Cinco semanas en globo (19 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Cinco semanas en globo
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—Ahora, Joe —dijo el doctor—, si conseguimos conservar esta provisión de lastre hasta la conclusión del viaje, te quedará una buena fortuna y serás rico el resto de tu vida.

Joe no respondió una palabra y se tumbó sobre su lecho mineral.

—Ya ves, mi querido Dick —prosiguió el doctor Fergusson—, el poder que ejerce ese metal en un buen sujeto como Joe. ¡Cuántas pasiones, cuán sórdidas avaricias, qué crímenes tan atroces engendraría el conocimiento de una mina semejante! Resulta realmente triste.

Por la noche, el Victoria había avanzado noventa millas al oeste y se encontraba a mil cuatrocientas millas de Zanzíbar en línea recta.

CAPITULO XXIV

El Victoria, sujeto a un árbol solitario y casi seco, pasó una noche absolutamente tranquila. Los viajeros, abrumados por los tristes recuerdos de los últimos días, pudieron conciliar el sueño que tanto necesitaban.

Al amanecer, el cielo recobró su brillante limpidez y su calor. El globo se elevó por los aires, y tras varias tentativas infructuosas, encontró una corriente que, aunque poco rápida, le impelió hacia el noroeste.

—No adelantamos nada —dijo el doctor—. Si no me equivoco en cosa de diez días hemos realizado la mitad de nuestro viaje; pero, al paso que vamos, necesitaremos meses para llegar a su término. Y, teniendo en cuenta que empieza a escasear el agua, la cuestión resulta bastante fastidiosa.

—Encontraremos agua —respondió Dick—; es imposible que en un país tan extenso no haya algún río, algún arroyo o algún estanque.

—Así lo deseo.

—¿No será el cargamento de Joe el que retarda nuestra marcha?

Kennedy, al hablar así, quería ver la cara que ponía el muchacho y divertirse a su costa, como si a él no se le hubiesen ido también los ojos tras el oro, aunque supo ocultar a tiempo su codicia.

Joe le dirigió una mirada suplicante. El doctor no estaba de humor para chanzas, pensando únicamente con secreto terror en las inmensas soledades del Sáhara, en el que las caravanas pasan semanas enteras sin encontrar un pozo donde apagar la sed devoradora. Examinaba con la mayor atención todas las depresiones de la tierra.

Estas precauciones y los últimos incidentes habían modificado de una manera sensible la disposición de ánimo de los tres viajeros. Hablaban menos y se quedaban más absortos en sus propios pensamientos.

El digno Joe no era el mismo hombre desde que su mirada se había sumergido en un océano de oro. Guardaba silencio y miraba con avidez las piedras amontonadas en la barquilla, que, aunque en aquel momento carecían de valor, lo adquirirían más adelante.

Además, el aspecto de aquella parte de África era inquietante. Empezaba el desierto. No se veía ni una aldea, ni un grupo insignificante de chozas. La vegetación languidecía. Distinguíanse apenas unas cuantas plantas sin fuerza para desarrollarse, como en los terrenos brezosos de Escocia, algunas arenas blanquecinas y piedras calcinadas, algunos lentiscos y matorrales espinosos. En medio de aquella esterilidad, el rudimentario armazón del planeta aparecía en forma de agudas y afiladas aristas de roca. Aquellos síntomas de aridez daban mucho que pensar al doctor Fergusson.

No parecía que caravana alguna hubiese cruzado jamás aquella comarca desierta. No se vislumbraba ningún vestigio de campamento, ni blancas osamentas de hombres o animales. ¡Nada! Y todo indicaba que un arenal inmenso sucedería a aquella región desolada.

Sin embargo, no se podía retroceder. Había que seguir adelante, y el doctor no aspiraba a otra cosa. Hubiera deseado una tempestad que lo alejase de aquella región. ¡Y ni una nube en el cielo! Al final de la jornada el Victoria apenas había avanzado treinta millas.

¡Si no hubiese escaseado el agua! ¡Pero no quedaban más que tres galones en total! Fergusson separó uno destinado a apagar la ardiente sed que un calor de 900 hacía insoportable. Quedaban, pues, dos galones para alimentar el soplete, los cuales no podían producir más que cuatrocientos ochenta pies cúbicos de gas, y como el soplete consumía unos nueve pies cúbicos por hora, sólo había gas suficiente para cincuenta y cuatro horas. El cálculo era rigurosamente matemático.

—¡Cincuenta y cuatro horas! —dijo a sus compañeros—. Y como estoy totalmente resuelto a no viajar durante la noche para no exponerme a pasar por alto un arroyo, un manantial o un pantano, nos quedan tres días y medio de viaje, durante los cuales es preciso encontrar agua a toda costa. He creído, amigos míos, que es mi deber poner en vuestro conocimiento esta grave situación, pues no reservo más que un solo galón para apagar nuestra sed y forzoso será que nos sometamos a una ración severa.

—Como quieras —respondió el cazador—, pero aún no ha llegado el momento de entregarnos a la desesperación. ¿No has dicho que todavía nos queda agua para tres días?

—Sí, amigo Dick.

—Pues bien, como nuestros lamentos serían inútiles, dentro de tres días tomaremos una decisión; entretanto, redoblemos la vigilancia.

En la cena de aquel mismo día se midió estrictamente el agua. Verdad es que se aumentó la cantidad de aguardiente en los grogs, pero había que desconfiar de aquel licor, más propio para aumentar la sed que para apagarla.

La barquilla descansó durante la noche sobre una inmensa meseta que presentaba una depresión considerable. Su altura era apenas de ochocientos pies sobre el nivel del mar. Esta circunstancia hizo concebir alguna esperanza al doctor, recordándole la presunción de los geógrafos acerca de la existencia de una vasta extensión de agua en el centro de África. Pero aun en el supuesto de que el lago existiese, había que llegar a él, y no se producía modificación alguna en aquel cielo inmóvil.

A la noche, apacible y magníficamente estrellada, le sucedieron los ardientes rayos de sol de un día inmutable. La temperatura fue abrasadora desde que rayó el alba. A las cinco de la mañana, el doctor dio la señal de marcha, y durante bastante tiempo el Victoria permaneció estancado en una atmósfera de plomo.

El doctor habría podido librarse de aquel calor intenso elevándose a zonas superiores, pero hubiera tenido que consumir una cantidad mayor de agua, lo que entonces era imposible. Se contentó, pues, con mantener el globo a cien pies del suelo; allí, una corriente harto débil lo empujaba lentamente hacia el horizonte occidental.

El almuerzo se compuso de un poco de cecina y de pemmican. Hacia mediodía, el Victoria apenas había recorrido unas cuantas millas.

—No podemos ir más deprisa —dijo el doctor—. Nosotros no mandamos, obedecemos.

—Amigo Samuel —repuso el cazador—, he aquí una ocasión en que un propulsor vendría a pedir de boca.

—Sin duda, Dick; admitiendo, sin embargo, que no requiriese agua para ponerse en movimiento, pues de lo contrario la situación sería exactamente la misma. Además, hasta ahora no se ha inventado nada que sea practicable. Los globos se hallan aún en el punto en que se hallaban los buques antes de la invención del vapor. Seis mil años se tardó en idear las ruedas y las hélices; tenemos, pues, para rato.

—¡Maldito calor! —exclamó Joe, que sudaba a mares.

—Si tuviésemos agua, este calor nos serviría de algo, porque dilata el hidrógeno del aeróstato y se necesita una llama menos viva en el serpentín. Verdad es que, si tuviésemos agua, no tendríamos necesidad de economizarla. ¡Maldito sea el salvaje que nos ha costado la preciosa caja!

—¿Te arrepientes de lo que has hecho, Samuel?

—No, Dick, puesto que hemos podido sustraer a un desgraciado de una muerte horrible. Pero las cien libras de agua que arrojamos nos serían muy útiles, pues tendríamos doce o trece días de marcha asegurada, suficiente sin duda para atravesar el desierto.

—¿No estamos, por lo menos, a la mitad del viaje? —preguntó Joe.

—En distancia, sí; pero no en duración, si el viento nos abandona. Y el viento tiende a cesar completamente.

—Señor —repuso Joe—, no nos quejemos; hasta ahora nos las hemos arreglado perfectamente, y a mí, por más que me empeñe, me es imposible desesperarme. Hallaremos agua, se lo digo yo.

De milla en milla se deprimía el terreno, y las ondulaciones de las montañas auríferas morían en la llanura, siendo las últimas prominencias de una naturaleza extenuada. Hierbas dispersas reemplazaban los hermosos árboles del este; algunas fajas de un verdor alterado luchaban contra la invasión de las arenas; y enormes rocas caídas de las lejanas cumbres, haciéndose pedazos al caer, se desparramaban en agudos guijarros, que pronto se convertirían en tosca arena y más adelante en impalpable polvo.

—He aquí África tal como tú te la imaginabas, Joe; tenía yo razón cuando te decía: ¡Aguarda!

—¿Y qué, señor? —replicó Joe—. Esto, al menos, es lo natural. ¡Calor y arena! Absurdo sería buscar otra cosa en un país semejante. Yo —añadió, riendo— no confiaba en sus bosques y praderas, que me parecieron siempre un contrasentido. No valía la pena venir de tan lejos para encontrar la campiña de Inglaterra. Ahora es la primera vez que creo estar en África, y no siento conocerla de cerca.

Al anochecer el doctor comprobó que el Victoria, durante aquel día bochornoso, no había recorrido ni veinte millas. Una oscuridad caliente lo envolvió una vez que el sol hubo desaparecido detrás de un horizonte trazado con la limpieza de una línea recta.

El día siguiente, 1 de mayo, era jueves; pero los días se sucedían con una monotonía desesperante. Cada mañana era idéntica a la que había precedido; el mediodía lanzaba siempre con igual profusión los mismos rayos inagotables, y la noche condensaba en su sombra el calor disperso que el día siguiente debía legar a la siguiente noche. El viento, apenas perceptible, parecía más una aspiración que un soplo, y se podía presentir el instante en que hasta aquel aliento cesaría.

El doctor lograba reaccionar contra la tristeza de aquella situación; conservaba la calma y la sangre fría de un corazón aguerrido. Con un anteojo en la mano, interrogaba todos los puntos del horizonte; veía decrecer imperceptiblemente las últimas colinas y borrarse la última vegetación, mientras que ante él se extendía toda la inmensidad del desierto.

La responsabilidad que pesaba sobre él le afectaba mucho, aunque sabía disimularlo. Aquellos dos hombres, Dick y Joe, ambos amigos, habían sido arrastrados por él, casi por la fuerza de la amistad o del deber. ¿Había obrado bien? ¿No había entrado en vías prohibidas? ¿No intentaba en aquel viaje traspasar los límites de lo imposible? ¿No habría Dios reservado a siglos muy posteriores el conocimiento de aquel continente ingrato?

Todos estos pensamientos, como sucede en las horas de desaliento, se multiplicaban en su cabeza, y, por una irresistible asociación de ideas, le llevaban más allá de la lógica y el raciocinio. Después de constatar lo que no debió hacer, se preguntaba lo que debía hacer en aquel momento. ¿Sería imposible volver sobre sus pasos? ¿No había corrientes superiores que le llevaran hacia comarcas menos áridas? Conocía la zona que habían atravesado, pero no aquella hacia la que se dirigían, por lo que su conciencia le hizo tomar la resolución de abrirse a sus compañeros, exponiéndoles la situación sin tapujos. Les mostró el camino recorrido y el que quedaba aún por recorrer; en rigor, se podía retroceder, o al menos intentarlo, y deseaba conocer su opinión.

—Yo no tengo otra opinión que la de mi señor —respondió Joe—. Lo que él sufra, yo puedo sufrirlo mejor que él. A donde él vaya, yo iré.

—¿Y tú, Kennedy?

—Yo, mi querido Samuel, no soy hombre que se desespere; nadie era más consciente que yo de los peligros de la empresa, pero decidí ignorarlos cuando vi que tú los afrontabas. Así pues, estoy contigo en cuerpo y alma. En la actual situación soy del parecer de que debemos perseverar, ir hasta el fin. Además, no me parece que retrocediendo fuesen menores los peligros. Adelante, pues, y cuenta con nosotros.

—¡Gracias, mis dignos amigos! —respondió el doctor, verdaderamente conmovido—. Conocía vuestra adhesión, pero tenía necesidad de que vuestras palabras me alentasen. ¡Gracias, gracias!

Y los tres se estrecharon la mano con efusión.

—Oídme —prosiguió Fergusson—. Según mis cálculos, no nos hallamos a más de trescientas millas del golfo de Guinea. El desierto no puede, pues, extenderse indefinidamente, puesto que la costa está habitada y reconocida hasta cierta profundidad tierra adentro. Si es necesario, nos dirigiremos hacia dicha costa, y es imposible que no encontremos algún oasis, algún pozo donde renovar nuestra provisión de agua. Pero lo que nos falta es viento; sin él nos hallamos retenidos en el aire por una calma chicha.

—Aguardemos con resignación —dijo el cazador.

Pero todos interrogaron en vano al espacio durante aquel interminable día. Nada apareció que pudiese hacer concebir una esperanza. Los últimos movimientos de la tierra desaparecieron al ponerse el sol, cuyos rayos horizontales se prolongaron en largas líneas de fuego sobre aquella inmensa llanura. Era el desierto.

Los viajeros, pese a haber recorrido una distancia no superior a quince millas, habían consumido, lo mismo que el día anterior, ciento treinta y cinco pies cúbicos de gas para alimentar el soplete, y de ocho pintas de agua tuvieron que sacrificar dos para apagar una sed devoradora.

La noche transcurrió tranquila, demasiado tranquila. El doctor no durmió.

CAPITULO XXV

Al día siguiente, la misma pureza del cielo y la misma inmovilidad de la atmósfera. El Victoria se elevó a una altura de quinientos pies, pero avanzó muy poco hacia el oeste.

—Nos hallamos en pleno desierto —dijo el doctor—. ¡Qué inmensidad de arena! ¡Qué extraño espectáculo! ¡Qué singular disposición de la naturaleza! ¿Por qué en algunas comarcas hay una vegetación tan exuberante y en éstas una aridez tan desconsoladora, hallándose todos en la misma latitud y bajo los mismos rayos del sol?

—El porqué, amigo Samuel, me tiene sin cuidado —respondió Kennedy—; la razón me preocupa menos que el hecho. Es así, y no hay más vueltas que darle.

—Bueno es filosofar un poco, amigo Dick; eso no perjudica a nadie.

—Filosofemos; no hay inconveniente. Tiempo tenemos para ello, pues apenas nos movemos. Al viento le da miedo soplar, está dormido.

—No durará la calma —dijo Joe—, pues ya me parece distinguir algunos nubarrones al este.

—Joe tiene razón —respondió el doctor.

—¡Estupendo! —exclamó Kennedy—. ¿Y nos corresponderá una nube, con una buena lluvia y un buen viento que nos azoten la cara?

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