y luego comenzó la gris frialdad de la tarde que debía hundirse en la noche tres horas después.

A continuación de aquel vano esfuerzo del sol para mostrarse, sacó Bill el rifle de entre las correas que lo sujetaban al trineo y dijo:

—Tú sigue, Henry, que yo voy a ver… lo que voy a ver.

—Mejor sería que no te separaras del trineo —le objetó su compañero—. No tienes más que tres cartuchos, y nadie sabe lo que puede ocurrir.

—¿Quién es ahora el gruñón, tú o yo? —preguntó triunfalmente Bill.

Henry no contestó y continuó solo, aunque no sin lanzar frecuentes miradas de ansiedad hacia atrás, hacia la gris soledad por donde acababa de perderse su compañero. Una hora después, gracias a haber tomado por el atajo las curvas que el trineo tuvo que describir, llegó Bill.

—Andan esparcidos y en un amplio radio —dijo—. Al mismo tiempo que nos siguen, van al ojeo de alguna pieza que puedan levantar. ¡Claro! De nosotros están seguros, pero saben que han de esperar aún. Mientras tanto, se contentarán con cualquier cosa de la que puedan echar mano.

—Querrás decir que se figuran estar seguros de nosotros. Supongo que no habrán probado bocado en algunas semanas, excepto lo que les han proporcionado el
Gordito
, el
Rana
y el
Zancudo
, y son ellos tantos que no les tocaría mucho a cada uno. Están tan flacos que sus costillas parecen un enrejado y el vientre se les ha subido hasta plegárseles al espinazo. Están furiosos, te lo aseguro. Acabarán por volverse rabiosos, y entonces, ¡mucho ojo!

Tres minutos después, Henry, que iba ahora detrás del trineo, lanzó un sordo silbido de alerta. Bill se volvió y miró, después de lo cual paró los perros silenciosamente. A reta guardia, desde la última curva que habían dejado y siguiendo sus mismos pasos, visible por completo y sin recatarse lo más mínimo, iba trotando, como escapado, un animal peludo. Seguía el rastro con el hocico. Tenía un trote especial. Parecía que se deslizara y adelantaba sin el menor esfuerzo. Cuando ellos se paraban, se detenía él también, levantando la cabeza y mirándolos fijamente, venteando con ahínco para estudiarlos por medio del olfato.

—Es la loba —dijo Bill.

Los perros se habían echado en la nieve y, dejándolos, Bill retrocedió para unirse a su amigo al lado del trineo. Juntos observaban vigilantes el extraño animal que había estado persiguiéndolos durante días enteros y al que se debía ya la pérdida de la mitad de la traílla.

Después de examinarlos con todo cuidado, trotó algo más, unos cuantos pasos. Repitió lo mismo varias veces hasta que al fin quedó ya a unos pocos centenares de metros. Entonces se paró, con la cabeza enhiesta, junto a unos abetos, y mirando y olfateando, estudió el equipo de los hombres, que lo observaban también. Los contemplaba de un modo raro, pensativo, al estilo de como suelen hacerlo los perros; pero en todo aquel interés, en toda aquella atención, no había nada de la perruna afectuosidad. Era producto del hambre, y resultaba tan cruel como sus propios colmillos, tan sin piedad como el hielo.

Para ser un lobo, resultaba muy grande. Era uno de los mayores ejemplares de su raza.

—Lo menos tiene cerca de cuatro palmos de alto —comentó Henry—. Y apuesto a que no anda muy lejos del metro y medio de largo.

—¡Qué color más raro para un lobo! —observó Bill—. Es la primera vez que veo un lobo rojo. Casi me parece de color canela.

No era ciertamente así. Su pelaje resultaba, en realidad, el de un verdadero lobo. El color dominante era el gris, pero mezclado con un matiz rojo pálido, un matiz engañador que tan pronto aparecía como desaparecía, que semejaba más bien una ilusión óptica, pues a veces era gris claro y a veces surgían en él reflejos de un rojo vago, inclasificable entre los colores acostumbrados del lobo.

—Todo su aspecto es el de un indómito perrazo de trineo —afirmó Bill—. No me extrañaría que empezara a mover la cola.

—¡Hola, salvaje! —le gritó—. Ven aquí, tú, como te llames.

—No te teme ni pizca —dijo Henry, riéndose.

Bill le amenazó con la mano, riñéndole a gritos; pero el animal no dio muestras de atemorizarse lo más mínimo. La única alteración que en él notaron fue que se puso más alerta que nunca. Los miraba con aquella despiadada atención hija del hambre. Ellos eran carne, y él estaba hambriento; su deseo hubiera sido echárseles encima y devorarlos, si se hubiese atrevido a hacerlo.

—Mira, Henry —dijo Bill, bajando inconscientemente la voz hasta que parecía un susurro, porque a ello le impulsaba la idea que se le había ocurrido—, tenemos tres cartuchos, pero el tiro es blanco seguro. Imposible errarlo. Se nos ha llevado a tres de nuestros perros, y hora es ya de que esto se acabe. ¿Qué te parece?

Henry asintió, como dándole permiso. Bill sacó el rifle de entre las correas del trineo cautelosamente. Iba a echárselo a la cara; pero no llegó a apoyarse la culata en el hombro. En el mismo instante, la loba dio un salto hacia un lado, apartándose del camino, y desapareció tras un grupo de abetos.

Los dos hombres se quedaron mirándose. Henry se contentó con silbar significativamente.

—¡Debía haberlo pensado! —exclamó Bill, reprendiéndose a sí mismo mientras colocaba el rifle en su sitio.

—¡Claro! Un lobo que es bastante listo para mezclarse con los perros a la hora de la comida ha de saber para qué sirven las armas de fuego. Créeme, Henry, y no lo dudes: ese animal es la causa de todo lo que nos pasa. Si no fuera por él, por esa loba, aún tendríamos nuestros seis perros, en vez de los tres que nos quedan. Y no lo dudes tampoco: yo voy a acabar con ella. Sabe demasiado para que se deje tirar a pecho descubierto, pero la cazaré al acecho. Caerá en la emboscada o dejaría yo de ser quien soy.

—No te apartes mucho al intentarlo —le previno su compañero—. Si a la manada se le antoja tomarte por su cuenta, los tres cartuchos te servirán de tan poco como tres voces que dieras en el mismo infierno. Esos condenados animales están hambrientos, y si les da por perseguirte, acaban contigo, Bill.

Aquella noche, los dos amigos acamparon temprano. Tres perros no podían arrastrar el trineo tan aprisa ni durante tantas horas como cuando eran seis, y daban ya claras señales de estar rendidos. Los hombres se acostaron pronto, después de cuidar Bill de que los perros quedaran atados y a distancia uno de otro para que no pudieran roer las correas del vecino. Pero los lobos iban atreviéndose a acercarse, y más de una vez despertaron a nuestros viajeros. Tan cerca los tenían, que los perros comenzaron a mostrarse locos de terror, y fue necesario ir renovando y aumentando de cuando en cuando el fuego de la hoguera, a fin de mantener a aquellos merodeadores a mayor y más segura distancia.

—Varias veces he oído contar a los marineros cómo los tiburones siguen a los barcos —observó Bill al volver, arrastrándose, a echarse en las mantas, después de una de estas ocasiones en que fue preciso añadir leña a la hoguera.

—¡Bueno…! Pues los lobos son los tiburones de la tierra. Ellos saben mucho mejor que nosotros lo que hacen, y si siguen nuestra pista de este modo, no será para que el ejercicio les conserve la salud. Acabarán por apoderarse de nosotros. Seguro que nos cazan, Henry.

—Lo que es a ti, te tienen medio cogido desde el momento en que hablas así. Cuando un hombre dice que lo van a devorar, ya está andado la mitad del camino que conduce a ello. Y tú estás medio devorado. Solo por hablar tanto de lo que nos va a pasar.

—De hombres más fuertes que tú y yo han dado ellos cuenta —replicó Bill.

—¡Basta! ¡Cállate ya de una vez y no estés siempre gruñendo! No haces más que freírme la sangre y molestarme.

Henry se volvió enfurecido, pero sorprendido de que Bill no le contestara de igual modo. No solía ser esta su costumbre, porque al oír que le hablaban con dureza siempre salía de tino.

Henry se quedó largo tiempo pensando en esto antes de que llegara a dormirse del todo, y mientras los párpados se le cerraban y se iba quedando traspuesto, no podía apartar esta idea de su mente:

«No hay duda de que Bill tiene una murria fenomenal. Tendré que dedicarme mañana a animarle un poco.»

III

El aullido del hambre

El día comenzó prósperamente. No habían perdido ningún perro más durante la noche, y se lanzaron al trillado sendero, y con él al silencio, a la oscuridad y al frío, con ánimo bastante tranquilo. Bill parecía haberse olvidado ya de sus pronósticos de la víspera, y hasta acogió con sardónicas burlas a los perros cuando estos, al llegar el mediodía, volcaron el trineo en un punto del camino en que el paso era difícil.

Se armó un lío que nada tenía de agradable. El trineo boca abajo metido entre el tronco de un árbol y una enorme roca, y ellos viéndose obligados a desenganchar los perros para poner orden en aquel enredo. Se hallaban los dos hombres encorvados sobre el vehículo, forcejeando para colocarlo bien, cuando Henry observó que
Oreja Cortada
se escurría hacia un lado con intención de marcharse.

—¡Eh, tú!, ¿adónde vas? —le gritó, llamándole por su nombre, enderezándose y volviéndose hacia el perro.

Pero
Oreja Cortada
salió escapado a través de la nieve, dejando tras sí las huellas que marcaban su fuga… Y allí, en la nieve, donde estaba el otro rastro que habían dejado ellos a su espalda, se hallaba la loba esperando al nuevo fugitivo. A medida que el perro se iba acercando, se volvía cauteloso. Fue deteniendo la carrera hasta convertirla en una serie de pasos cortos y vigilantes, ansiosamente. Pareció que la loba le sonreía. El perro la miraba con cierto cuidado y como dudando, pero enseñándole los dientes de un modo más bien insinuante que amenazador. La loba dio hacia él algunos pasos, como jugando, y se paró.

Oreja Cortada
se acercó a ella cautelosamente, aún ojo avizor, enderezadas la cola y las orejas y alta la cabeza.

El perro trató de aproximar su hocico al de ella; pero la hembra retrocedió entre traviesa y esquiva. Cada avance de él iba seguido del correspondiente retroceso de ella. Paso a paso fue apartándolo de la protección que podía prestarle la compañía humana. Una de estas veces, como si una vaga sospecha o aprensión hubiera cruzado por el cerebro del animal, volvió la cabeza y miró hacia atrás, hacia el volcado trineo, sus compañeros de tiro y los dos hombres que lo estaban llamando.

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