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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (31 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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Me sentí muy complacida.

Viajaba de noche, y durante el día me escondía en bosques de Ka-la-na.

No había vuelto a asar carne desde la captura de Ute. No confiaba lo suficiente en mi habilidad para construir o usar instrumentos tan primitivos para hacer fuego. Era algo que había aprendido bien.

Comía principalmente fruta y nueces, algunas raíces. En ocasiones completaba esta dieta con la carne cruda de pequeños pájaros o la de algún urt que conseguía cazar. Sin embargo la última noche, y la anterior en otro pueblo, me las había ingeniado para robar carne. En consecuencia, había decidido alimentarme de aquella manera. Desde luego, no me sentía en absoluto tentada por los pequeños anfibios o los enormes insectos que Ute me había enseñado. Puede que fueran una verdadera fuente de proteínas, pero antes que llevarme aquellas cosas a la boca, prefería morir de hambre.

Me eché boca arriba, adormilada, y miré hacia el brillante cielo que se vislumbraba entre las ramas cruzadas sobre, mi cabeza. El día era cálido. Sonreí.

De pronto, percibí un ruido. Parecían gritos de hombres, y un estallido de golpes de metal, como si estuviesen golpeando sartenes y cazuelas.

Al cabo de unos minutos era evidente que los sonidos se acercaban en mi dirección. Comencé a inquietarme.

Había un fragor que llegaba desde el pueblo y que parecía dirigirse más y más hacia mí a través del bosque.

Irritada, me encogí de hombros, tomé la fibra de atar que llevaba conmigo, y comencé a alejarme del estrépito. Mientras lo hacía, recogí algunas nueces y frutas.

Pareció que el fragor se hacía cada vez mayor, pero no le presté demasiada atención. Llegaba desde detrás mío.

No tardé mucho en darme cuenta de que si no alteraba la dirección que había tomado, me encontraría fuera de la amplia espesura en la que me había refugiado.

Por lo tanto, giré a la izquierda, y cogí alguna fruta al hacerlo.

Entonces noté contrariada que el ruido me llegaba con más fuerza y que parte de él parecía provenir de delante mío.

Me sentí algo inquieta y, medio corriendo, di la vuelta y fui en la otra dirección.

No habría corrido más de dos o tres ihns cuando noté claramente que el fragor volvía llegar de delante mío.

Volví a dar la vuelta, esta vez frenéticamente.

El fragor, los golpes en los cacharros y las cazuelas, y el griterío, se dirigía hacia mí, en un amplio semicírculo.

¡Me di cuenta de pronto de que estaban intentando cazarme!

La única zona en silencio era la que quedaba delante mío. Estaba aterrorizada. Comencé a correr en aquella dirección, hacia el límite de la espesura, pero me dio miedo. Perdería la protección que me daba el bosque. Además, quizá me estuviesen dirigiendo hacia cazadores o hacia redes... Aquel silencio me daba tanto miedo como el fragor.

Tenía que intentar pasar, deslizarme, entre sus filas.

Algunos animales pasaron corriendo junto a mí, huyendo del ruido.

Con cuidado, ocultándome lo mejor posible, comencé a caminar hacia el estruendo.

El ruido se hizo ensordecedor. Aquel clamor, el saber que iban a por mí, me hizo volverme repentinamente irracional, enloquecida. Sólo quería alejarme del ruido.

¡Entonces el corazón me dio un vuelco!

Allí debía haber más de doscientos campesinos, hombres, niños y mujeres, todos gritando y golpeando sus cazuelas y sus lanzas, garrotes, mayales y horcas.

Estaban muy pegados los unos a los otros y eran demasiados.

Un niño me vio, gritó y comenzó a golpear más fuerte su cazo.

Di la vuelta y salí corriendo.

El fragor se hizo enloquecedor, intolerable, resonaba en mi cerebro y se cerraba sobre mí.

No podía hacer otra cosa más que huir corriendo hacia el silencio.

Entonces salí corriendo de la espesura, pisando la hierba de un campo, aterrorizada.

Luego, exhausta, miré hacia atrás. Los campesinos se habían detenido junto al límite del bosque de Ka-la-na. Ya no gritaban, y habían dejado de golpear sus cacharros.

Miré hacia delante. No había nada. No me esperaban campesinos fuertes, para reducirme, desnudarme, atarme, y conducirme atada por el cuello hacia el pueblo.

Grité de alegría y corrí sobre la hierba.

¡Sólo querían hacerme salir del bosque!

Todavía era libre.

Me detuve.

Permanecí quieta en medio de aquella hierba que me llegaba a la rodilla, en aquel campo que se mecía con el viento. Sentía el sol en mi cuerpo y la hierba que rozaba mis piernas. Notaba bajo mis pies la tierra viva, negra, llena de raíces y cálida de Gor. El cielo era azul, profundo, brillante y estaba lleno de la luz del sol. El bosque de Ka-la-na se veía amarillo en la distancia, con los campesinos quietos en su límite. Respiré el fresco, el magnífico aire del planeta Gor. ¡Qué hermoso era!

Los campesinos no me persiguieron.

¡Era libre!

De pronto me llevé la mano a la boca. Allí arriba, en lo alto, pequeña, hundida en la vertical de aquellos profundos cielos, había una manchita. Sacudí la cabeza. ¡No! ¡No!

Miré atrás, hacia los campesinos. No se habían movido. Hinqué una rodilla en la hierba, con los ojos fijos en la mancha.

Daba vueltas en círculo.

Comencé a correr, como una loca, desesperada, a lo largo y ancho del campo.

Me detuve y miré hacia atrás, arriba. Grité llena de desesperación. Vi al pájaro dar la vuelta, girando en el cielo. El sol se reflejó, por un breve instante, en el casco de su jinete. El pájaro se dirigía hacia mí. Gritando, descendía batiendo las alas.

Chillé y comencé a correr como una loca por el campo.

El grito del pájaro me ensordeció y sus alas sonaron como truenos a mis oídos.

La sombra del animal pasó junto a mí.

El lazo de cuero cayó alrededor de mi cuerpo. Se cerró sobre mí en un instante, apretando mis brazos irremisiblemente junto a mi cuerpo, y me sentí, con la espalda casi partida, izada en el aire. Veía la hierba pasar por debajo mío, pero no la tocaba con los pies. Se alejó de mí, como si hubiera caído muy lejos, y, luego, de repente, en medio de las fuerzas violentas del viento, aprisionada por aquella cuerda de cuero trenzado, tambaleándome y girando, me pareció que el cielo estaba debajo de mí y la hierba por encima. Me quedé sin respiración cuando el tarn comenzó a ascender; conseguí tomar aire, mientras el cielo, la hierba y el horizonte comenzaban a girar violentamente.

Sentí que me subían. Sentí que la cuerda apretaba aún más cruelmente mi cuerpo. No podía utilizar las manos. Quería asirme a la cuerda para sujetarme. Pero no podía.

Al mirar arriba, vi las enormes garras del tarn, replegadas bajo su cuerpo, por encima mío. Eran enormes, curvadas y afiladas.

Sentí que mi cuerpo pasaba junto al costado del tarn y mi hombro rozó el metal y el cuero de la silla, y la pierna de un hombre.

El hombre me sujetó con sus brazos. No podía moverme de lo aterrorizada que estaba.

Vi sus ojos a través de las aberturas de su casco. Parecían divertidos. Miré hacia otro lado.

Él se rió.

Fue una risa cruda, la de un tarnsman. Me estremecí.

Quitó la cuerda del tarn de mi cuerpo. En la silla, me abracé a su cuello aterrorizada por la posibilidad de caerme. Él recogió la cuerda del tarn y la ató junto a la silla.

A continuación extrajo el cuchillo de su cinturón. Lo movió, y la fibra de atar se alejó de mi cuerpo; el camisk comenzó a flotar en el aire hasta colocarse alrededor de mi cuello, tirando de mi garganta, dando sacudidas y agitándose. Lo alzó por encima de mi cabeza y salió volando por detrás del tarn. Sentí el cuero de sus ropas contra mi cuerpo y la hebilla de su cinturón. Mi mejilla se apoyaba sobre el metal de su casco. Mi cabello se agitaba con el viento.

Separó mis brazos de su cuello con las manos.

—Échate delante mío, sobre tu espalda y cruza muñecas tobillos.

Terriblemente asustada por la posibilidad de caerme, obedecí.

Se inclinó sobre mi cuerpo y noté que ataba mis muñecas a una argolla de la silla. Luego se inclinó hacia el otro lado y, en cuestión de segundos, sentí que mis tobillos cruzados eran asegurados en otra anilla.

Quedé allí, echada boca arriba, frente a él, como si mi cuerpo fuera un arco atado sobre su silla.

Dio dos palmadas sobre mi vientre.

Luego volvió a reírse con aquella risa fuerte, ruda, de tarnsman que tiene a su presa atada, indefensa, frente a él.

Tiré de mis muñecas y de mis tobillos atados a las anillas.

Volví la cabeza hacia un lado y lloré.

Me habían capturado de nuevo.

¡Qué mala suerte la mía, la de haber salido del bosque cuando había un tarnsman en el cielo!

Entonces, con una sacudida a mi espalda, y una enorme polvareda, el tarn se posó.

Por lo que podía ver, nos hallábamos en un espacio abierto en medio de una aldea. Mi cabeza colgaba hacia abajo y pude ver en la distancia una gran espesura de Ka-la-na. Los campesinos se amontonaban a nuestro alrededor. Al girar la cabeza a la derecha, vi hombres con lanzas y mayales, que llevaban túnicas de campesinos. Las mujeres y los niños se agolpaban igualmente a nuestro alrededor. Oí algunos golpes de cacharros. Vi palos en las manos de algunos niños.

—Veo que la tienes, Guerrero —dijo un campesino alto y fuerte, con barba.

Me puse a temblar.

—La empujasteis justo hacia donde quería —dijo el guerrero—. Gracias.

Gemí.

—Es poca cosa comparado con los favores que nos has hecho —dijo el campesino—. Nos robó carne la otra noche.

—Sí —dijo otro—, y la noche anterior, robó en otro pueblo, en Rorus.

—Dánosla a nosotros, Guerrero. Sólo un cuarto de ahn, para que la apaleemos.

El guerrero rió. Yo temblaba.

—Aquí también hay hombres de Rorus. Dánosla un cuarto de Ahn, para que la apaleemos.

—Deja que la apaleemos —gritaban las mujeres y los niños—. Deja que la apaleemos.

Cabeza abajo, atada con las correas, daba sacudidas por el miedo.

—¿Cuánto vale la carne? —inquirió el guerrero.

La gente guardó silencio.

De un saquito extrajo una moneda que lanzó a un hombre del pueblo y otra que lanzó a otro hombre, que debía de ser de Rorus.

—¡Gracias, Guerrero! ¡Muchas gracias!

—Su primera paliza —dijo el guerrero con voz potente— me corresponde a mí.

Hubo muchas risas, Tiré inútilmente de mis ataduras.

Alzó la mano hacia la multitud.

—Os deseo ventura.

—¡Te deseamos ventura!

Sentí que la única tira de cuero que constituía el arnés del tarn se tensaba sobre mi cuerpo. De pronto, cortándome la respiración, el gran pájaro gritó y comenzó a batir las alas, la silla presionó mi espalda y, cabeza abajo, vi las cabañas de forma cónica de los campesinos caer en la lejanía por debajo nuestro, y el pájaro, con un aleteo a la vez violento y majestuoso, con la cabeza tendida hacia delante ascendió hacia las nubes.

Poco después de haber fijado el rumbo que debía de seguir el tarn, me puso de lado, hacia él, y, con los dedos de su mano derecha, palpó mi marca.

—Sólo una Kajira —dijo.

Luego, con la palma de la mano, volvió a colocarme boca arriba.

Al cabo de un momento, alargó la mano hacia abajo y tomó mi cabello y alzó mi cabeza, haciéndome daño. La giró de lado a lado.

—Tus orejas han sido agujereadas —dijo. Luego dejó caer mi cabeza hacia atrás, junto a la silla.

Gemí y protesté.

En un momento determinado, el guerrero me dijo que cruzábamos el Vosk.

Supe entonces que estábamos en territorio de Ar y que debíamos volar por encima del Margen de la Desolación, una zona yerma, que ahora comenzaba a recuperarse, y que años atrás había sido desocupada y devastada, para que así los campos del norte de Ar estuviesen protegidos por esa barrera natural. La protección era, presumiblemente, contra probables invasiones del norte o, más posiblemente, incursiones de piratas del Vosk. En el reinado de Marlenu's, en la época anterior a su exilio, y después, con su restauración, se había dejado el Margen de la Desolación deliberadamente desatendido para que pudiese recuperarse. Marlenus había dispuesto que una flota de galeras ligeras patrullase por el Vosk para limpiar las aguas del río cercanas a su Ubarato de piratas. Lo habían conseguido, o casi. Rara vez se veían piratas en los lugares en que el Vosk bordeaba las regiones de Ar. Otras ciudades, las situadas al norte, no veían con muy buenos ojos que Marlenus permitiese que el Margen de la Desolación recuperase su fertilidad y su frondosidad. Tal vez sólo pensase en ampliar las zonas cultivables de Ar. Por otro lado, bajo el dominio de Marlenus quedó claro que Ar ya no temía por sus fronteras. Asimismo, la ambición del llamado Ubar de Ubares era bien conocida. Si ya era posible, o si pronto iba a ser posible hacer llegar fácilmente un ejército por tierra hasta Ar una vez cruzado el Vosk, también sería posible para Ar acercar rápidamente una considerable fuerza de hombres hacia el norte, hasta la misma orilla del Vosk. Por tradición, la orilla norte del Vosk era disputada por varias ciudades, entre las que se encontraba Ar.

El guerrero me dio de comer, pero sin soltarme. Echó pan de Sa-Tarna en mi boca. Lo mastiqué y con dificultad, lo tragué. Luego, con su cuchillo cortó cuatro pequeños pedazos de carne de bosko cruda, que colocó en mi boca. Mastiqué la carne, con los ojos cerrados, y la tragué. A continuación, colocó la punta de una bota de piel entre mis dientes, para que bebiera. Casi me ahogo. Retiró la bota, la tapó y la guardó en la bolsa que colgaba de su silla. Cerré los ojos apenada.

Al cabo de un tiempo miré hacia el guerrero que me había capturado.

Parecía ancho de hombros. Tenía una cabeza grande, que iba oculta bajo el casco de guerra. La erguía con orgullo. Sus brazos eran fuertes, musculosos y morenos. Sus manos eran grandes y toscas, hechas para llevar armas. Vestía cuero de color escarlata. Su casco, con la abertura en forma de Y, era de color gris. Ni sus ropas ni su casco llevaban insignia. Supuse por lo tanto que era un mercenario o un proscrito. No tenía idea de mi posible destino.

Había algo en él que me asustaba. Sentí que le conocía o le había visto antes.

¡Quizás en Laura, cerca del campamento de Targo!

—¿Eres un mercenario de Haakon de Skjern?

—No —contestó.

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