Read Clara y la penumbra Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (53 page)

BOOK: Clara y la penumbra
2.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Una Vajilla inclinó la bandeja frente a él y Bosch eligió lo que parecía ser un martini. Cuando la Vajilla se alejaba, se acercó otra en dirección opuesta. Las bandejas chocaron suavemente y de inmediato se apartaron siguiendo su ciego camino como hormigas que cruzan sus antenas en la larga hilera hacia el nido. En el techo brillaba una Lámpara bisexual de Du Perrin, en las esquinas lucían más Lámparas, casi todas femeninas, así como Mesas y Aderezos. Bosch se preguntó a cuenta de quién recaerían los gastos de aquella carísima decoración. «¿Fondos de cohesión otra vez?»

Jacob Stein y April Wood fueron las ausencias más notables. Por lo demás, el «gabinete de crisis» estaba intacto. El Hombre Clave, que seguía encaprichado con la Bandeja de dulces, se apresuró a resumir el tema de la reunión con una frase espectacular:


Rip van Winkle
ha capturado a El Artista con un error de menos del cero, coma, cero cinco por ciento. Puntualicemos. Cero, coma, cero cinco.

—¿Puede traducirlo para los que hemos estudiado letras? —preguntó Gert Warfell.

El Hombre Clave se enfrascó en una explicación sofisticada. Quince sospechosos habían sido detenidos, de los cuales cinco habían pasado a un nivel superior de sospecha. Según los datos que obraban en poder de
Rip van Winkle,
uno de ellos debía de ser El Artista casi con total seguridad. Los otros diez habían sido eliminados. Cuando se determinara cuál de los cinco era el individuo que buscaban, eliminarían a los restantes. El Artista sería interrogado en profundidad hasta que ya no cupiera duda de que no guardaba información. Luego encontrarían las ramificaciones y las eliminarían. Después eliminarían a El Artista. Por último,
Rip van Winkle
se eliminaría a sí mismo.

—Los últimos en ser eliminados seremos nosotros. Puntualicemos. Nos autoeliminaremos, porque cuando todo esto acabe, el gabinete de crisis se disolverá,
Rip van Winkle
seguirá «durmiendo» y ya no volveremos a vernos. Y, a todos los efectos, no nos hemos conocido nunca —agregó. Y se introdujo otro puñado de caramelos en la boca.

—Esa es una buena noticia —dijo la señorita Roman. Bosch no sabía si se refería a la eliminación de El Artista o a la del Hombre Clave. El asiento de la señorita Roman era masculino: las estrechas y fuertes nalgas en color pardo que soportaban su peso resultaban perfectamente visibles desde el lugar donde Bosch se encontraba.

—¿Han confesado algo? —preguntó Gen Warfell, inclinándose hacia adelante. No cesaba de removerse, y Bosch observaba al Sillón tensar sus músculos barnizados tras cada acometida—. Me refiero a los cinco sospechosos.

—Tres de ellos se han declarado culpables. No es que eso signifique nada, pero es más de lo que teníamos hace dos semanas.

—Extraordinaria noticia —se interesó Benoit—. ¿No crees, Lothar?

—¿Qué información han revelado los cinco sospechosos? —preguntó Bosch sin responder a Benoit.

El Hombre Clave había tendido la mano para atrapar un whisky. La Vajilla se detuvo el tiempo justo y continuó andando con pasos ciegos y cuidadosos. La luz de las Lámparas se reflejaba en sus nalgas de nácar y les otorgaba el aspecto de huevos de ave fabulosa.

—Por ahora es confidencial —repuso el Hombre Clave—. Se ofrecerá en sucesivos informes, cuando podamos cotejarla.

—Lo preguntaré de otra manera. ¿Alguno de los sospechosos ha revelado datos que sólo podría haber conocido si fuera El Artista?

—Lothar está tratando de decir que no se fía de
Rip van Winkle
—observó Sorensen.

Bosch protestó, pero el Hombre Clave no pareció concederle importancia alguna al comentario de Sorensen.

—Los interrogatorios se están llevando a cabo en varias ciudades europeas, y no obran en mi poder todos los datos. Pero nuestros métodos no son inquisitoriales, si es a eso a lo que se refiere: solemos preguntar antes de disparar. Ninguna información ha sido extraída a la fuerza.

Bosch no estaba muy seguro de la veracidad de tal aserto, pero prefirió no discutir.

—Bueno, puede decirse que el problema se ha resuelto —rugió Warfell.

—Y a tiempo —dijo Sorensen—. Mañana es la inauguración.

—El señor Stein se llevará una gran alegría, me consta —declaró Benoit con la mirada brillante, como congraciándose con la humanidad.

—Estaba deseando terminar cuanto antes y marcharme de vacaciones —rugió el vozarrón de Harlbrunner. El asiento que se aplastaba bajo su tonelaje era, a juzgar por lo que Bosch podía apreciar, una muchacha.

La reunión se suspendió. Mientras los miembros del gabinete se apoyaban en las manos de los Sillones para levantarse, Benoit se volvió hacia Bosch y le preguntó si le importaría charlar un rato cuando salieran de allí. A Bosch le importaba mucho, no sólo debido a su cita con Van Obber de aquella tarde, sino porque lo que menos deseaba era hablar con el jefe de Conservación, pero sabía perfectamente que no iba a poder negarse. Benoit sugirió el parque de Clingendael. Afirmaba que aquel entorno de jardín japonés lo entusiasmaba. Se dirigieron allí en su propio automóvil.

Durante el trayecto ninguno de los dos habló. Un carrusel arquitectónico de La Haya penetraba por los cristales azulados de las ventanillas. Bosch había nacido en aquella ciudad, aunque desde muy joven había vivido en Amsterdam. Por un momento se preguntó si quedaba algo de La Haya dentro de él. Pensó que quizá hubiera algo de La Haya en cada lugar del mundo moderno. Como en los grabados de M. C. Escher, su ciudad natal parecía albergar otra ciudad en su interior que a su vez albergaba otra, y así hasta el infinito. El Madurodam mostraba una Holanda a escala, «la ciudad más pequeña más grande de Europa», como decía su padre. El Panorama Mesdag exhibía una pintura de 120 metros de diámetro también elaborada a escala. En la Mauritshuis uno podía asomarse al pasado a través de la Holanda pintada por los grandes maestros. Y si se deseaba arte HD, el coleccionista encontraba diez salas oficiales y más del cuádruple de privadas, el Gemeentemuseum y la novísima Kunstsaal; casas de arte adolescente legal como
Nabokovian
o
Puberkunst;
la artesanía clandestina de
Menselijk;
el art-shock público de
Harder
y
The Tower;
los cuadros móviles de
Het Bos
y
Action House;
los
animarts
de
Artzoo.
Y si querías hacer fotos, ¿qué mejor que hacérselas al famoso exterior
Het Meisje
en Clingendael? Ciudades falsas y seres humanos reales disfrazados de obras. Te perdías un día en La Haya y terminabas confundiendo la apariencia con la realidad. Quizás haber nacido allí —pensaba Bosch— provocaba esa neblina que ahora habitaba su mente, esa ausencia de líneas divisorias.

El parque de Clingendael estaba lleno de turistas, pese a que las nubes cada vez más densas prometían una desagradable sorpresa para el final de la tarde. Benoit y Bosch comenzaron a pasear por las alamedas con las manos a la espalda. Un viento ligeramente frío alzaba las puntas de sus corbatas.

—Hace poco leí en
Quietness
—dijo Benoit— que se está organizando una exposición de lienzos jubilados en Nueva York. Ya llevan varias ventas exitosas en Estados Unidos. Lo financia Enterprises, claro. Y el columnista afirmaba que la idea era genial porque, ¿qué otra cosa puede hacer un jubilado si no estar quieto en algún sitio, mirar a la gente y que la gente lo mire? A Stein no le ha interesado mucho, sin embargo, porque los lienzos viejos no le gustan, pero estoy seguro de que en Europa pronto se pondrá en práctica. Imagínate a los ancianitos que apenas pueden vivir de sus pensiones convertidos de repente en obras millonarias. El mundo se mueve, Lothar, y nos invita a movernos con él. La pregunta es: ¿aceptas la invitación o te apeas y lo ves pasar?

No era una pregunta real y Bosch no contestó. En un pequeño claro varias chicas ensayaban posturas de imitación frente a
Majadería,
de Rut Malondi. Bosch supuso que serían estudiantes de la carrera oficial de lienzo. Por supuesto, ninguna estaba desnuda ni pintada, a diferencia de la obra original: eso hubiera sido ilegal. La ley permitía que la obra de arte se exhibiera sin ropa en lugares públicos, pero las estudiantes sólo eran personas y no podían hacerlo. Bosch las veía suspirar por llegar, algún día, a dejar a un lado su condición de personas. Pensó que tal vez Danielle deseaba lo mismo.

Benoit estuvo un buen rato en silencio observando los cuerpos inmóviles de las aspirantes a lienzos posando sobre la hierba en blusa y vaqueros, con las carpetas y los jerseys a sus pies.

—¿Crees de verdad que lo han atrapado, Lothar? —preguntó repentinamente.

Eso sí era una pregunta real.

—No. No lo creo, Paul. Pero cabe en lo posible.

—Yo tampoco lo creo —dijo Benoit—.
Rip van Winkle
adolece del mismo problema que Europa: la unión desunida. ¿Sabes cuál es nuestro problema como europeos? Que queremos seguir siendo nosotros mismos sin dejar de ser el Todo. Pretendemos globalizar nuestra individualidad. Pero el mundo necesita cada vez menos individuos, menos razas, menos naciones, menos idiomas. Lo que necesita el mundo es que todos sepamos inglés y, a ser posible, que seamos un poco liberales. Que en Babel se hable inglés y adelante con la torre, dice el mundo. Eso es lo que exige la globalización, y los europeos aspiramos a ella sin renunciar a nuestra condición de individuos. Pero ¿qué es un individuo hoy día? ¿Qué significa ser francés, inglés o italiano? Míranos a nosotros: tú eres holandés con raíces alemanas, yo soy francés pero trabajo en Holanda, April es inglesa pero vivió en Italia, Jacob es norteamericano y vive en Europa. Antes, la herencia artística nos diferenciaba, pero ahora las cosas han cambiado. Un holandés puede hacer una obra de arte con un español, un rumano con un peruano, un chino con un belga. La inmigración ya tiene una salida laboral fácil: convertirse en arte. Ya nada nos diferencia de nadie, Lothar. Tengo en mi casa un retrato en cerublastina de Avendano. Es exacto a mí, tan exacto como un espejo, pero el modelo que sustituye al original este año es ugandés. Está en mi despacho y lo miro todos los días. Veo en él mis facciones, mi cuerpo, mi propio aspecto, y pienso: «Dios mío, por dentro soy negro». Nunca he sido racista, Lothar, te lo aseguro, pero me parece increíble verme a mí mismo y saber que por dentro, bajo mi piel, hay un negro oculto, y que si araño una de mis mejillas con la fuerza suficiente veré aparecer al ugandés detrás, inmóvil, a ese ugandés que llevo dentro y que ya no podré expulsar aunque quiera... entre otras cosas, porque el retrato es de Avendano y cuesta un huevo, ¿sabes?

—Comprendo —dijo Bosch.

—Me pregunto: ¿qué crees que veríamos aparecer tras la piel de Europa si la arañáramos, Lothar?

—Tendríamos que arañarla muchas veces, Paul.

—Exacto. Pero hay algo que me consuela. Algo que me une al ugandés, algo que comparto con él y que me hace pensar que, en el fondo, no somos tan diferentes.

Tras una pausa, Benoit reanudó la marcha. Entonces dijo:

—Los dos queremos ganar dinero.

Al final de aquella vereda, duplicada por el espejo de una laguna y acuclillada sobre unas rocas, se encontraba
Het Meisje,
el óleo más célebre del parque de Clingendael y quizá de toda la ciudad.
Het Meisje,
«La muchacha», era una delicada pieza de Rut Malondi considerada por algunos como la
«Sirenita
HD» de La Haya. Ocultaba a medias su cuerpo con una camisa holgada pintada en blanco nieve que el viento hacía ondear. El rostro, perfectamente dibujado con cerublastina, y el suave hiperdramatismo de su mirada azul distraían las horas muertas de los paseantes. Era un exterior permanente, pero durante el duro invierno holandés el ayuntamiento la protegía con una cúpula de plástico termoestable. El lienzo no tendría más de catorce años. Era la decimosexta sustituta, y estaba pintada para parecerse a las anteriores. Un regimiento de turistas la sitiaba, disparando sus cámaras. Era tradicional ofrecerle flores o arrojarle pequeños papeles con poemas.

Benoit se detuvo frente a ella, cerca de la laguna.

—Habrás oído mencionar que el traspaso está próximo —dijo—. Van Tysch se está deteriorando, Lothar. Digamos que se ha deteriorado por completo. Es lo que suele ocurrir cuando alguien se vuelve eterno: que se muere. La única razón de que no lo veamos pudrirse es que se oculta bajo capas de oro puro. Ya están buscando un sustituto. Me preguntaba quién ocupará su lugar.

—Dave Rayback —dijo Bosch sin asomo de duda.

—No. No será él. Es un genio de la pintura, tengo varios originales suyos en Normandía y he pagado una fortuna para que se exhiban de forma permanente. Son tan buenos que no quiero que se marchen ni siquiera a mear. Como artista, Rayback posee cualidades de sobra para tomar el relevo. Pero su gran defecto es que es demasiado astuto, ¿no te parece? Y un genio debe ser siempre un poco gilipollas. La gente tiende a mirar a los genios y a sonreír pensando: «Míralos, pobrecillos, ocupados en crear obras sagradas, tan despistados como siempre». Ésa es la imagen del genio que vende. Pero el genio que además es astuto resulta un poco incómodo. Es como si pensáramos que la astucia está reservada sólo a los mediocres. O como si ser genio fuera incompatible con querer amasar una fortuna, dirigir un país o comandar un ejército. A un presidente de gobierno podemos considerarlo «astuto». Incluso podemos llegar a decir que ha sido un «buen» presidente. Pero, por bueno que sea en su trabajo, nunca nos parecerá «genial». ¿Captas el matiz?

—Si no va a ser Rayback —dijo Bosch—, ¿quién, entonces? ¿Stein?

—Ni de broma. Stein es de esos hombres que necesitan a alguien superior para que apruebe su trabajo. Recuerdo una frase de Rayback que me gustó: «Stein es el mejor artista de todos los que no lo son». Cierto. A Stein descártalo. El único papel que juega aquí es el de votante: él, y otros como él, elegirán al nuevo genio. Y puedo garantizarte que el elegido será alguien desconocido, un artista del montón. La Fundación no puede fracasar ahora. Nos hemos convertido en un negocio inmenso, Lothar. Las apuestas para el futuro son enormes. Mamá y papá le regalarán al niño un manual de pintura HD básica. Lograremos crear modelos temporeros que le cuesten cien euros al pintor aficionado. Legalizaremos la artesanía y la decoración humanas, y cuando eso ocurra podrás tener un Receptáculo, una Bandeja o un Cenicero de dieciocho años en tu casa por mil o dos mil euros. Ampliaremos el campo del retrato con cerublastina y los talleres de copias en serie. Y cuando la violencia pueda evacuarse en art-shocks baratos y completamente legales, habremos dado un paso similar a legalizar la droga. El arte HD va a cambiar la historia de la humanidad, te lo aseguro. Nos estamos convirtiendo en el mejor negocio del mundo. Necesitamos, por tanto, que nos represente alguien lo bastante idiota. Si nos representa un individuo astuto, fracasaremos. Los buenos negocios exigen un idiota delante y muchos listos detrás.

BOOK: Clara y la penumbra
2.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Beloved Enemy by Jane Feather
A Piece of Mine by J. California Cooper
Otherkin by Berry, Nina
Almost Summer by Susan Mallery
Conqueror’s Moon by Julian May
The Englor Affair by J.L. Langley
Bootlegger’s Daughter by Margaret Maron
One Word From God Can Change Your Family by Kenneth Copeland, Gloria Copeland