Canticos de la lejana Tierra (15 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Canticos de la lejana Tierra
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—Me sorprende —le dijo a Mirissa tras un examen particularmente exhaustivo de la política Solar— que nunca asumieras las responsabilidades de tu padre y trabajaras aquí con plena dedicación. Este trabajo sería idóneo para ti.

—Estuve tentada. Pero él se pasó la vida respondiendo las preguntas de otras personas y acumulando archivos para los burócratas de la Isla Norte. Nunca tuvo tiempo de hacer nada por sí mismo.

—¿Y tú?

—Me gusta reunir datos, pero también me gusta ver cómo se usan. Por eso me hicieron subdirectora del Proyecto de Desarrollo de Tarna.

—Lo cual, me temo, puede haber sido ligeramente saboteado por nuestras operaciones. O eso me dijo el director cuando me encontré con él al salir del despacho de la alcaldesa.

—Ya sabes que Brant no hablaba en serio. Es un plan a largo plazo con fechas de finalización sólo aproximadas. Si el Estadio Olímpico de Hielo acaba construyéndose aquí, es posible que el proyecto tenga que ser modificado... para mejorarlo, según creemos la mayoría. Naturalmente, los norteños quieren tenerlo en su zona: piensan que nosotros ya tenemos bastante con el Primer Aterrizaje.

Kaldor rió entre dientes; lo sabía todo sobre la vieja rivalidad que había existido durante generaciones entre las dos islas.

—Bueno... ¿y no es así? Especialmente ahora que nos tenéis como un atractivo adicional. No debéis ser demasiado codiciosos.

Habían llegado a conocerse, y a gustarse, tan bien que podían bromear acerca de Thalassa o la
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con idéntica imparcialidad. Y ya no había secretos entre ellos; podían hablar con franqueza sobre Loren y Brant; y, por fin, Moses Kaldor vio que podía hablar de la Tierra.

—Oh, he perdido la cuenta de mis distintos empleos, Mirissa; de todas formas, la mayor parte de ellos no eran muy importantes. El que tuve durante más tiempo fue el de profesor de ciencias políticas en Cambridge, Marte. Y no puedes imaginarte la confusión que se producía a causa de ello, porque había una Universidad más antigua en un lugar llamado Cambridge, en Massachussets... y otra aún más antigua en Cambridge, Inglaterra.

»Pero hacia el final, Evelyn y yo nos involucramos cada vez más en los problemas sociales inmediatos, y en la planificación del Éxodo Final. Parecía que yo tenía un cierto talento oratorio... y podía ayudar a la gente a afrontar lo que el futuro les deparaba.

»Sin embargo, nunca creímos de verdad que el Final llegaría en nuestra época... ¡Quién podía pensarlo! Y si alguien me hubiera dicho que debía abandonar la Tierra y todo lo que amaba...

Un espasmo de emoción cruzó su rostro y Mirissa esperó, con un silencio de comprensión, hasta que recuperó su compostura. Había tantas preguntas que le quería hacer, que le llevaría una vida entera contestarlas a todas, y sólo tenía un año antes de que la
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partiera de nuevo hacia las estrellas.

—Cuando me dijeron que se me necesitaba utilicé toda mi habilidad filosófica y dialéctica para demostrarles que estaban equivocados. Les dije que era demasiado viejo; que todo lo que yo sabía estaba almacenado en los bancos de memoria; que otros hombres lo harían mejor... todo excepto la auténtica razón.

»Finalmente, Evelyn tomó la decisión por mí; es verdad, Mirissa, que en ciertos casos las mujeres sois mucho más fuertes que los hombres... Pero, ¿por qué te estoy contando esto a ti?

»Su último mensaje decía: «Ellos te necesitan. Hemos pasado cuarenta años juntos... y ahora sólo queda un mes. Te dejo mi amor. No trates de encontrarme.»

»Nunca sabré si vio el fin de la Tierra como yo lo vi... cuando abandonábamos el Sistema Solar.

25
Escorpio

Había visto a Brant desnudo antes, cuando hicieron aquel memorable viaje en barca, pero nunca se había dado cuenta de los formidables músculos de aquel joven. Aunque Loren siempre había cuidado bien su cuerpo, había tenido pocas ocasiones de practicar algún deporte o ejercicio desde que dejaron la Tierra. Por el contrario, era probable que Brant realizase todos los días un ejercicio físico duro... y eso se notaba. Loren no tendría absolutamente ninguna posibilidad frente a él, a menos que pudiera valerse de una de las supuestas artes marciales de la antigua Tierra... ninguna de las cuales él conoció jamás.

Todo aquello, era absolutamente ridículo. Allá estaban sus colegas oficiales sonriendo estúpidamente. Y también el capitán Bey, sosteniendo un cronómetro. Y Mirissa, con una expresión que sólo podía calificarse de presumida.

—... dos... uno... cero... ¡Ya! —dijo el capitán. Brant atacó como una cobra. Loren trató de evitar la embestida, pero descubrió horrorizado que no controlaba su cuerpo. El tiempo parecía discurrir más lentamente... Estaba a punto de perder no sólo a Mirissa, sino su propia virilidad...

En este momento, afortunadamente, se había despertado, pero el sueño todavía le preocupaba. Sus orígenes eran obvios, pero ello no le tranquilizaba en lo más mínimo. Se preguntó si debía contárselo a Mirissa.

Desde luego que nunca podría contárselo a Brant, que seguía siendo muy amable con él, pero cuya compañía encontraba ahora molesta. Sin embargo, hoy sí que se alegraba de verle; sí que estaba en lo cierto, se enfrentaban ahora con algo mucho más importante que sus asuntos personales.

Estaba impaciente por ver la reacción que tendría Brant al ver el inesperado visitante que había llegado durante la noche.

El canal de hormigón que llevaba el agua del mar a la planta congeladora tenía cien metros de largo y acababa en un estanque circular que contenía justo el agua suficiente para hacer un copo de nieve. Como el hielo puro era una materia mediocre para la construcción, era preciso reforzarlo y las largas hebras de algas marinas de la Gran Pradera Oriental constituían un refuerzo conveniente y barato. El compuesto había sido apodado "hieligón" y estaba garantizado que no se desplazaría, como un glaciar, durante las semanas o meses de aceleración de la
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.

—Ahí está.

Loren se hallaba junto a Brant Falconer al borde del estanque, mirando por una brecha de la enmarañada balsa de vegetación marina. La criatura que comía las algas estaba constituida según el mismo plan general que una langosta terrestre... pero tenía más del doble de la altura de un hombre.

—¿Habías visto algo así antes?

—No —se apresuró a contestar Brant—, y no lo lamento. ¡Qué monstruo! ¿Cómo lo atrapasteis?

—No lo hemos hecho. Ha venido nadando (o arrastrándose) hasta aquí desde el mar, siguiendo el canal. Luego ha encontrado las algas y ha decidido almorzar gratis.

—No me extraña que tenga pinzas como ésas; estos tallos son muy duros.

—Bueno, al menos es vegetariano.

—No estoy seguro de querer comprobarlo.

—Esperaba que pudieras contarnos algo sobre él.

—Conocemos sólo una centésima parte de las criaturas del mar thalassano. Algún día construiremos submarinos de investigación y nos adentraremos en aguas profundas. Pero hay otras muchas prioridades, y no demasiada gente interesada.

«Pronto lo estarán —pensó severamente Loren—. Veamos cuánto tarda Brant en darse cuenta...»

—La Oficial Científico Varley ha estado revisando los archivos. Me ha dicho que había algo muy parecido a eso en la Tierra, hace millones de años. Los paleontólogos le dieron un buen nombre: escorpión de mar. Aquellos antiguos océanos debían de ser lugares muy emocionantes.

—Es precisamente lo que a Kumar le gustaría cazar —dijo Brant—. ¿Qué vas a hacer con el?

—Estudiarlo y dejarlo marchar.

—Veo que ya le habéis puesto una etiqueta.

«Así que Brant ya lo ha notado —pensó Loren—. Un tanto para él.»

—No, no lo hemos hecho. Mira con más atención.

Había una expresión confundida en el rostro de Brant cuando se arrodilló al borde del tanque. El escorpión gigante no le hizo ningún caso y siguió machacando las algas con sus formidables pinzas.

Una de aquellas pinzas no era exactamente como la Naturaleza la había concebido. En la articulación de la pinza derecha tenía anudada una tira de alambre, como una especie de brazalete.

Brant reconoció aquel alambre. Se quedó boquiabierto y, por unos momentos, no supo qué decir.

—De modo que mis suposiciones eran ciertas —dijo Lorenson—. Ahora ya sabes qué pasó con tu trampa para peces. Creo que será mejor que hablemos de nuevo con la doctora Varley... y también con vuestros científicos, por supuesto.

—Soy astrónomo —había protestado Anne Varley desde su despacho a bordo de la
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—. Lo que necesitáis es una combinación de zoólogo, paleontólogo, etólogo... por no mencionar algunas disciplinas más. Pero he hecho todo lo que he podido por diseñar un programa de búsqueda, y encontraréis el resultado en el banco de memoria número dos, en el fichero titulado ESCORPIO. Ahora, lo único que tenéis que hacer es buscar eso... y buena suerte.

A pesar de sus negativas, la doctora Varley había realizado su siempre eficaz trabajo de examinar el casi infinito almacén de datos de los principales bancos de memoria de la nave. Empezaba a entreverse un esquema; mientras tanto, la causa de toda esta atención todavía dormitaba tranquilamente en su tanque, sin prestar atención al continuo flujo de visitantes que iban a estudiarlo o, simplemente, a quedarse embobados.

Pese a su terrorífico aspecto (aquellas pinzas tenían casi un metro de longitud y parecían capaces de cortarle la cabeza a un hombre de un limpio golpe), la criatura parecía totalmente pacífica. No hizo ningún esfuerzo por escapar, tal vez porque allí tenía una fuente de alimento tan abundante. En realidad todos creían que alguna sustancia química de las algas era la responsable de haberlo atraído hasta allí.

Si podía nadar, no mostraba ningún interés por hacerlo, sino que se contentaba con arrastrarse sobre sus seis achaparradas patas. Su cuerpo, de cuatro metros de largo, estaba encajado en un exoesqueleto de vivos colores y articulado para darle una flexibilidad sorprendente.

Otra característica destacable era la hilera de papilas, o pequeños tentáculos, que rodeaban su boca en forma de pico. Tenían un parecido asombroso, por no decir intranquilizador, con unos regordetes dedos humanos, y parecían igualmente hábiles. Aunque su función principal era, al parecer, la de manipular su alimento, estaba claro que eran capaces de mucho más, y era fascinante ver cómo el escorpión los utilizaba en conjunción con sus pinzas.

Sus dos pares de ojos (un par mayor, y destinado en apariencia para momentos de poca luz, ya que los mantenía cerrados durante el día) debían de ofrecerle también una visión excelente. En general, estaba soberbiamente equipado para examinar y manipular su medio ambiente: los requisitos básicos de la inteligencia.

Sin embargo, nadie habría sospechado que hubiera inteligencia en una criatura tan fantástica, de no ser por el alambre enrollado adrede alrededor de su pinza derecha. Aquello, empero, no demostraba nada. Como indicaban los archivos, en la Tierra habían existido animales que recogían objetos extraños, a menudo fabricados por el hombre, y los usaban de maneras extraordinarias.

De no haber estado profusamente documentada, nadie habría creído la manía del tilonorrinco australiano o de la rata norteamericana de coleccionar objetos coloreados o brillantes, e incluso colocarlos en formas artísticas. La Tierra había estado llena de tales misterios que jamás serían resueltos. Tal vez el escorpión thalassano estaba simplemente siguiendo la misma tradición inconsciente, y por motivos igualmente inescrutables.

Había varias teorías. La más popular, porque era la que exigía menos a la mente del escorpión, decía que el brazalete de alambre era un mero adorno. Colocárselo debía de haber requerido cierta destreza, y el hecho de que pudiera haberlo hecho sin ayuda suscitaba muchas discusiones.

Esa ayuda, por supuesto, podía haber sido humana. Tal vez el animal era la mascota fugitiva de un científico excéntrico, pero esto parecía muy improbable. Dado que en Thalassa todos se conocían, un secreto así no habría podido guardarse por mucho tiempo.

Había otra teoría, la más inverosímil de todas... y, sin embargo, la que daba más que pensar.

Quizás el brazalete era un distintivo de rango.

26
El ascenso del copo de nieve

Era un trabajo altamente especializado, con largos períodos de aburrimiento, que dejaba mucho tiempo para pensar al teniente Owen Fletcher. Demasiado tiempo, en realidad.

Él era un pescador, que podía tirar de una caña con un pez de seiscientas toneladas y de fuerza casi inimaginable. Una vez al día, la sonda cautiva autodirigida se sumergía dirigiéndose hacia Thalassa, devanando tras ella un cable a lo largo de una compleja curva de treinta mil kilómetros. Se colocaba automáticamente en la carga que esperaba abajo, y, cuando habían finalizado todas las comprobaciones, comenzaba el proceso de izado.

Los momentos críticos se daban en la elevación, cuando el copo de nieve era extraído de la planta congeladora, y en la aproximación final a la
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, cuando el enorme hexágono de hielo debía situarse a sólo un kilómetro de la nave. El izado empezaba a medianoche, y duraba, desde Tarna hasta la órbita estacionaria en la que se mantenía la
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, algo menos de seis horas.

Como la
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se hallaba a la luz del día durante el encuentro y la unión, la primera prioridad era mantener el copo de nieve en la sombra, para que los fortísimos rayos del sol de Thalassa no derritieran en el espacio aquel precioso cargamento. Una vez estaba a salvo tras el gran escudo de radiación, las garras de los teleoperadores robotizados podían quitar la capa aislante que había protegido el hielo durante su ascenso hasta la órbita.

A continuación había que retirar la plataforma de elevación para enviarla por otra carga. A veces, la enorme plancha de metal, de forma semejante a la tapa hexagonal de una cazuela diseñada por un cocinero excéntrico, se quedaba pegada al hielo y era preciso algo de calor, cuidadosamente regulado, para separarla.

Por fin el témpano de hielo, geométricamente perfecto, era suspendido, inmóvil, a cien metros de distancia de la
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, y comenzaba la parte verdaderamente delicada. La combinación de seiscientas toneladas de masa con peso cero quedaba por completo fuera del alcance de la reacción instintiva humana; sólo las computadoras podían decidir qué impulsos eran necesarios, en qué dirección y en qué momentos, para colocar el iceberg artificial en la posición correcta. Sin embargo, existía siempre la posibilidad de una emergencia o de un problema inesperado que rebasara la capacidad del robot más inteligente; aunque Fletcher todavía no había tenido ocasión de intervenir, estaría preparado si llegaba ese momento.

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