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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Cazadores de Dune (25 page)

BOOK: Cazadores de Dune
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En cuanto bajaron de la lanzadera y pusieron pie en la pista pavimentada, Vladimir miró al castillo en ruinas. Sus cabellos desgreñados volaban con la brisa marina.

—¿Mis enemigos vivieron aquí? ¿El duque Leto Atreides procedía de aquí?

Aunque Uxtal no conocía la respuesta con seguridad, sabía lo que el niño-ghola quería oír.

—Sí, seguramente estuvo en el mismo sitio donde estás tú ahora, respirando el mismo aire que llena tus pulmones.

—¿Por qué no lo recuerdo? Quiero recordar. Quiero saber más que lo que me has dicho, más de lo que encuentro en los librofilmes. —­Golpeó el suelo con el pie.

—Algún día recordarás. Algún día todo volverá a tu mente.

—¡Yo lo quiero ahora! —El niño lo miró con expresión picajosa, frunciendo los labios. Y Uxtal sabía que potencialmente eso significaba peligro.

Antes de que aquella rabieta infantil fuera a más, Uxtal cogió al niño de la mano y lo llevó a toda prisa hacia un vehículo terrestre que les esperaba.

—Ven, vamos a ver qué han descubierto los Danzarines Rostro.

35

Conocer las decisiones y los errores de los otros puede asustar. Sin embargo, las más de las veces me reconforta.

R
EVERENDA
MADRE
S
HEEANA
, diarios de navegación del
Ítaca

El cuadro de Van Gogh colgaba de una pared de metal en el camarote de Sheeana. Había robado aquella obra de arte de los alojamientos de la Madre Superiora antes de huir de Casa Capitular.

De todos los delitos que cometió durante su huida, aquel fue el único acto egoísta e injustificado. Durante años, aquella gran obra y todo lo que representaba habían sido un consuelo para ella.

Los paneles de luz estaban ajustados para dar una iluminación perfecta, y Sheeana permaneció sin pestañear ante el cuadro. Aunque lo había estudiado en detalle muchas veces, siempre encontraba nuevas perspectivas ante aquellas manchas luminosas, las gruesas pinceladas, aquel revuelo de energía creativa. Van Gogh, un hombre profundamente turbado que había convertido aquellas manchas y pintajos de color en la obra de un genio. ¿Podía la cordura, tan fría, haber resultado en algo semejante?

Casitas en Cordeville
había sobrevivido al bombardeo atómico de la Tierra, hacía eras, a la Yihad Butleriana y las posteriores épocas de oscuridad, a la yihad de Muad’Dib, a los tres mil quinientos años de mandato del Tirano, la Hambruna y la Dispersión. Sin duda, aquella frágil obra de arte estaba bendita.

Pero, arrastrado por sus pasiones, su creador había acabado al borde de la locura. Van Gogh había canalizado sus visiones en colores y formas, en una salpicadura figurativa de realidad tan intensa como solo un lienzo podía mostrar.

Algún día enseñaría el cuadro a los niños-ghola. Paul Atreides era el mayor. Ya tenía cinco años y era un niño normal. Su «madre», Jessica, tenía un año menos, la misma edad que el ghola del guerrero-mentat Thufir Hawat. El amor de Paul, Chani, tenía tres años, mientras que el traidor histórico de la casa Atreides, Wellington Yueh, tenía dos; su nacimiento coincidió cronológicamente con el momento en que Sheeana autorizó a Scytale a crear un ghola de sí mismo. El gran planetólogo y líder fremen Liet-Kynes, tenía un año, y el naib Stilgar acababa de nacer.

Pasarían años antes de que las Bene Gesserit pudieran despertar los recuerdos de aquellos gholas, antes de que las recreaciones históricas pudieran convertirse en las armas y herramientas que Sheeana necesitaba. Si les enseñaba el cuadro de Van Gogh ahora ¿reaccionarían basándose en algún instinto de sus vidas pasadas o verían las imágenes con otros ojos?

Un genio de Ix había restaurado y mejorado el original dotándolo de una capa invisible de plaz, fina pero resistente, que protegía la pieza y evitaba su deterioro. Y el ixiano no solo había devuelto al original su antigua gloria, había añadido simulaciones interactivas para que un observador atento pudiera seguir cada pincelada, ver cómo aquella maravilla tan compleja y primitiva había surgido a través de las diferentes pasadas. Sheeana había experimentado aquella simulación tantas veces que podría haber pintado las casitas con los ojos cerrados. Pero, ni siquiera una copia perfecta podría igualar al original.

Sheeana retrocedió hasta su cama y se sentó, sin apartar en ningún momento los ojos del cuadro. Las voces de sus Otras Memorias parecían apreciarlo, aunque trataba de mantener su clamor bajo control.

Su Odrade-interior le habló con tono de reprobación.
Estoy segura de que otras hermanas consideran el robo de este cuadro como algo más grave que el robo de la no-nave o los gusanos de arena del cinturón desértico. Esas cosas podían sustituirse, una obra maestra no.

—Quizá no soy la persona que pensabas. Pero claro, yo más que nadie, soy incapaz de estar a la altura del mito que se ha creado en torno a mi persona. ¿Todavía tiene el Culto a Sheeana seguidores en el Imperio Antiguo? ¿Sigue reverenciándome vuestra religión de laboratorio como un ángel y un salvador?

Las Bene Gesserit conocían el valor de una fe inquebrantable entre las masas. Las hermanas esgrimían las religiones como armas, las creaban, las dirigían, y luego las soltaban como harían al disparar una flecha con el arco.

Las religiones eran algo extraño. Nacían con la aparición de un líder fuerte y carismático, y sin embargo cuando esa figura clave moría se hacían más fuertes, sobre todo si sufría martirio. Ningún ejército podría luchar jamás con tanto ahínco sin su Bashar, ningún gobierno sería tan fuerte sin su rey o su presidente, y sin embargo, en cuanto los conversos se convencieron de que Sheeana estaba muerta, su religión se extendió con rapidez. La experiencia única de Sheeana había dado a la Missionaria Protectiva mucho a lo que acogerse, suficiente material en bruto para atraer a hordas y más hordas de fanáticos.

Y sin embargo, en aquel retiro tranquilo y callado, Sheeana se alegraba de estar lejos de todo aquello.

Cuando pensó que supuestamente era una mártir en torno a la que se había formado una poderosa religión, sintió que otra vida despertaba y se levantaba en su interior, una voz lejana y ancestral.
Muad’Dib y Liet-Kynes advirtieron de los peligros de seguir a un líder carismático.

Cuando las vidas que llevaba consigo lo permitían, a Sheeana le gustaba sumergirse en las líneas de las Otras Memorias, remontarse más y más atrás en el tiempo por los rápidos y los remolinos del río de la historia.

—Estoy de acuerdo. Por eso hay que vigilar y orientar a los que están dispuestos a derrochar su vida de esa forma.

¿Orientar o manipular?

—Lo que cambia es la palabra, no la esencia.

A veces manipular a las masas es la única forma de defenderse adecuadamente. Un ejército de fanáticos siempre superará cualquier arma.

—Paul Muad’Dib lo demostró. Su yihad sangrienta sacudió la galaxia entera.

La otra voz rió en su interior.

No fue en modo alguno el primero en utilizar esa táctica. Aprendió mucho del pasado. De mí.

Sheeana buscó más hondo en su mente.

—¿Quién eres?

Alguien que conoce este tema mejor que la mayoría. Mejor que prácticamente todo el mundo.
La voz hizo una pausa.
Soy Serena Butler. Yo inicié la madre de todas las yihads.

— o O o —

Con la advertencia de Serena Butler aún en la cabeza, Sheeana avanzó por un corredor de los niveles inferiores. Tras pensar en las diferentes facciones que viajaban en el
Ítaca
, cada una con sus planes y sus distorsiones, supo que había entre ellos una fuente de información inocente aunque impenetrable: los cuatro futar cautivos.

Las criaturas no habían vuelto a causar problemas desde que uno de ellos escapó y asesinó a una hermana hacía cinco años. Una supervisora menor. Sheeana los visitaba de vez en cuando, y hablaba con todos, pero por el momento había fracasado en sus intentos de conseguir información útil. Aun así, Serena Butler le había dado una idea: utilizaría el sentimiento de reverencia religiosa como herramienta.

Convencida de que podría protegerse si hacía falta, dejó salir al que se hacía llamar Hrrm de la gran cámara donde ahora vivían los futar. Años atrás, cuando encontró a Hrrm perdido en los corredores, hizo lo que pudo por conseguirles un espacio más amplio. Eran predadores, criaturas salvajes, y necesitaban correr y merodear. Así pues, Sheeana hizo instalar sistemas especiales de seguridad en un muelle de almacenaje con paredes blindadas y ordenó a varias supervisoras y a algunos de los obreros del rabino que construyeran un entorno simulado. Aquella nueva prisión no los engañaba, pero al menos les reconfortaba. No era igual que la libertad, pero era infinitamente mejor que las celdas desnudas y aisladas.

Durante la construcción del bosquecillo especial, Sheeana había tratado de averiguar cómo era el hogar de los futar con los adiestradores, pero no consiguió apenas datos. El vocabulario de los futar era muy limitado. Cuando decían «árboles», no conseguía que le describieran el tamaño ni la especie. Así que se dedicó a enseñarles imágenes, hasta que finalmente se entusiasmaron señalando un álamo temblón, alto y con corteza plateada.

En aquellos momentos, después de asegurarse de que los corredores y los elevadores próximos estaban libres de distracciones o amenazas, Sheeana se llevó a la tensa bestia-hombre a la cámara de observación que había encima de la sala de carga con la arena.

Hrrm caminaba con hastío junto a ella. Las Honoradas Matres lo habían maltratado tanto que era reacio a confiar en nadie, pero con los años había acabado por aceptar a Sheeana.

Si quería sacarles alguna información, Sheeana sabía que tenía que causarles una fuerte impresión. Así que, aunque iba en contra de sus principios, decidió hacer que la viera como la pintaba la Missionaria Protectiva, como una figura religiosa con poderes místicos. Los futar la verían bajo una luz distinta. Quizá si lograba impresionar a Hrrm, le contestaría a las mismas preguntas, pero de forma más útil. Los futar eran demasiado simples y directos para guardar secretos, pero era evidente que no entendían las implicaciones de las cosas que sabían.

En el interior de la cámara de observación, el futar se acercó a la ventana de plaz y miró abajo, a las arenas de la sala de carga. Sus pupilas se dilataron y sus narices se hincharon cuando percibió movimiento en las dunas. Uno de los enormes gusanos se levantó, abriendo su boca cavernosa mientras la arena se escurría entre sus anillos. La cabeza ciega de un segundo gusano apareció, como si las criaturas intuyeran la presencia de Sheeana allá arriba.

Hrrm reculó, con una mueca en sus labios. Su respiración sonaba como un gruñido.

—Monstruos.

—Sí. Mis monstruos. —El futar parecía confuso e intimidado. No podía apartar los ojos de los gusanos—. Mis monstruos —repitió—. Tú quédate aquí y observa.

Sheeana salió de la cámara y marcó el código para cerrar la puerta, y entonces bajó con un elevador al nivel de la sala de carga. Abrió la escotilla y salió a las arenas, templadas bajo un sol artificial. Los gusanos avanzaron hacia ella, sacudiendo la cámara con su peso y la fricción. Sheeana caminó sin miedo y trepó a las dunas para recibirlos.

Con una explosión de arena, el gusano más grande se elevó, seguido por otro gusano, y un tercero que venía detrás. Sheeana levantó la vista hacia la pequeña ventana de observación; esperaba que Hrrm estuviera observando con reverencia.

Corrió hacia el gusano más próximo, y el gigante retrocedió arrastrándose por la arena. Corrió hacia otro y este también reculó. Y entonces se quedó allí en medio y empezó a girar. Agitaba sus manos ante los gusanos, y empezó a ondular su cuerpo en una danza. Los gusanos la seguían, se ondulaban.

A su alrededor Sheeana olía la especia, aquel aroma acre pero estimulante que no tenía ninguna otra fuente natural. Los gusanos se movían en círculos a su alrededor como sicofantes. Finalmente, se dejó caer en la arena mientras los gusanos seguían dando vueltas, hasta que las siete criaturas se elevaron ante ella y las despachó.

Se dieron la vuelta y desaparecieron bajo las dunas, dejándola sola. Sheeana se levantó con esfuerzo, se sacudió y fue hasta la escotilla. Aquello habría impresionado a Hrrm suficientemente.

Cuando volvió a entrar en la cámara de observación, el futar se volvió hacia ella, retrocedió y alzó el rostro hacia un lado, dejando al descubierto la garganta en un gesto de sumisión. Sheeana estaba emocionada.

—Mis monstruos —dijo.

—Tú más fuerte que las mujeres malas —dijo Hrrm.

—Sí, más fuerte que las Honoradas Matres.

El hombre-bestia pronunció las palabras con gran esfuerzo.

—Mejor que… adiestradores.

Sheeana saltó.

—¿Quiénes son los adiestradores?

—Adiestradores.

—¿Dónde están? ¿Quiénes son?

—Adiestradores… controla futar.

—¿Qué son los futar? —Necesitaba saber más, tenía que arrinconarlo. Había demasiados interrogantes sobre lo que las rameras habían traído consigo de la Dispersión y en qué modo estaban todos conectados con el Enemigo Exterior.

—Nosotros futar —dijo Hrrm con tono indignado—. No hombres-pez.

Ah, un intrigante nuevo pedacito de información.

—¿Hombres-pez?

—Fibios —gruñó Hrrm con desagrado. A su boca parecía costarle formar la palabra.

Sheeana frunció el ceño, imaginando una modificación que combinara genes de anfibio con humanos, igual que el ADN de los felinos se había utilizado para crear a los futar. Híbridos.

—¿Los adiestradores crearon a los fibios?

—Adiestradores crea futar. Nosotros futar.

—¿Crearon también a los fibios?

Hrrm parecía furioso.

—Adiestradores crea futar. Mata Honoradas Matres.

Sheeana guardó silencio mientras procesaba la información. El apaño cromosómico que había servido para crear a los futar quizá se parecía al que se usaba para crear fibios, criaturas acuáticas. Los adiestradores habían utilizado aquellas técnicas para crear unas criaturas que cazaran Honoradas Matres, y otros habían creado a los fibios. Pero ¿con qué propósito?

Se preguntó si algún tleilaxu perdido de la Dispersión había vendido sus conocimientos al mejor postor. Si los futar odiaban a los fibios ¿significa eso que los hombres-pez estaban de alguna forma aliados con las Honoradas Matres? ¿O quería ver más de lo que había en las palabras burdas del hombre-bestia?

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