Cinco semanas en globo (7 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Cinco semanas en globo
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»Este último, bajo la acción de la pila, pasa por el polo positivo a una segunda caja. Una tercera, colocada encima de la segunda y de doble capacidad, recibe el hidrógeno que llega por el polo negativo.

»Dos espitas, una de las cuales tiene doble abertura que la otra, ponen en comunicación estas dos cajas con otra, que es la cuarta y se llama caja de mezcla. En ella, en efecto, se mezclan los dos gases procedentes de la descomposición del agua. La capacidad de esta caja de mezcla viene a ser de cuarenta y un pies cúbicos.

»En la parte superior de esta caja hay un tubo de platino, provisto de una llave.

»Ya habrán comprendido, señores, que el aparato que les describo es, simplemente, un soplete de gas oxígeno e hidrogeno, cuyo calor supera el del fuego de una fragua.

»Establecido esto, paso a la segunda parte del aparato.

»De la parte inferior del globo, que está herméticamente cerrado, salen dos tubos separados por un pequeño intervalo. El uno arranca de las capas superiores del gas hidrógeno, y el otro de las inferiores.

»Estos dos tubos están provistos, de trecho en trecho, de sólidas articulaciones de caucho que les permiten adaptarse a las oscilaciones del aeróstato.

»Los dos bajan hasta la barquilla y se pierden en una caja cilíndrica de hierro, llamada caja de calor, cerrada en ambos por dos fuertes discos del mismo metal.

»El tubo que sale de la región inferior del globo pasa a la caja cilíndrica por el disco inferior y, penetrando en él, adopta entonces la forma de un serpentín helicoidal, cuyos anillos superpuestos ocupan casi toda la altura de la caja. Antes de salir, el serpentín pasa a un pequeño cono, cuya base cóncava, en forma de esférico, se dirige hacia abajo.

»Por el vértice de este cono sale el segundo tubo, que se traslada, como he dicho, a las partes superiores del globo.

»El casquete esférico del pequeño cono es de platino, para que no se funda por la acción del soplete, pues éste se halla colocado en el fondo de la caja de hierro, en el centro del serpentín helicoidal, y el extremo de la llama roza ligeramente el casquete.

»Todos saben, señores, lo que es un calorífero destinado a calentar las habitaciones, y saben también cómo actúa. El aire de la habitación, tras pasar por los tubos, vuelve a una temperatura más elevada. El aparato que acabo de describir no es, en realidad, más que un calorífero.

»¿Qué ocurre entonces? Una vez encendido el soplete, el hidrógeno del serpentín y del cono cóncavo se calienta y sube rápidamente por el tubo, que lo conduce a las regiones superiores del aeróstato. Debajo se forma el vacío, que atrae el gas de las regiones inferiores, el cual se calienta a su vez y es continuamente reemplazado. Así se establece en los tubos y el serpentín una corriente sumamente rápida de gas, que sale del globo y vuelve a él calentándose sin cesar.

»Ahora bien, los gases aumentan 1/480 de su volumen por grado de calor. Por lo tanto, si fuerzo 180 la temperatura, el hidrógeno del aeróstato se dilatará 18/480, o mil seiscientos setenta y cuatro pies cúbicos;' por consiguiente, desplazará mil seiscientos setenta y cuatro pies cúbicos de aire más, lo cual aumentará mil seiscientas libras su fuerza ascensional que equivale a un desprendimiento de lastre de igual peso. Si aumento 1800 la temperatura, el gas experimentará una dilatación de 180/480, desplazará dieciséis mil setecientos cuarenta pies cúbicos más y su fuerza ascensional se incrementará mil seiscientas libras.

»Como ven, señores, puedo obtener fácilmente desequilibrios considerables. El volumen del aeróstato ha sido calculado de manera que, estando medio hinchado, desplace un peso de aire exactamente igual al de la envoltura del hidrógeno y la barquilla con los viajeros y todos los accesorios. En ese punto, se halla en equilibrio en el aire, sin subir ni bajar.

»Para verificar la ascensión, doy al gas una temperatura superior a la temperatura ambiente por medio del soplete. Con este exceso de calor, obtiene una tensión más fuerte e hincha más el globo, que sube tanto más cuanto más dilato el hidrógeno.

»El descenso se realiza, naturalmente, moderando el calor del soplete y dejando que baje la temperatura. La ascensión será, pues, generalmente mucho más rápida que el descenso. Pero esta circunstancia resulta favorable, pues no tengo ningún interés en bajar rápidamente, mientras que una pronta marcha ascensional es lo que me permite evitar los obstáculos. Los peligros están abajo, no arriba.

»Además, como les he dicho, tengo cierta cantidad de lastre que me permitirá elevarme con más prontitud aun en caso necesario. La válvula situada en el polo superior del globo no es más que una válvula de seguridad. El globo conserva siempre la misma carga de hidrógeno, siendo las variaciones de temperatura que produzco en ese medio de gas cerrado las que provocan todos los movimientos de ascensión y descenso.

»Ahora, señores, añadiré un detalle práctico.

»La combustión del hidrógeno y del oxígeno en la punta del soplete produce únicamente vapor de agua. He dotado, por ello, a la parte inferior de la caja cilíndrica de hierro de un tubo de desprendimiento con válvula que funciona a menos de dos atmósferas de presión; por consiguiente, desde el momento en que alcanza esta presión, el vapor se escapa por sí mismo.

»He aquí cifras muy exactas.

»Veinticinco galones de agua descompuesta en sus elementos constitutivos, dan 200 libras de oxígeno y 25 de hidrógeno. Esto representa en la presión atmosférica, mil ochocientos noventa pies cúbicos del primero y tres mil setecientos ochenta del segundo; en total cinco mil seiscientos setenta pies cúbicos de mezcla.

»La espita del soplete, enteramente abierta, consume veintisiete pies cúbicos por hora, con una llama por lo menos diez veces más potente que la de las farolas de alumbrado. Por término medio, pues, para mantenerme a una altura poco considerable, no quemaré más de nueve pies cúbicos por hora, por lo que mis veinticinco galones de agua representan seiscientas treinta horas de navegación aérea, es decir, algo más de veintiséis días.

»Y como puedo bajar a mi arbitrio, y renovar por el camino la provisión de agua, mi viaje puede prolongarse indefinidamente.

»He aquí mi secreto, señores. Es sencillo, y, como todas las cosas sencillas, no puede dejar de tener éxito. La dilatación y la contracción del gas del aeróstato, tal es mi medio, que no exige ni alas embarazosas ni motor mecánico. Un calorífero para producir las variaciones de temperatura y un soplete para calentarlo; eso no es incómodo ni pesado.

»Creo, pues, haber reunido todas las condiciones para el éxito.

Así terminó su discurso el doctor Fergusson, y fue cordialmente aplaudido. No había objeción alguna que hacer; todo estaba previsto y resuelto.

—Sin embargo —dijo el comandante—, puede ser peligroso.

—¿Qué importa —respondió sencillamente el doctor—, si es practicable?

CAPITULO XI

Un viento constantemente favorable había acelerado la marcha del Resolute hacia el lugar de su destino. La navegación del canal de Mozambique fue particularmente apacible. La travesía marítima era un buen presagio de la aérea. Todos deseaban llegar pronto y ayudar al doctor Fergusson en sus últimos preparativos.

El buque avistó por fin la ciudad de Zanzíbar, situada en la isla del mismo nombre, y el 15 de abril, a las once de la mañana, ancló en el puerto.

La isla de Zanzíbar pertenece al imán de Mascate, aliado de Francia y de Inglaterra, y es indudablemente la más bella de sus colonias. El puerto recibe muchos buques de los países vecinos.

La isla está separada de la costa africana por un canal, cuya anchura mayor no pasa de treinta millas.

Existe un gran comercio de caucho, marfil y, sobre todo, ébano, porque Zanzíbar es el gran mercado de esclavos. Allí se concentra todo el botín conquistado en las batallas que los jefes del interior libran incesantemente. El tráfico se extiende por toda la costa oriental, e incluso en las latitudes del Nilo, y G. Lejean ha visto allí tratar abiertamente bajo pabellón francés.

Apenas llegó el Resolute, el cónsul inglés de Zanzíbar subió a bordo y se puso a disposición del doctor, de cuyos proyectos le habían tenido al corriente desde hacía un mes los periódicos de Europa. Pero hasta entonces había formado parte de la numerosa falange de los incrédulos.

—Dudaba —dijo, tendiéndole la mano a Samuel Fergusson—, pero ahora ya no dudo.

Ofreció su propia casa al doctor, a Dick Kennedy y, naturalmente, al bravo Joe.

Por el cónsul tuvo el doctor conocimiento de varias cartas que había recibido del capitán Speke. El capitán y sus compañeros habían tenido que pasar mucha hambre y muchos contratiempos antes de llegar al país de Ugogo. No avanzaban sino con una gran dificultad y no pensaban poder dar noticias inmediatas de su situación y paradero.

—He aquí peligros y privaciones que nosotros podremos evitar —dijo el doctor.

El equipaje de los tres viajeros fue trasladado a la casa del cónsul. Se disponían a desembarcar el globo en la playa de Zanzíbar, pues cerca del asta de las banderas de señalización había un sitio favorable, junto a una enorme construcción que lo hubiera puesto a cubierto de los vientos del este. Aquella gran torre, semejante a un tonel inmenso junto al cual la cuba de Heidelberg habría parecido un insignificante barril, servía de fuerte, y en su plataforma vigilaban unos beluchíes, armados con lanzas, especie de soldados haraganes y vocingleros.

Sin embargo, durante el desembarco del aeróstato, el cónsul recibió aviso de que la población de la isla se opondría a ello por la fuerza. No hay nada tan ciego como el apasionamiento fanático. La noticia de la llegada de un cristiano que iba a elevarse por los aires fue recibida con indignación, y los negros, más conmocionados que los árabes, vieron en este proyecto intenciones hostiles a su religión, figurándose que se dirigía contra el Sol y la Luna, que son objeto de veneración para las tribus africanas. Así pues, resolvieron oponerse a expedición tan sacrílega.

El cónsul conferenció acerca del particular con el doctor Fergusson y el comandante Pennet. Éste no quería retroceder ante las amenazas; pero su amigo le hizo entrar en razón.

—Ya sé —le dijo— que acabaremos metiéndonos a esa gente en el bolsillo, y en caso necesario los propios soldados del imán nos prestarán auxilio; pero, mi querido comandante, un accidente sobreviene en el momento menos pensado, y bastaría un golpe cualquiera para causar al globo una avería irreparable que comprometiera el viaje irremisiblemente. Es, pues, preciso, que andemos con pies de plomo.

—¿Qué haremos, pues? Si desembarcamos en la costa de África, tropezaremos con las mismas dificultades. ¿Qué podemos hacer?

—Es muy sencillo —respondió el cónsul—. ¿Ven aquellas islas situadas más allá del puerto? Desembarquen en una de ellas el aeróstato, apuesten a los marineros formando un cinturón de protección, y no correrán ningún peligro.

—Perfectamente —dijo el doctor—. Y allí podremos con toda libertad concluir nuestros preparativos.

El comandante aprobó el consejo y el Resolute se acercó a la isla de Kumbeni. Durante la madrugada del 16 de abril, el globo fue puesto a buen recaudo en medio de un claro, entre los extensos bosques que cubrían aquella tierra.

Clavaron en el suelo dos palos de 80 pies de alto, situados a una distancia similar uno de otro; un juego de poleas sujeto a su extremo permitió levantar el aeróstato por medio de un cable transversal. El globo estaba entonces enteramente deshinchado. El globo interior se hallaba unido al vértice del exterior, de modo que subían los dos a un mismo tiempo.

En el apéndice inferior de uno y otro, se fijaron los dos tubos de introducción del hidrógeno.

El día 17 se invirtió en disponer el aparato destinado a producir el gas; se componía de 30 toneles, en los que se verificaba la descomposición del agua por medio de pedazos de hierro viejo y ácido sulfúrico sumergidos en una gran cantidad de agua. El hidrógeno pasaba a un gran tonel central tras haber sido lavado, y desde allí subía por los tubos de introducción a los dos aeróstatos. De esta manera, ambos recibían una cantidad de gas perfectamente determinada.

Para esta operación fue preciso echar mano de mil ochocientos sesenta y seis galones de ácido sulfúrico, dieciséis mil cincuenta libras de hierro y novecientos sesenta y seis galones de agua. Esta operación empezó aproximadamente a las tres de la mañana del día siguiente y duró casi ocho horas. Al otro día, el aeróstato, cubierto con su red, se balanceaba graciosamente sobre la barquilla, sostenido por un gran número de sacos llenos de tierra. Se montó con el mayor cuidado el aparato de dilatación, y los tubos que salían del aeróstato fueron adaptados a la caja cilíndrica. Las anclas, las cuerdas, los instrumentos, las mantas de viaje, la tienda, los víveres y las armas ocuparon en la barquilla el puesto que tenían asignado; la aguada se hizo en Zanzíbar. Las doscientas libras de lastre se distribuyeron entre cincuenta sacos colocados en el fondo de la barquilla, pero al alcance de la mano.

Hacia las cinco de la tarde finalizaban estos preparativos. Unos centinelas montaban guardia alrededor de la isla, y las embarcaciones del Resolute surcaban el canal.

Los negros seguían manifestando su cólera con gritos, muecas y contorsiones. Los hechiceros recorrían los grupos irritados y acababan de exasperar los ánimos; algunos fanáticos trataron de ganar la isla a nado, pero se les rechazó fácilmente.

Entonces empezaron los sortilegios y los encantamientos; los hacedores de lluvia, que pretendían tener poder sobre las nubes, llamaron en su auxilio a los huracanes y a las «lluvias de piedra»; cogieron hojas de todas las especies de árboles del país y las cocieron a fuego lento, mientras mataban un cordero clavándole una larga aguja en el corazón. Pero, a pesar de todas sus ceremonias, el cielo permaneció sereno y puro.

Entonces los negros se entregaron a furiosas orgías embriagándose con tembo, aguardiente que se extrae del cocotero, o con una cerveza sumamente fuerte llamada togwa. Sus cantos, sin melodía apreciable, pero con un ritmo muy exacto, duraron hasta muy entrada la noche.

Hacia las seis, una última comida reunió a los viajeros alrededor de la mesa del comandante y de sus oficiales. Kennedy, a quien nadie dirigía pregunta alguna, murmuraba en voz baja palabras incomprensibles, con la mirada fija en el doctor Fergusson. La comida fue triste. La aproximación del momento supremo inspiraba a todos penosas reflexiones. ¿Qué reservaba el destino a aquellos audaces viajeros? ¿Volverían a hallarse entre sus amigos, a sentarse junto al fuego del hogar? Si les llegaban a faltar los medios de transporte, ¿qué sería de ellos en el seno de tribus feroces, en aquellas comarcas inexploradas, en medio de desiertos inmensos?

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