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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (5 page)

BOOK: Césares
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Su primer juicio le llevó a ejercer de acusador contra un caracterizado silano, Cneo Cornelio Dolabela, acusado de extorsión en el ejercicio de sus funciones como gobernador de Macedonia. La acusación no prosperó, pero la pasión y las dotes desplegadas en el ejercicio de su función, enfrentado a contrincantes de la talla de su primo Cayo Aurelio Cotta, y, sobre todo, del orador más famoso de su tiempo, Quinto Hortensio, le procuraron la suficiente fama como para que un año después recibiera de clientes griegos un nuevo encargo: la acusación contra otra criatura de Sila, Cayo Antonio, que, en la guerra contra Mitrídates, había saqueado desvergonzadamente
regiones
enteras de Grecia. El acusado consiguió escapar de la condena acogiéndose a la protección de los tribunos de la plebe, magistrados entre cuyas funciones se encontraba la protección de ciudadanos presumiblemente objeto de condenas injustas. César, quizás desilusionado ante el doble fracaso, o considerando que en Roma el terreno no era aún lo suficientemente seguro para quien tan ostensiblemente pregonaba su rechazo al régimen silano, decidió regresar a Oriente. Su meta era Rodas, con la intención de completar su formación retórica con un famoso maestro griego, Apolonio Molón. Un grave con tratiempo iba a desbaratar sus planes. En el trayecto hacia la isla, su nave fue abordada por piratas cilicios, que le hicieron prisionero.

Así narra Plutarco el episodio:

Cuando regresaba [de Bitinial fue apresado junto a la isla Farmacusa por los piratas, que ya entonces infestaban el mar con grandes escuadras e inmenso número de buques. Lo primero que en este incidente tuvo de notable fue que, pidiéndole los piratas veinte talentos
[4]
por su rescate, se echó a reír, como que no sabían quién era el cautivo, y voluntariamente se obligó a darles cincuenta. Después, habiendo enviado a todos los demás de su comitiva, unos a una parte y otros a otra, para recoger el dinero, llegó a quedarse entre unos pérfidos piratas de Cilicia con un solo amigo y dos criados y, sin embargo, les trataba con tal desdén que cuando se iba a recoger les mandaba a decir que no hicieran ruido. Treinta y ocho días fueron los que estuvo más bien guardado que preso por ellos, en los cuales se entretuvo y ejercitó con la mayor serenidad y, dedicado a componer algunos discursos, teníalos por oyentes, tratándolos de ignorantes y bárbaros cuando no aplaudían, y muchas veces les amenazó, entre burlas y veras, con que los había de colgar, de lo que se reían, teniendo a sencillez y muchachada aquella franqueza. Luego que de Mileto le trajeron el rescate y por su entrega fue puesto en libertad, equipó al punto algunas embarcaciones en el puerto de los milesios, se dirigió contra los piratas, les sorprendió anclados todavía en la isla y se apoderó de la mayor parte de ellos. El dinero que les aprehendió lo declaró legítima presa… y reuniendo en un punto todos aquellos bandidos los crucificó, como muchas veces en chanza se lo había prometido en la isla.

La anécdota descubre ya en el joven César dos rasgos determinantes de su carácter: un desmedido orgullo y una fría y constante determinación en la persecución de un objetivo concreto.

No sería su única intervención militar en Oriente. Finalmente en Rodas, recibió la noticia de que un cuerpo de ejército del rey Mitrídates, que tras la derrota infligida por Sila se aprestaba de nuevo a la revancha, había invadido la provincia romana de Asia. En rápida decisión, y con la misma fría determinación mostrada con los piratas, César pasó a tierra firme y, al frente de las milicias locales, logró arrojar de la provincia a las tropas invasoras, al tiempo que restablecía la lealtad de las comunidades vacilantes en su fidelidad a Roma.

La estancia de César en Rodas no iba a prolongarse mucho más. En el año 73 regresó a Roma, tras recibir la noticia de que había sido cooptado para formar parte del colegio de los pontífices, en sustitución de su primo, el consular Cayo Aurelio Cotta, recientemente fallecido. El prestigioso sacerdocio investido por César dejaba de manifiesto que, si en su incipiente participación en la vida pública se había granjeado poderosos enemigos, también existía un buen número de valedores con los que podía contar, no sólo gracias a sus merecimientos, sino también merced a los hilos tejidos por la siempre protectora sombra de su madre, Aurelia, que trabajaba para incluir a su hijo en el círculo exclusivo de la
nobilitas
, del que ahora, como miembro del más importante colegio sacral, podía formar parte con pleno derecho.

A la sombra de Pompeyo y Craso

S
ila había dejado al frente del Estado una oligarquía, en gran parte recreada por su voluntad, a la que proporcionó los presupuestos constitucionales necesarios para ejercer un poder indiscutido y colectivo a través del Senado. No obstante, la restauración no dependía tanto de la voluntad individual de Sila como de la fuerza de cohesión, del prestigio y de la autoridad que sus miembros imprimieran al ejercicio del poder. Pero el Senado recreado por Sila había nacido ya debilitado: muchos miembros de las viejas familias de la nobleza habían desaparecido en las purgas de los sucesivos golpes de Estado; buena parte de los que ahora se sentaban en sus escaños eran arribistas y mediocres criaturas del dictador. Y este débil colectivo, dividido en múltiples y atomizadas
factio
nes
, hubo de enfrentarse a los muchos ataques lanzados contra el sistema por elementos perjudicados o dejados de lado por Sila en su reforma: por una parte, jóvenes políticos ambiciosos, de tendencias
populares
, a los que la nueva reglamentación constitucional imponía un freno en su promoción política; por otra, masas de ciudadanos a las que afectaban graves problemas sociales y económicos, algunos de ellos incluso agravados por la impuesta restauración. Desde el foro o desde los tribunales se lanzaban críticas contra un gobierno cuya legitimidad se ponía en duda, por representar sólo los intereses de una estrecha oligarquía, de una «camarilla restringida» (
factio
paucorum
). Y a estos ataques desde dentro vinieron a sumarse graves problemas de política exterior, precariamente resueltos durante la dictadura silana. El gobierno senatorial, incapaz de hacer frente a estas múltiples amenazas, hubo de buscar una ayuda efectiva, que sólo podía proporcionar quien estuviese en posesión del poder fáctico, es decir, de la fuerza militar. Y, así, se vio obligado a recurrir a los servicios de un joven aristócrata, que disponía de estos medios de poder, Cneo Pompeyo.

Pompeyo era hijo de uno de los caudillos de la Guerra Social, Pompeyo Estrabón, y había heredado la fortuna y las clientelas personales acumuladas por su padre, que puso al servicio de Sila. Con un ejército privado, reclutado entre las clientelas familiares del Piceno, de donde era originario, y los veteranos de su padre, participó en la guerra civil y en la represión de los elementos antisilanos en Sicilia y África. Sila premió sus servicios con el sobrenombre de «Magno» y el título de
imperator
, insólitos honores para un joven que aún no había revestido el escalón más bajo de la carrera de las magistraturas. Su poder y autoridad significaban una evidente contradicción con las disposiciones de Sila; sus ambiciones políticas, una latente amenaza para el dominio del régimen que el dictador pretendía instaurar.

Si en el año 78, y como lugarteniente del cónsul Catulo, Pompeyo había ayudado a sofocar la rebelión del otro cónsul, Lépido, a la que en vano había sido llamado a participar el joven César, aún más determinante para su carrera iba a ser su protagonismo en el aplastamiento de una nueva amenaza al régimen. Quinto Sertorio, lugarteniente de Mario y activo miembro del gobierno de Cinna, en el curso del año 80, con un pequeño ejército de exiliados romanos y con el apoyo de fuerzas indígenas, había conseguido ampliar su influencia a extensas
regiones
de la península Ibérica, desde donde lanzó su desafio al gobierno de Roma. La sublevación alcanzó tales proporciones que Sila decidió enviar contra Sertorio a su colega de consulado, Metelo Pío, sin resultados positivos. Muerto el dictador, la gravedad de la situación obligó al impotente gobierno senatorial a recurrir de nuevo al joven Pompeyo, que fue enviado a Hispana con un
imperium
proconsular —esto es, con el poder y las prerrogativas de un cónsul para someter la sublevación. En cuatro años de encarnizada guerra, Pompeyo logró finalmente aislar a su enemigo y precipitar su asesinato, librando a Roma del problema, pero también fortaleciendo y ampliando en las provincias de Hispana su prestigio y sus relaciones personales.

Durante la ausencia de Pompeyo, el gobierno senatorial se había visto enfrentado a un buen número de dificultades.A los continuos ataques a su autoridad por parte de elementos
populares
vino a sumarse, desde el año 74, la reanudación de la guerra en Oriente contra Mitrídates del Ponto, y poco después una nueva rebelión de esclavos en Italia, de proporciones gigantescas.

En una escuela de gladiadores de Campana, en Capua, surgió, en el verano del 73, un complot de fuga guiado por Espartaco, un esclavo de origen tracio. El cuerpo de ejército enviado para someter a los fugitivos se dejó sorprender y derrotar, lo que contribuyó a extender la fama del rebelde. Al movimiento se sumaron otros gladiadores y grupos de esclavos, hasta juntar un verdadero ejército, que extendió sus saqueos por todo el sur de Italia. El gobierno de Roma consideró necesario enviar contra Espartaco a los propios cónsules. Espartaco logró vencerlos por separado y se dirigió hacia el norte para ganar la salida de Italia a través de los Alpes. Sin embargo, por razones desconocidas, la muchedumbre obligó a Espartaco a regresar de nuevo al sur. En Roma, las noticias de estos movimientos empujaron al gobierno a tomar medidas extraordinarias: un gigantesco ejército, compuesto de ocho legiones, fue puesto a las órdenes del pretor Marco Licinio Craso, un miembro de la vieja aristocracia senatorial, partidario de Sila, que se había hecho extraordinariamente rico con las proscripciones y que luego aumentó su fortuna con distintos medios, hasta convertirse en dueño de descomunales resortes de poder. En la conducción de la guerra contra los esclavos, Craso prefirió no arriesgarse: ordenó aislar a los rebeldes en el extremo sur de Italia, mediante la construcción de un gigantesco foso, para vencerlos por hambre, lo que obligó a Espartaco a aceptar el enfrentamiento campal con las fuerzas romanas. El ejército servil fue vencido y el propio Espartaco murió en la batalla. Craso decidió lanzar una severa advertencia contra posibles sublevaciones en el futuro. Todos los esclavos prisioneros fueron condenados al bárbaro suplicio de la crucifixión: el trayecto de la
via Appia
entre Capua y Roma quedó macabramente jalonado por un bosque de cruces. Sólo un destacamento de cinco mil esclavos consiguió escapar hasta Etruria, a tiempo para que Pompeyo, que regresaba de Hispania, pudiera interceptarlos, y así participar en la masacre, y robar a Craso el mérito exclusivo de haber deshecho la rebelión.

La liquidación contemporánea de dos graves peligros para la estabilidad de la
res publica
—las rebeliones de Sertorio y Espartaco— habían hecho de Pompeyo y Craso los dos hombres más fuertes del momento. El odio que mutuamente se profesaban no era obstáculo suficiente para anular una cooperación temporal para obtener juntos el consulado, con el apoyo de reales y efectivos medios de poder: Craso, su inmensa riqueza y sus relaciones; Pompeyo, la lealtad de un ejército y sus clientelas políticas. Era lógico que ambos atrajeran a elementos descontentos, en una coalición ante la que el Senado hubo de ceder. Así, Pompeyo y Craso eliminaron las trabas legales que se oponían a sus respectivas candidaturas y consiguieron conjuntamente el consulado para el año 70. Desde él se consumaría el proceso de transición del régimen creado por Sila. Las reformas que introdujeron dieron nuevas dimensiones a la actividad política en Roma. Una lex Licinia Pompeia restituyó las tradicionales competencias del tribunado de la plebe. Pero estos tribunos ya no iban a actuar a impulsos de iniciativas propias, en la tradición del siglo II, sino como meros agentes de las grandes personalidades individuales de la época y, en concreto, de Pompeyo. Con el concurso de estos agentes, y como consecuencia de graves problemas reales de política exterior, Pompeyo lograría aumentar, en los años siguientes, su influencia sobre el Estado.

Como otros muchos jóvenes de la aristocracia, César hubo de comenzar su carrera política escalando paso a paso la carrera de las magistraturas, que dos siglos antes, y para evitar ascensiones excesivamente rápidas, había sido fijada por el Senado. Pero antes era necesario cumplir un año de servicio como oficial en el ejército. En el año 72, César logró ser elegido por la asamblea popular como uno de los veinticuatro tribunos militares. La tradición subraya que en esta ocasión el pueblo otorgó a César el honor de ser elegido el primero. Se desconoce dónde cumplió César su servicio, pero si tenemos en cuenta que en este año las tropas movilizadas, a excepción de las que luchaban en Hispana al mando de Pompeyo, estaban concentradas en Italia para la lucha contra Espartaco, bien podría ser que César hubiese tomado parte en la represión contra el gladiador. Pero el servicio en el ejército no le impidió continuar sus ataques en el foro contra la corrupta oligarquía silana. El objetivo fue en este caso Marco Junco, acusado de malversación por los ciudadanos de Bitinia, el territorio donde César contaba con numerosos amigos y clientes desde su estancia en la corte de Nicomedes.

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