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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #drama

Cien años de soledad (6 page)

BOOK: Cien años de soledad
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Emancipado al menos por el momento de las torturas de la fantasía, José Arcadio Buendía impuso en poco tiempo un estado de orden y trabajo, dentro del cual sólo se permitió una licencia: la liberación de los pájaros que desde la época de la fundación alegraban el tiempo con sus flautas, y la instalación en su lugar de relojes musicales en todas las casas. Eran unos preciosos relojes de madera labrada que los árabes cambiaban por guacamayas, y que José Arcadio Buendía sincronizó con tanta precisión, que cada media hora el pueblo se alegraba con los acordes progresivos de una misma pieza, hasta alcanzar la culminación de un mediodía exacto y unánime con el valse completo. Fue también José Arcadio Buendía quien decidió por esos años que en las calles del pueblo se sembraran almendros en vez de acacias, y quien descubrió sin revelarlos nunca los métodos para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando Macondo fue un campamento de casas de madera y techos de zinc, todavía perduraban en las calles más antiguas los almendros rotos y polvorientos, aunque nadie sabía entonces quién los había sembrado. Mientras su padre ponía en orden el pueblo y su madre consolidaba el patrimonio doméstico con su maravillosa industria de gallitos y peces azucarados que dos veces al día salían de la casa ensartados en palos de balso, Aureliano vivía horas interminables en el laboratorio abandonado, aprendiendo por pura investigación el arte de la platería. Se había estirado tanto, que en poco tiempo dejó de servirle la ropa abandonada por su hermano y empezó a usar la de su padre, pero fue necesario que Visitación les cosiera alforzas a las camisas y sisas a los pantalones, porque Aureliano no había sacado la corpulencia de los otros. La adolescencia le había quitado la dulzura de la voz y lo había vuelto silencioso y definitivamente solitario, pero en cambio le había restituido la expresión intensa que tuvo en los ojos al nacer. Estaba tan concentrado en sus experimentos de platería que apenas si abandonaba el laboratorio para comer. Preocupado por su ensimismamiento, José Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un poco de dinero, pensando que tal vez le hiciera falta una mujer. Pero Aureliano gastó el dinero en ácido muriático para preparar agua regia y embelleció las llaves con un baño de oro. Sus exageraciones eran apenas comparables a las de Arcadio y Amaranta, que ya habían empezado a mudar los dientes y todavía andaban agarrados todo el día a las mantas de los indios, tercos en su decisión de no hablar el castellano, sino la lengua guajira. «No tienes de qué quejarte», le decía Úrsula a su marido. «Los hijos heredan las locuras de sus padres». Y mientras se lamentaba de su mala suerte, convencida de que las extravagancias de sus hijos eran algo tan espantoso como una cola de cerdo, Aureliano fijó en ella una mirada que la envolvió en un ámbito de incertidumbre.

—Alguien va a venir —le dijo.

Úrsula, como siempre que él expresaba un pronóstico, trató de desalentarlo con su lógica casera. Era normal que alguien llegara. Decenas de forasteros pasaban a diario por Macondo sin suscitar inquietudes ni anticipar anuncios secretos. Sin embargo, por encima de toda lógica, Aureliano estaba seguro de su presagio.

—No sé quién será —insistió—, pero el que sea ya viene en camino.

El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía más de once años. Había hecho el penoso viaje desde Manaure con unos traficantes de pieles que recibieron el encargo de entregarla junto con una carta en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién era la persona que les había pedido el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el baulito de la ropa, un pequeño mecedor de madera con florecitas de colores pintadas a mano y un talego de lona que hacía un permanente ruido de cloc cloc cloc, donde llevaba los huesos de sus padres. La carta dirigida a José Arcadio Buendía estaba escrita en términos muy cariñosos por alguien que lo seguía queriendo mucho a pesar del tiempo y la distancia y que se sentía obligado por un elemental sentido humanitario a hacer la caridad de mandarle esa pobre huerfanita desamparada, que era prima de Úrsula en segundo grado y por consiguiente parienta también de José Arcadio Buendía, aunque en grado más lejano, porque era hija de ese inolvidable amigo que fue Nicanor Ulloa y su muy digna esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en su santo reino, cuyos restos adjuntaba a la presente para que les dieran cristiana sepultura. Tanto los nombres mencionados como la firma de la carta eran perfectamente legibles, pero ni José Arcadio Buendía ni Úrsula recordaban haber tenido parientes con esos nombres ni conocían a nadie que se llamara como el remitente y mucho menos en la remota población de Manaure. A través de la niña fue imposible obtener ninguna información complementaria. Desde el momento en que llegó se sentó a chuparse el dedo en el mecedor y a observar a todos con sus grandes ojos espantados, sin que diera señal alguna de entender lo que le preguntaban. Llevaba un traje de diagonal teñido de negro, gastado por el uso, y unos desconchados botines de charol. Tenía el cabello sostenido detrás de las orejas con moños de cintas negras. Usaba un escapulario con las imágenes borradas por el sudor y en la muñeca derecha un colmillo de animal carnívoro montado en un soporte de cobre como amuleto contra el mal de ojo. Su piel verde, su vientre redondo y tenso como un tambor, revelaban una mala salud y un hambre más viejas que ella misma, pero cuando le dieron de comer se quedó con el plato en las piernas sin probarlo. Se llegó inclusive a creer que era sordomuda, hasta que los indios le preguntaron en su lengua si quería un poco de agua y ella movió los ojos como si los hubiera reconocido y dijo que sí con la cabeza.

Se quedaron con ella porque no había más remedio. Decidieron llamarla Rebeca, que de acuerdo con la carta era el nombre de su madre, porque Aureliano tuvo la paciencia de leer frente a ella todo el santoral y no logró que reaccionara con ningún nombre. Como en aquel tiempo no había cementerio en Macondo, pues hasta entonces no había muerto nadie, conservaron el talego con los huesos en espera de que hubiera un lugar digno para sepultarlos, y durante mucho tiempo estorbaron por todas partes y se les encontraba donde menos se suponía, siempre con su cloqueante cacareo de gallina clueca. Pasó mucho tiempo antes de que Rebeca se incorporara a la vida familiar. Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón más apartado de la casa. Nada le llamaba la atención, salvo la música de los relojes, que cada media hora buscaba con ojos asustados, como si esperara encontrarla en algún lugar del aire. No lograron que comiera en varios días. Nadie entendía cómo no se había muerto de hambre, hasta que los indígenas, que se daban cuenta de todo porque recorrían la casa sin cesar con sus pies sigilosos, descubrieron que a Rebeca sólo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas. Era evidente que sus padres, o quienquiera que la hubiese criado, la habían reprendido por ese hábito, pues lo practicaba a escondidas y con conciencia de culpa, procurando trasponer las raciones para comerlas cuando nadie la viera. Desde entonces la sometieron a una vigilancia implacable. Echaban hiel de vaca en el patio y untaban ají picante en las paredes, creyendo derrotar con esos métodos su vicio pernicioso, pero ella dio tales muestras de astucia e ingenio para procurarse la tierra, que Úrsula se vio forzada a emplear recursos más drásticos. Ponía jugo de naranja con ruibarbo en una cazuela que dejaba al sereno toda la noche, y le daba la pócima al día siguiente en ayunas. Aunque nadie le había dicho que aquél era el remedio específico para el vicio de comer tierra, pensaba que cualquier sustancia amarga en el estómago vacío tenía que hacer reaccionar al hígado. Rebeca era tan rebelde y tan fuerte a pesar de su raquitismo, que tenían que barbearla como a un becerro para que tragara la medicina, y apenas si podían reprimir sus pataletas y soportar los enrevesados jeroglíficos que ella alternaba con mordiscos y escupitajos, y que según decían los escandalizados indígenas eran las obscenidades más gruesas que se podían concebir en su idioma. Cuando Úrsula lo supo, complementó el tratamiento con correazos. No se estableció nunca si lo que surtió efecto fue el ruibarbo o las tollinas, o las dos cosas combinadas, pero la verdad es que en pocas semanas Rebeca empezó a dar muestras de restablecimiento. Participó en los juegos de Arcadio y Amaranta, que la recibieron como una hermana mayor, y comió con apetito sirviéndose bien de los cubiertos. Pronto se reveló que hablaba el castellano con tanta fluidez como la lengua de los indios, que tenía una habilidad notable para los oficios manuales y que cantaba el valse de los relojes con una letra muy graciosa que ella misma había inventado. No tardaron en considerarla como un miembro más de la familia. Era con Úrsula más afectuosa que nunca lo fueron sus propios hijos, y llamaba hermanitos a Amaranta y a Arcadio, y tío a Aureliano y abuelito a José Arcadio Buendía. De modo que terminó por merecer tanto como los otros el nombre de Rebeca Buendía, el único que tuvo siempre y que llevó con dignidad hasta la muerte.

Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de comer tierra y fue llevada a dormir en el cuarto de los otros niños, la india que dormía con ellos despertó por casualidad y oyó un extraño ruido intermitente en el rincón. Se incorporó alarmada, creyendo que había entrado un animal en el cuarto, y entonces vio a Rebeca en el mecedor, chupándose el dedo y con los ojos alumbrados como los de un gato en la oscuridad. Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su destino, Visitación reconoció en esos ojos los síntomas de la enfermedad cuya amenaza los había obligado, a ella y a su hermano, a desterrarse para siempre de un reino milenario en el cual eran príncipes. Era la peste del insomnio.

Cataure, el indio, no amaneció en la casa. Su hermana se quedó, porque su corazón fatalista le indicaba que la dolencia letal había de perseguirla de todos modos hasta el último rincón de la tierra. Nadie entendió en la casa la alarma de Visitación. «Si no volvemos a dormir, mejor», decía José Arcadio Buendía, de buen humor. «Así nos rendirá más la vida». Pero la india les explicó que lo más temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. Quería decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado. José Arcadio Buendía, muerto de risa, consideró que se trataba de una de tantas dolencias inventadas por la superstición de los indígenas. Pero Úrsula, por si acaso, tomó la precaución de separar a Rebeca de los otros niños.

Al cabo de varias semanas, cuando el terror de Visitación parecía aplacado, José Arcadio Buendía se encontró una noche dando vueltas en la cama sin poder dormir. Úrsula, que también había despertado, le preguntó qué le pasaba, y él le contestó: «Estoy pensando otra vez en Prudencio Aguilar». No durmieron un minuto, pero al día siguiente se sentían tan descansados que se olvidaron de la mala noche. Aureliano comentó asombrado a la hora del almuerzo que se sentía muy bien a pesar de que había pasado toda la noche en el laboratorio dorando un prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el día de su cumpleaños. No se alarmaron hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin sueño, y cayeron en la cuenta de que llevaban más de cincuenta horas sin dormir.

—Los niños también están despiertos —dijo la india con su convicción fatalista—. Una vez que entra en la casa, nadie escapa a la peste.

Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Úrsula, que había aprendido de su madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero no consiguieron dormir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estado de alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en su mecedor en un rincón de la cocina, Rebeca soñó que un hombre muy parecido a ella, vestido de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón de oro, le llevaba un ramo de rosas. Lo acompañaba una mujer de manos delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña en el pelo. Úrsula comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca, pero aunque hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su certidumbre de que nunca los había visto. Mientras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de caramelo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niños y adultos chupaban encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendió despierto a todo el pueblo. Al principio nadie se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque entonces había tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto, que pronto no tuvieron nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada con los brazos cruzados, contando el número de notas que tenía el valse de los relojes. Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.

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