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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (25 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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Unos cuatro días antes de que saliésemos de Ko-ro-ba hacia Ar, la noticia se extendió como una nube de tarns por los recintos de las esclavas.

—¡Verna, la mujer proscrita! ¡Ha sido capturada por Marlenus de Ar!

Corrí hacia los barrotes de la jaula, emocionada. Lloré de alegría. ¡Cómo odiaba a aquella mujer y a su grupo!

—Pobre Verna —dijo Ute.

Inge guardó silencio.

—¡Que la hagan esclava! —dije yo—. ¡Como nosotras! —Me volví para mirarlas, sentadas sobre la paja, y apoyé la espalda contra los barrotes—. ¡Que la hagan esclava como a nosotras!

Ute e Inge me miraron.

Di media vuelta, apretando con fuerza los barrotes, llena de un sentimiento de triunfo, de una victoria vengativa. ¡Que la obligaran a arrodillarse frente a los hombres y temer el látigo!

—Pobre Verna —repitió Ute.

—Marlenus la domará —le dije—. En sus jardines de placer comerá de su mano.

—Espero que la empalen —dijo Lana.

Yo no quería aquello. Pero deseaba que le pusieran collar, sedas y cascabeles ¡Que conociera lo que era ser esclava! ¡Cuánto odiaba a la orgullosa Verna! ¡Cuánto me satisfacía que ella, como yo, hubiese sido apresada por hombres!

Miré a mi alrededor en la jaula, sonrojada, furiosa. Sacudí los barrotes. Pataleé sobre el acero de debajo de la paja con los talones. Chillé de rabia y cogí paja y la esparcí por la jaula. ¡Yo también había sido capturada y tenía que ser una esclava!

—Por favor, El-in-or —gritó Ute—. No te comportes así.

Grité de dolor y corrí hasta el otro extremo, echándome sobre la pared negra, golpeándola, para finalmente dejarme caer de rodillas junto a ella y, llena de rabia y frustración, llorando y gritando, golpeé las placas de acero del suelo.

—Llora, El-in-or —dijo Ute—. Llora.

Me quedé echada sobre la paja, desnuda. Era una esclava indefensa, propiedad de los hombres, que tenía que hacer lo que ellos le decían, y lloré y lloré.

Mencionaré otras dos noticias que aquellos días se filtraron desde el mundo exterior de risas hasta nuestros recintos cubiertos de paja y rodeados de barrotes.

Haakon de Skjern, a quien Targo había adquirido las cien bellezas del norte que por aquel entonces estaban concluyendo su instrucción, estaba en Ko-ro-ba.

Este hecho, no sé por qué razón, provocó que Targo estuviese algo intranquilo.

La otra noticia tenía que ver con los temerarios asaltos llevados a cabo por Rask de Treve.

Toda Ko-ro-ba parecía indignada.

Cuatro caravanas habían caído presas de los feroces y rápidos tarnsmanes de Treve. Y sus hombres habían quemado docenas de campos, destruyendo la cosecha de Sa-Tarna. El humo de dos de estos campos había sido visible incluso desde los altos muros de la propia Ko-ro-ba.

Los tarnsmanes de Ko-ro-ba volaban a todas horas, a mediodía, a primera hora de la mañana, al atardecer, incluso cuando las hogueras de las almenaras se encendían sobre los elevados muros de la ciudad, salían patrullas regulares e irregulares, pero nunca encontraron a la evasiva banda de merodeadores del terrible Rask de Treve.

Le di mentalmente vueltas a todo aquello.

Tenía motivos para conocer aquel nombre, Rask de Treve. Targo y otros aún tenían más motivos. Había sido Rask de Treve quien había asaltado la caravana de esclavas de Targo tiempo atrás, en los campos al noroeste de Ko-ro-ba, cuando se dirigía a Laura y antes de que una muchacha extranjera que deambulaba por los campos y vestía extrañas ropas fuese capturada. Se llamaba El-in-or. En realidad, fue por culpa de Rask de Treve por lo que Targo, que se convirtió en el dueño de aquella El-in-or, perdió la mayoría de sus mujeres y carretas y todos sus boskos. Por su culpa El-in-or, junto a las demás muchachas, tuvo que llevar el arnés y tirar de la carreta, la única que quedaba, como un animal de carga, estimulada por el látigo.

Se sabía poco de Rask de Treve.

En realidad se conocía poco incluso de la ciudad de Treve. Se extendía en algún punto de los elevados y amplios terrenos de la cadena de las Voltai, y quizás fuese tanto una fortaleza, un nido de tarnsmanes proscritos, como una ciudad. Se decía que era sólo accesible a lomos de un tarn. Se decía también que ninguna mujer podía llegar hasta la ciudad, a menos que fuese encapuchada y desnuda, a menos que fuese una esclava, atada a la silla de un tarn. La verdad era que incluso los mercaderes y embajadores sólo podían acceder a la ciudad si eran guiados hasta ella y eso siempre que hubieran sido maniatados y encapuchados, como si nadie que no fuera de Treve pudiera acercarse, a excepción de las esclavas y quienes fueran hechos prisioneros. La localización de la ciudad, se comentaba, sólo era conocida por ella misma. Incluso las esclavas que se llevaban a Treve, obedientes entre las áridas murallas de la ciudad, al mirar hacia arriba, hacia el cielo, no sabían dónde se hallaba la ciudad en la que servían. Y aunque las hicieran salir de las murallas para algún recado, sólo podían ver a su alrededor los escarpados y salvajes terraplenes de color escarlata de la cordillera de las Voltai, que se extendían en una súbita caída hasta el valle, muchos pasangs más abajo. Sabían tan sólo que eran esclavas en aquel sitio pero no sabrían dónde se encontraban. Contaban que ninguna mujer había podido escapar de Treve.

Y poco más parecía saberse de Rask de Treve que de su remota ciudad.

Comentaban que era joven, audaz y despiadado, que era poderoso, brutal y temerario, que era una persona ingeniosa, brillante y evasiva, un maestro de los disfraces y los subterfugios. Contaban que una mujer podía no saber cuándo se hallaba en presencia de Rask de Treve, mientras éste la examinaba con aire indiferente, para ver si sería o no adquirida por él más tarde.

Decían que era un hombre feroz de pelo largo, un tarnsman, un guerrero.

Decían que era una de las primeras espadas de Gor.

Decían, también, que era increíblemente atractivo y despiadado con las mujeres.

Los hombres temían su espada y las mujeres el acero de sus collares de esclava.

Al parecer, las mujeres tenían verdaderos motivos para temer a Rask de Treve. Comentaban que era insaciable con respecto a ellas. Explicaban que cuando usaba a una mujer, la marcaba con su nombre, como si ella, una vez usada, sin importar a quién pudiera ser luego entregada o vendida, sólo pudiera en verdad pertenecerle a él. Contaban igualmente que usaba a una mujer solamente una vez, porque aseguraba que al haberla utilizado la había vaciado, la había agotado, había extraído de ella cuanto ésta podía ofrecer y que, por lo tanto, ya no podía tener nada más de interés para él. Decían que ningún otro hombre en Gor podía humillar o despreciar tanto a una mujer como Rask de Treve. Y sin embargo, había pocas mujeres en Gor, lo que enfurecía a sus propios hombres, o guardianes, que no estuviesen deseando ser usadas, marcadas y despreciadas por Rask de Treve, aquel guerrero audaz, joven y despiadado, con tal de conocer lo que era pertenecerle.

Rask de Treve, decían, nunca había adquirido una mujer. Capturaba y tomaba a la fuerza aquellas que le gustaban. Como muchos guerreros goreanos prefería mujeres libres, para así disfrutar la deliciosa agonía de su presa, mientras él la reducía a una esclava sometida. Por otra parte, si a él le parecía bien, contaba que podía tomar una esclava y hacer de ella más que una esclava.

Nuestra preparación siguió.

En una ocasión tuvimos una visita en los recintos; era un visitante alto, parcialmente encapuchado, que vestía unas ropas de seda azules y amarillas, las de los mercaderes de esclavas. Llevaba sobre el ojo izquierdo una tira de cuero, que le rodeaba la cabeza. Targo le estaba enseñando nuestra sección en el recinto.

—Éste es Soron, de Ar —dijo Targo, deteniéndose frente a nuestra jaula. Luego añadió—: El-in-or.

Sentí algo de miedo. No quería que me vendiesen hasta llegar a Ar. Deseaba ser vendida en la Casa Curul de Subastas. Era allí donde se reunían los compradores más ricos de Gor. Tenía la ilusión de convertirme en la favorita de un amo acomodado, y residir en una de las altas torres de Ar, la ciudad más grande y lujosa de Gor, y tener sedas y joyas con las que adornarme, y no tener que trabajar, salvo, quizás, para complacer a mi amo o a los invitados a los que, si a él le apetecía, podía ofrecerme para una velada.

—¡El-in-or! —gritó Targo.

Me acerqué a las barras, y me arrodillé ante ellas.

—Cómprame, amo —dije.

—¿Acaso esta muchacha no sabe cómo presentarse? —preguntó el hombre.

Targo estaba enfadado.

—Otra vez —gritó.

Yo tenía miedo. Me puse en pie, y volví al fondo de la jaula. Luego regresé hasta los barrotes, esta vez convertida en una esclava, haciéndolo de la manera en que una esclava se aproxima sabiendo que un amo la está observando. Sonreí ligeramente, con insolencia, y volví a arrodillarme ante él. Sentí las placas de acero bajo la paja. Bajé los ojos y los clavé en sus sandalias, que eran negras, de cuero pulido, con tiras anchas, y entonces, aún sonriendo, algo burlonamente, levanté la cabeza. Le miré.

—Cómprame, amo —susurré.

—No —dijo él.

Me puse de pie, contrariada. No necesitaba haber sido tan brusco. Yo había intentado presentarme bien. ¡Y lo había hecho! Pero él no había demostrado tampoco el más mínimo interés. Sentí la humillación de la esclava rechazada

—Cómprame, amo —dijo Inge, que se encontraba ahora junto a los barrotes, a indicación de Targo.

No me gustó la manera en que dijo su frase. Me pareció que quería compararse conmigo y mi fracaso. ¿Acaso creía que era superior a mí? Además, me sentía furiosa por la manera en que se había aproximado a los barrotes. Lo había hecho tan sinuosamente... ¿O es que ya no era de los escribas? ¿Podía ser ella, la delgaducha Inge, más atractiva que yo?

El hombre la miró, satisfecho, y la ayudó a levantarse, haciéndolo en la forma en que un amo sujeta un producto muy femenino, de alta calidad.

—¿Eras verdaderamente de la casta de los Escribas? —preguntó él.

—Sí —dijo Inge, sorprendida.

—El refinamiento de tu acento sugería que lo fueses.

—Gracias, amo —dijo Inge, bajando la cabeza.

—Es un producto excelente —dijo aquel hombre—. Tiene la inteligencia y la educación de los escribas, y sin embargo está claro que es una esclava exquisita y bien entrenada.

Inge no alzó la cabeza.

—Debería ser vendida a un escriba —sugirió el hombre.

Targo tendió sus manos y sonrió.

—A quienquiera que pague más oro por ella —dijo.

—Puedes regresar a tu sitio —dijo el hombre.

Con la misma agilidad y belleza que un gato, Inge se puso de pie y regresó al fondo de la jaula, colocándose sobre la paja. La odiaba.

—Cómprame, amo —dijo Ute, acercándose a su vez.

—Es una belleza —dijo el hombre.

Ute, aunque era una esclava, se sonrojó por el halago. Bajó la cabeza. ¡Qué hermosa estaba con sus colores y su sonrisa! ¡La odié con todas mis fuerzas!

—Me llamo Lana —dijo Lana adelantándose y arrodillándose frente a los barrotes.

—No he preguntado el nombre a ninguna esclava —dijo aquel hombre.

Lana le miró sorprendida.

—Regresa a tu sitio, esclava —dijo él.

Enfadada, Lana hizo lo que se le ordenaba.

—Puedes acercarte de nuevo —concedió él.

Obedeció. Se arrodilló sinuosamente frente a él, insinuante, y le miró.

—Cómprame, amo.

—Regresa a tu sitio, esclava —dijo el hombre. Luego se volvió para hablar con Targo. Lana volvió a levantarse, furiosa, herida, y regresó a la parte del fondo de la jaula. Miró a su alrededor, pero ni Ute, ni Inge, ni yo misma cruzamos una mirada con ella. Miré en otra dirección y sonreí.

El hombre y Targo iban a pasar a la siguiente jaula.

Miré hacia fuera, a través de los barrotes. El hombre se había vuelto y me miraba. Giré la cabeza y, contrariada, miré hacia otra parte. Sin embargo, al cabo de un momento no pude resistir el impulso y volví a mirar, para comprobar si él seguía mirándome. Así era. Mi corazón se detuvo. Me sentí aterrorizada. Al final se dio la vuelta y siguió caminando con Targo para detenerse frente a la siguiente jaula. Oí a una muchacha moverse acercándose a los barrotes. La oí decir la frase ritual. Me di la vuelta, incómoda. Miré la jaula. Era muy fuerte. No podía escapar de allí. Me sentí indefensa.

Aquella noche, durante nuestra cena, conseguí robarle un pastel a Ute. Ni tan siquiera se dio cuenta de que alguien lo había cogido de su cesto.

Nuestra preparación en los recintos de Ko-ro-ba empezó a acercarse a su fin.

Nuestros cuerpos, magníficamente entrenados, incluso los de Inge y Ute, eran ahora sin ninguna duda los de esclavas. Habíamos inculcado a nuestros cuerpos los misterios de unos movimientos de los que, incluso nosotras, no éramos conscientes en su mayor parte, sutiles muestras de apetito, de pasión y de obediencia al tacto de un hombre, movimientos que excitaban los feroces celos y el odio de las mujeres libres, en particular de aquellas que eran ignorantes y que temían, seguramente con razón, que sus hombres las abandonasen para lanzarse a la caza y captura de algo más apetecible. Haciendo un inciso diré que muchas esclavas temen a las mujeres libres en gran medida. Algunos de estos movimientos son tan obvios como el giro de una cadera, estando de pie; la extensión parcial de una pierna al reclinarse o la posición de las puntas de los dedos de los pies. Pero muchos son aún más sutiles, pequeños; son movimientos casi desapercibidos, que sin embargo, en su conjunto, marcan el cuerpo femenino con un algo increíblemente sensual; cosas como la manera de mirar, la manera de girar la cabeza, cosas sutiles como la prácticamente invisible y repentina flexión del diafragma, el leve movimiento de miedo de los hombros, que evidencia que, en aquel momento, la muchacha puede ser una presa fácil. He de decir que también aprendíamos nuestras responsabilidades para con ciertas señales. Por ejemplo, el hecho de girar una palma abierta hacia un hombre, aunque fuera de manera imperceptible, nos colocaba en una situación provocativa e incómoda. Hacía que nos sintiéramos vulnerables. No me gustaba hacerlo. Y, por supuesto, llegamos a entender los movimientos de los hombres y a leer su interés y su deseo. No es ningún secreto que la esclava goreana que ha sido entrenada se anticipa a los estados de ánimo de su amo, y que él apenas si tiene que hablarle a ella de deseo. Ella sabe cuándo no es deseada y cuándo él la desea, y en ese caso ella sabe hacerle llegar una respuesta y va hacia él. Reí para mis adentros. Los hombres pagan más por esclavas que han sido entrenadas. Algunos no alcanzan a comprender del todo el tipo de preparación que recibe una esclava. Casi todos piensan en términos generales y creen que a una esclava se le pueden haber enseñado danzas de varios sitios, las artes amorosas y la manera en que se practican en diferentes ciudades. Con mucha frecuencia ignoran que a ella se le ha enseñado a leer sus deseos, como a un animal, en su propio cuerpo, y a servirlos con prontitud, sutilmente y con fervor. La esclava entrenada bien vale lo que cuesta. Yo tenía pensado usar mi preparación para esclavizar a mi amo. No tenía la menor duda de que podía hacerlo. Tendría una vida fácil. Incluso si un collar se cerrase alrededor de mi cuello para dar testimonio de mi condición, ¡sería yo el amo!

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