Ciudad (8 page)

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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Ciudad
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Era claro ahora cómo se había desarrollado; claro como el agua. Hábitos y normas mentales y la asociación de la felicidad a ciertas cosas… cosas que no tenían valor en sí mismas, pero a las que una familia había asignado un valor concreto y definido durante cinco generaciones.

No era sorprendente que otros lugares parecieran extraños, no era sorprendente que en otros horizontes hubiese un matiz de horror.

Y sin embargo nada podía hacerse. Nada, a no ser que se arrancaran todos los árboles, y se quemara la casa, y se alterara el curso de los arroyos. Y ni aun así se lograría algo, ni aun así…

El televisor ronroneó, y Webster alzó la cabeza de las manos, se inclinó hacia adelante y movió la llave con el pulgar.

El cuarto se convirtió en un resplandor blanco, pero no hubo ninguna imagen. Una voz dijo:

—Llamada secreta. Llamada secreta.

Webster abrió un panel de la máquina, hizo girar un par de llaves y se oyó un zumbido. La energía se alzó hasta formar una pantalla y bloquear el cuarto.

—Secreto asegurado —dijo.

El resplandor blanco se desvaneció y un hombre apareció ante él, sentado al otro lado del escritorio. Un hombre que había visto muchas veces en la pantalla de televisión, en su diario. Henderson, presidente del Comité Mundial.

—He recibido una llamada de Clayborne —dijo Henderson.

Webster asintió en silencio.

—Me dijo que usted se negaba a ir a Marte.

—No me he negado —dijo Webster—. Cuando Clayborne cortó la comunicación, el asunto estaba en pie. Le dije que me era imposible ir, pero Clayborne no me hizo caso, pareció que no entendía.

—Webster, debe ir —dijo Henderson—. Nadie conoce como usted el cerebro marciano. Si fuese una operación sencilla, sería diferente.

—Puede ser cierto —admitió Webster—, pero…

—No se trata sólo de salvar una vida —dijo Henderson—. Aunque sea la vida de alguien tan importante como Juwain. Hay algo más. Juwain es amigo suyo. Quizá le habló de su último descubrimiento.

—Sí —dijo Webster—. Sí, me habló. Un nuevo concepto de la filosofía.

—Un concepto —declaró Henderson— del que no podemos privarnos. Un concepto que transformará el sistema solar; la humanidad dará un salto de cien mil años en el plazo de dos generaciones. Una nueva vía que conducirá a una nueva meta que no habíamos sospechado, que ni siquiera había existido. Una verdad totalmente nueva. Una verdad que nadie vio hasta ahora.

Las manos de Webster apretaron con fuerza el borde del escritorio.

—Si Juwain muere —dijo Henderson—, ese concepto morirá con él. Puede perderse para siempre.

—Trataré de hacerlo —dijo Webster—. Trataré de hacerlo.

La mirada de Henderson se endureció.

—¿Eso es todo lo que puede decirme?

—Eso es todo —dijo Webster.

—¡Pero, hombre! ¡Tiene que haber un motivo, una explicación!

—Ninguna que quiera dar —dijo Webster.

Y deliberadamente se inclinó hacia adelante y movió el conmutador.

Webster, sentado ante su escritorio, se miraba fijamente las manos. Manos hábiles, manos sabias. Manos que, si iba a Marte, podían salvar una vida. Manos que podían dar a todo el sistema planetario, a la humanidad, a los marcianos, una idea, una nueva idea que los haría avanzar cien mil años en dos generaciones.

Pero manos encadenadas por una fobia que se había alimentado a sí misma en esta vida de paz. Decadencia… una extrañamente hermosa, y mortal, decadencia.

El hombre había abandonado las atestadas ciudades, los lugares abarrotados, doscientos años atrás. Había terminado con los antiguos enemigos y los viejos miedos que habían hecho que él y sus semejantes se apretasen alrededor del fuego del campamento. Había dejado atrás los fantasmas que lo habían seguido desde la época de las cavernas.

Y sin embargo… Y sin embargo…

Éste era otro lugar atestado. No un lugar atestado para el cuerpo, sino para la mente. Una hoguera psicológica que aún retenía al hombre en su círculo de luz.

Tenía que dejar esa hoguera. Así como los hombres se habían alejado de las ciudades, hacía doscientos años, así él, Webster, tenía que alejarse de esa hoguera. Y no debía mirar hacia atrás.

Tenía que ir a Marte… o al menos partir para Marte. No había discusión posible. Tenía que ir.

Si sobreviviría al viaje, si podría hacer esa operación, no lo sabía. Se preguntó, vagamente, si la agorafobia podría ser fatal. En sus formas más exageradas, suponía que sí.

Extendió una mano para tocar el timbre, y luego titubeó. No le pediría a Jenkins que preparase las maletas. Las prepararía él mismo. Tenía que ocuparse en algo hasta que llegase la nave.

Del estante alto del guardarropa sacó una maleta y vio que tenía una capa de polvo. Sopló sobre ella, pero el polvo no se movió. Estaba allí desde hacía demasiados años.

Mientras hacía las maletas, el cuarto discutía con él, le hablaba en ese lenguaje mudo que las cosas inanimadas, pero familiares, suelen emplear con el hombre.

—No puedes irte —decía el cuarto—. No puedes irte y dejarme.

Y Webster replicaba, en parte rogando, en parte explicando:

—Tengo que irme. ¿No entiendes? Es un amigo, un viejo amigo. Volveré.

Hechas ya las maletas, Webster volvió al estudio y se dejó caer en una silla.

Tenía que irse, y sin embargo, no podía irse. Pero cuando llegase la hora, sabía que saldría de la casa y se encaminaría a la nave.

Trató de acuñar en su mente este pensamiento, trató de fijarlo en una norma rígida, trató de olvidarlo todo excepto la idea de su viaje.

Las cosas del cuarto se le metieron en la mente, como si conspiraran, también ellas, para que se quedase. Cosas que Webster veía casi por primera vez. Cosas viejas, recordadas, que de pronto eran nuevas. El cronómetro donde se leían, simultáneamente, las horas marcianas y las terrestres, los días del mes, las fases de la luna. El retrato de su mujer muerta, sobre el escritorio. El trofeo que había ganado en la escuela preparatoria. El billete enmarcado de su viaje a Marte, que le había costado diez dólares.

Clavó los ojos en esas cosas, involuntariamente al principio, luego con toda conciencia. Las miró una a una, como componentes singulares de una habitación que hasta entonces había considerado como un todo, sin darse cuenta de que había en ella tantos objetos.

Caía el crepúsculo, un crepúsculo de los primeros días de la primavera, un crepúsculo perfumado por los sauces.

La nave llegaría de un momento a otro. Se sorprendió con el oído atento, aunque sabía que no oiría nada. Las naves impulsadas por motores atómicos eran totalmente silenciosas, salvo cuando ganaban velocidad. Al aterrizar y al elevarse flotaban como flores de cardo.

La nave llegaría en seguida. Tenía que llegar en seguida, o nunca iría a Marte. Si esperaba mucho más, su resolución se desharía como un montículo de polvo bajo la lluvia. Su resolución no podría resistir mucho tiempo las súplicas del cuarto, el resplandor del fuego, las voces de la tierra donde habían vivido y muerto cinco generaciones de Webster.

Cerró los ojos y luchó contra los temblores que le recorrían el cuerpo. No podía permitir que le dominaran. Debía mantenerse firme. Cuando llegara la nave tenía que ser capaz de incorporarse y caminar hasta el patio.

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante —dijo Webster.

Era Jenkins. El fuego de la chimenea se reflejaba en su luciente superficie metálica.

—¿Ha llamado, señor? —preguntó Jenkins.

Webster meneó la cabeza.

—Temí que lo hubiese hecho —explicó Jenkins— y le sorprendiera mi tardanza. Ha ocurrido algo extraordinario, señor. Dos hombres vinieron en una nave y dijeron que querían llevarlo a Marte.

—Sí. ¿Por qué no me llamaste? —dijo Webster. Trató de ponerse de pie.

—No me pareció conveniente molestarlo, señor —dijo Jenkins—. Era tan raro. Al fin los convencí de que usted no podía querer ir a Marte.

Webster se enfureció, sintiendo que un terror helado le apretaba el pecho. Agarrándose con ambas manos del borde del escritorio, se dejó caer en la silla, y sintió que las paredes del cuarto se cerraban a su alrededor como una trampa que nunca volvería a abrirse.

Notas al tercer cuento

P
ARA LOS MILES
de lectores que gustan del tercer cuento, éste se distingue, principalmente, porque en él aparecen los perros por vez primera. Para el estudioso, es mucho más. Es, ante todo, una historia de culpabilidad y frustración. En ella prosigue el derrumbamiento de la raza humana, y el hombre es asaltado por un sentimiento de culpa y la inestabilidad que resulta de las mutaciones.

El cuento intenta racionalizar las mutaciones, e incluso explicar al perro como alteración de un tronco primitivo. Ninguna raza, dice el cuento, puede progresar sin mutaciones; pero nada se dice de la necesidad de ciertos factores estáticos que aseguren la estabilidad social. Y a lo largo de la leyenda se advierte claramente que la estabilidad no era valor muy apreciado por la raza humana.

Tige, que ha buscado apoyo en la leyenda misma a su teoría de que los cuentos son de origen humano, no cree que ningún narrador perruno pudiese haber enunciado la idea de la mutación, concepto que se opone casi totalmente a las creencias caninas. Un punto de vista semejante, asegura, tiene que haber surgido de una mente de otra especie.

Bounce, sin embargo, señala que en toda la leyenda puntos de vista que se oponen diametralmente a la lógica canina aparecen a veces bajo una luz favorable. Esto, afirma, no es más que un recurso común a todo buen narrador: una distorsión de los valores para obtener cierto efecto dramático.

El hombre aparece aquí, obviamente, como un personaje consciente de sus propios errores. En este cuento, el ser humano, Grant, habla del «engranaje de la lógica», y da a entender que hay algo equivocado en la lógica humana. Le dice a Nathaniel que la raza humana está siempre preocupada por algo. Alimenta al mismo tiempo la esperanza casi infantil de que la teoría de Juwain podría haber salvado a los hombres.

Y Grant, al fin de la historia, viendo que la tendencia a la destrucción es inherente a su raza, pone el destino de la humanidad a cargo de Nathaniel.

De todos los personajes que aparecen en la leyenda, Nathaniel es, seguramente, el único que tiene fundamento histórico. En muchos otros relatos del pasado racial se menciona a menudo este nombre. Aunque es casi imposible que Nathaniel haya cumplido todas las hazañas que se le atribuyen, hay que creer sin embargo en su existencia, y que fue, en vida, una figura de importancia. Las razones de esa importancia, como es natural, se han perdido en los abismos de la historia.

La familia humana de los Webster, que fue presentada en el primero de los cuentos, mantiene una posición prominente en toda la leyenda. Ésta puede ser otra prueba en favor de la teoría de Tige, pero es posible también que la familia Webster no sea más que un recurso narrativo para unir entre sí diversas historias que de otro modo parecerían demasiado independientes.

La implicación de que los perros son resultado de la intervención del hombre, resultará, quizá, algo chocante. Rover, que nunca vio en la leyenda sino un puro mito, piensa que el episodio intenta explicar los orígenes de la raza. Para suplir la falta de conocimiento, esta historia describe una intervención casi divina. Es un modo fácil y, para la mente primitiva, plausible y satisfactorio, de explicar algo desconocido.

3
Censo

R
ICHARD
G
RANT
descansaba a orillas del arroyo que descendía por la falda de la colina y se alejaba con sus aguas brillantes bordeando el retorcido sendero, cuando la ardilla pasó corriendo y subió rápidamente al nogal. Detrás de la ardilla, levantando un ciclón de hojas otoñales, apareció el perrito.

Cuando el perro vio a Grant, se detuvo, movió la cola y lo observó con ojos divertidos.

Grant insinuó una sonrisa.

—Hola, cómo estás —dijo.

—Hola —dijo el perro.

Grant se incorporó, casi de un salto, y abrió la boca. El perro se rió, y la lengua le asomó por entre los dientes como un trapo brillante y rojo.

Grant señaló el nogal con el pulgar.

—Tu ardilla está ahí arriba.

—Gracias —dijo el perro—, puedo olerla.

Sorprendido otra vez, Grant miró rápidamente alrededor sospechando una broma. Ventriloquia, quizá. Pero no se veía a nadie. En el bosque estaban sólo él y el perro, y el arroyo que gorgoteaba, y la ardilla en el árbol.

El perro se acercó.

—Me llamo Nathaniel —dijo.

Eran palabras, no había duda. Casi como en el lenguaje humano; pero pronunciadas cuidadosamente, como por alguien que está aprendiendo a hablar. Había además un acento curioso, una cierta excentricidad en la entonación.

—Vivo en la colina —dijo Nathaniel—, con los Webster.

El perro se sentó y golpeó el suelo con la cola, limpiándolo de hojas amarillas. Parecía extremadamente feliz.

Grant de pronto hizo restallar los dedos.

—¡Bruce Webster! Podía habérmelo imaginado. Me alegra conocerte, Nathaniel.

—¿Quién eres tú? —preguntó Nathaniel.

—¿Yo? Soy Richard Grant, censista.

—¿Qué es un cen… censis…?

—Un censista es alguien que cuenta gente —explicó Grant—. Estoy haciendo un censo.

—Hay muchas palabras —dijo Nathaniel— que no sé decir.

Se incorporó, se acercó al arroyo, y bebió ruidosamente. Luego se tendió junto al hombre.

—¿Quieres cazar la ardilla? —preguntó.

—¿Y tú lo quieres?

—Claro —dijo Nathaniel.

Pero la ardilla ya no estaba. Juntos dieron vueltas alrededor del árbol, examinando sus ramas casi desnudas. Ninguna cola peluda surgía de detrás del tronco, ningún ojo similar a un abalorio los estaba mirando. La ardilla había aprovechado la charla para desaparecer.

Nathaniel parecía abatido, pero se dominó.

—¿Por qué no pasas la noche con nosotros? —preguntó—. Luego, a la mañana, podemos salir de caza. Pasaríamos el día afuera.

Grant rió entre dientes.

—No quisiera molestarlos. Estoy acostumbrado a dormir al aire libre.

—A Bruce le encantaría recibirte —insistió Nathaniel—. Y al abuelo no le importaría. Además, no se da cuenta de lo que pasa.

—¿Quién es el abuelo?

—Se llama Thomas —dijo Nathaniel—, pero todos le decimos abuelo. Es el padre de Bruce. Está viejísimo. Se pasa el día sentado, pensando en algo que ocurrió hace mucho tiempo.

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